Una visión apócrifa de las Caras de Bélmez
Desde un punto de vista lovecraftiano, no puedo comparar los impenetrables y sombríos bosques de Providence, en Rhode Island, con esas fascinantes extensiones de altivos olivos, que caracterizan a la provincia de Jaén. Pero sí puedo comparar, en parte, esos tenebrosos Mitos de Cthulhu, con un no menos tenebroso Mito, eminentemente nacional, cuyas raíces se hunden en esta tierra con idéntica profundidad a como lo hacen las arcanas raíces de los olivos que la representan: las Caras de Bélmez.
Bélmez, y esas caras que parecen perseguir a una familia en cuestión, aunque conservan en su fuero interno la denominación de origen made in Spain, continúa siendo, aún en la actualidad, todo un expediente X.
No obstante, cuando se tiene la oportunidad de conocer a un testigo, que a su vez conoce a la familia, y de hecho, ha estado muchas veces en la casa y ha visto las caras -o caretos, según expresión textual- y también la hucha -creo que entendí bien, aunque no me quedó claro si estaba sólo como adorno- depositada en un aparador de la entrada a la vivienda en cuestión, uno vive, en parte, ese expediente del que, al parecer, y vista ésta versión, ni siquiera el clásico escrito por Manuel Martín Serrano (1) tiene, por decirlo de alguna manera, la última palabra.
Aquí, desde luego, entran en escena dos factores que están más acá, pero mucho más allá de la Parapsicología y sus insondables misterios: un lugar acogedor en el que escuchar plácidamente una historia, y una anfitriona con encanto más que suficiente para contarla: Missis B.
El caso es espeluznante, desde luego, pero juro que, a pesar del misterio; de los detalles escabrosos y del terror que pueda producir el hecho de que a medida que vayan falleciendo en la casa, vayan apareciendo caras que recuerdad -y lo digo con todo el respeto del mundo- a los seres queridos, en mi vida me he podido reír tanto. Hay testigos de cuanto digo, desde luego, y en su conciencia dejo corroborarlo o, por el contrario, hacer como aquél ambiguo personajillo romano, que de nombre Poncio y apellido Pilatos: lavarse las manos.
Ahora bien, en mi descargo, tan sólo añadiré que, mientras Missis B hablaba, la tarde se abatía sobre una tranquila, quizás somnolienta Albanchez; el Aznaitín, como queriendo dar a entender que también era rey y parte del misterio, lucía una gloriosa corona de niebla que le tapaba la cara, ¡perdón, la cima!, y alguien -como ese Voldemor de la serie Harry Potter, que no debe ser nombrado- tranquilizaba en su regazo al pequeño Mongui.
Para mi desgracia, en esa ocasión me falló la grabadora.
(1) Manuel Martín Serrano: 'Sociología del milagro. Las caras de Bélmez'.
Comentarios
No tengo el gusto de conocer a Missis B, pero algún careto sonriente me suena.
Buenas noches!
Luego tú, has puesto foto y texto a ese momento. Y tras contemplarme, junto a la chimenea, no puedo sino recordar la dedicatoria del libro apropiado regalado para momento adecuado: " Al Sultán de las Mil Caras, con inusitado aprecio, del Magister Alkaest y la "seña" Polvorilla".
Un abrazo
Volvieron todos, sanos y salvos, a la casona, y se evaporó la magia del relato, pero el misterio de las palabras quedó flotando en el aire.
Porque a pesar del tono jocoso, que Miss B. dió a nu narración, a todos nos rondó el enigma y el "quizá", durante algunas horas, en silencio, acomodándose en el establo del recuerdo.
Como dijo el que lo dijo: "Creer en ellas non creo, pero haberlas haylas..."
Salud y fraternidad.