Una joya al alcance del peregrino: los maravillosos tapices flamencos de la catedral de San Salvador de Zamora


Ambrose Bierce, un gran escritor y a la vez, un Maestro insuperable en el fino Arte del cinismo -con permiso de nuestro gruñón e internacional don Francisco de Quevedo y Villegas, que de santo poco tenía y aun así fue caballero de la Orden de Santiago, aunque blasfemase como un templario- opinaba que la Historia es un relato, casi siempre falso, de las hazañas, casi siempre carentes de la menor importancia, que realizan gobernantes, casi siempre deshonestos, y soldados, casi siempre necios (1). Es una gran verdad. Una verdad, que el mundo viene padeciendo, como un lastre colgado en el cuello de los pueblos, a lo largo de los siglos; como verdad es, también, que estos artistas flamencos, que hilaron sueños y rozaron la perfección por encargo de esos mismos gobernantes -generalmente deshonestos- y de esos mismos soldados -casi siempre necios, pues donde impera el bigote de poco o nada sirve el capote-, comulgaron por encargo, aceptando esos defectos, mundanos y molientes, pero salvaguardando, no obstante, su dignidad, con el anonimato y la Belleza. La Belleza -entiéndala o búsquela cada uno a su manera- es un bien abundante; un bien travestido, con un pañuelo de lunares similar a aquél que ocultaba el rostro de los antiguos bandoleros románticos y que, como éstos, te asalta sin la menor piedad, en cualquier encrucijada del camino, arrebatándote en prenda un pedazo del corazón.
En este camino, denominado Vía de la Plata, muchos han sido los viajeros, a lo largo de los siglos, que se han dejado sorprender por la belleza bandolera de Zamora y su provincia, aunque no todos, por desgracia, pudieron disfrutar de tan insuperable poema visual, que da vida -como cuenta laa leyenda sobre aquél rabino capaz de crear vida del barro- a oscuros pasajes de la Historia, con adornos de virtud heróica, ensalzando la abominable costumbre bíblica de solucionar las diferencias a base de garrote, borrones sangrientos y matanzas despiadadas.
Tal vez, en el fondo, ensalzar guerras como la de Troya o la guerra sin cuartel del cartaginés Aníbal contra los opresores romanos, responda a una necesidad imperiosa, latente en el ser humano, de llegar a la senectud teniendo un buen montón de eso que se ha dado en llamar batallitas que contar a los nietos y que, basado también en una antigualla meritoriamente humana, da continuidad a una tradición oral, tan desvirtuada por los Santos Tomás de hoy en día, cuya autoridad responde a una cuestión alejada de esa fuerza capaz de mover montañas, que no es otra cosa que el ver para creer.
Por eso, ver para creerlo, es mi recomendación para todos aquellos que un día, sin importar de dónde vienen ni a dónde van, y mucho menos cómo y por qué lo hacen, se dejen caer por la catedral de Zamora y dediquen un buen rato a relajar sus ojos, dejándolos resbalar por una Belleza que, de cualquier manera, está llena de sutiles subterfugios. Salvaguardando la cuestión de que, al cabo de poco tiempo de estar contemplando los tapices, se tiene la incierta sensación de que las figuras cobran vida de tan perfectas como son, es posible que tanto el turista, como el viajero o como el peregrino que se dirige a Compostela henchido de emociones y recuerdos, se dejen llevar por la suspicacia, y se pregunten -es sólo un ejemplo-, por qué, entre las docenas de figuras, cuyo realismo está fuera de toda duda, todas representan a la raza blanca, a excepción de una que, para variar, es negra; la cual, paradójicamente, lucha codo con codo, con una sarta de guerreros barbudos y solares que, después de todo, le desprecian, considerándole inferior. O por qué, en otras escenas, que en realidad, nada tienen que ver con el Camino de Santiago, algunos de los personajes se adornen cual peregrinos, enfrentados a situaciones ajenas a su naturaleza. O qué pinta la paloma, símbolo del Espíritu Santo, en escenas que, supuestamente, pertenecen a episodios históricos o protohistóricos anteriores a su adopción por los simbólicos del Cristianismo, o por qué el pobre cordero, siempre ha sido el animal mejor dispuesto para el sacrificio, regando con su inocente sangre, muchas de las descabelladas ceremonias del género humano.
Suspicacias o estupideces, quién sabe; pero es bueno liberarse, aunque sea utilizando el lenguaje de los pájaros -como dirían algunos- de esas oscuras golondrinas que -con permiso de Maese Bécquer- revolotan por esa Sevilla interior, que es la mente de cada uno, transformándose en pensamientos que quizá un día partan, para nunca más volver. Ahora bien, lo que es seguro, es que sería un completo sacrilegio visitar Zamora y marcharse sin darse la oportunidad de visitar esta sala que, después de todo, no deja de ofrecer con su Belleza -vuelvo a repetirlo- una mágica experiencia.
 


(1) Ambrose Bierce: 'El diccionario del Diablo', Ramdon House Mondadori, S.A., 1ª edición, octubre de 2007, página 244.

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