Santa María de Cambre
Se
dice, se comenta, se rumorea que en Cambre hubo monjes cambeadores que
ejercieron también el noble arte de la hospitalidad, atendiendo a los
peregrinos que se dirigían a la tumba del Apóstol, siguiendo las pautas del
camino de la costa, aquél que también se denomina Camino Inglés y que cuenta, o
contaba en el pasado, con muchos lugares de atención. Y dicen, también, que
aquellos monjes guerreros mostraban con orgullo una cruz roja en sus blancas
vestiduras, a la altura del corazón, lugar que suele atraer como un imán a las
flechas más certeras, independientemente de cuales sean las intenciones del
Cupido en ciernes que las lance. Por otra parte, y al igual que esos muertos, a los que C.G. Jung dedicó lo
que posiblemente sean sus sermones más gnósticos y crípticos, no se sabe a
ciencia cierta si vinieron de Jerusalén
sin encontrar lo que estaban buscando o sí vinieron de la ciudad santa, por
contra, con las alforjas repletas de tesoros como aseveran numerosas leyendas.
Pero, sea como sea, cuenta la Tradición
–divino tesoro, después de todo, río metafórico que, como gusta de decir ese
amigo y Maestro que es Rafael Alarcón, agua
histórica lleva- que custodiaron y dejaron aquí, en el interior de ésta
hermosa iglesia de Santa María, una de las hidrias de las famosas bodas de
Caná, donde los evangelistas refieren que Jesucristo convirtió el agua en vino,
en un escenario repleto de controversias, hasta el punto de que todavía hoy, en
pleno siglo XXI, no se sabe a ciencia cierta quiénes fueron en realidad los
esponsales. Tema que tiene, no obstante cierta relación, con otro lugar situado
también en este Camino Inglés y que tuvimos ocasión de visitar a apenas unos
insignificantes kilómetros de distancia de Muxía: San Xulián de Moraime
Verídica o no tan sugestiva reliquia, el templo al que acuden parroquianos y
peregrinos, curiosos, estudiosos y buscadores no deja de ser, de cualquier
manera, digno de admiración y ofrece generosos contrastes que, después de todo,
no dejan indiferente. Entre ellos, llama la atención la austeridad de los
canecillos de sus absidiolos que contrastan –perdón por la redundancia-, con el
notable simbolismo de las esculturas de la portada, esvásticas incluidas, donde
se puede observar una curiosa reproducción de un Agnus Dei –símbolo, que no exclusivo pero sí asociado con numerosas
construcciones templarias- escoltado por sendos ángeles o ese capitel,
tradicional, por supuesto, en su temática, en cuya psicostasis o pesaje de almas ese san Miguel –o ese san Anubis-, tiene
que hacer verdaderos esfuerzos de concentración frente a las trampas del
demonio, empecinado siempre en hacerse con almas humanas sea de la manera que sea,
sin importar calidad ni cantidad; es decir, a saco. Pero sin duda, lo más
representativo, o mejor dicho, lo que a servidor le llamó más la atención –independientemente
del detalle de que el interior de la iglesia está dotado de esa rotonda
circular característica de los grandes monasterios que imita la anastasis del Santo Sepulcro
hierosolimitano, como Melón o Carboeiro- es esa representación de Daniel,
orientalizada, con un libro abierto en el regazo y una flauta o caramillo en
los labios, tranquilizando a los leones que están a su lado, de la misma manera
que un faquir hindú actuaría con ese espléndido pero temible animal, que es la
cobra.
En fin: belleza, arte, misterios y curiosidades en el Camino de Regreso.
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