Hinojosa: la enigmática ermita de Santa Catalina
El Camino se torna más críptico y
misterioso, a medida que nos vamos adentrando en una región, que aun teniendo
muchas cosas que decir, parece enmudecer irremisiblemente, herido su corazón
por la pérdida de ese nevero fantástico a donde se supone que fueron a parar la
mayor parte de sus nieves de antaño,
si por tales –y admito que no es la primera vez, ni será la última que
parafraseo a François Villon-, entendemos una riqueza patrimonial, que en
muchos casos –demasiados, bajo mi punto de vista-, se ha perdido en esos
comparativos campos de Flandes que históricamente se tragaron la mayor parte de
esa enorme riqueza que supuestamente saturaba las bodegas de los galeones que
arribaban al puerto de Sevilla procedentes del Nuevo Mundo. Un Nuevo Mundo del
que, si bien los historiadores modernos van admitiendo, siquiera a
regañadientes la presencia, más allá de las costas de Labrador, de los
aguerridos marinos escandinavos siglos antes de que Colón tropezara
misteriosamente con sus mapas, se niegan a admitir –se siente, no ha lugar-,
que tal hazaña pudieran haberla repetido los marinos de una orden de monjes
guerreros, cuya flota, allá por los siglos XIII y XIV, formaba una pequeña
potencia marítima: los caballeros templarios. Decía Antonio Herrera Casado, en
su libro El románico de Guadalajara,
publicado por Aache Ediciones, que la ermita de Santa Catalina en Hinojosa es,
sin duda, uno de esos edificios más sorprendentes de todo el románico
provincial de Guadalajara, y dejará en el visitante una evocación permanente de
luz, de paz y de silencio. Es cierto. Pero aún hay más, si, parafraseando,
no a Villon sino a otro inconmensurable poeta y dramaturgo, William
Shakespeare, nos hacemos eco de las palabras que el triste Hamlet dedicara a su
amigo Horacio, cuando meditabundo, allá en la torre de su castillo de Kronborg,
le dice aquello de: hay más cosas en el
cielo y en la tierra, de las que se pueden ver a simple vista. Y es que,
aparte de la luz, de la paz y del silencio, como nos previene Herrera Casado,
hay también numerosas claves. Claves que, si nos dejamos llevar por el
fascinante poder de la intuición –condición indispensable, que todo peregrino
debe de tener siempre en cuenta-, tal vez nos deparen alguna inesperada sorpresa,
con o sin el beneplácito de una garantía documental.
Situada en las
inmediaciones de dos interesantes poblaciones, Labros e Hinojosa, y
parcialmente oculta por un pequeño bosque de sabinas por el que transcurre,
como un feo tajo, la carretera que se dirige hacia Milmarcos, la ermita de
Santa Catalina -¿deriva tal palabra de hermético
y por lo tanto de Hermes, tal y como
se dejaba caer Fernando Sánchez Dragó en su Gárgoris
y Habidis?-, sorprende, en primer lugar, por su aceptable estado de
conservación. Sin diferir de los edificios de su estilo, consta de un ábside o
cabecera semicircular y nave rectangular, a las que imprime carácter y a la vez
belleza una galería porticada que protege el lateral sur y por defecto, la
portada principal de acceso al templo. La mano bernarda, austera pero sutil y ajena, por tanto, a los terribles
bestiarios medievales parece estar presente, tendiendo la mano hacia universos
foliáceos dirigidos al ideal de inmortal jardín, como demuestran los motivos de
los capiteles de la galería, así como aquellos otros contenidos en la portada.
Ajenos, así mismo al conjunto, y hasta es posible que sirviendo de argamasa de
barros anteriores, dos piezas, empotradas en el muro, cerca de la portada,
llaman poderosamente la atención: un león, de aspecto visigodo con la cabeza
vuelta hacia la cola y una especie de rueda o disco solar, coronada y con
motivos cristianos o cristianizantes en su interior, entre ellos las iniciales
del nombre IHESUS, probablemente una
referencia a la peculiar santa titular. Al otro extremo, prácticamente donde
comienza la galería, una pequeña hornacina contiene una minúscula imagen,
probablemente representativa también de la santa, que recuerda los antiguos
altares mozárabes, tal y como se puede apreciar, por ejemplo, en una de las
salas interiores del torreón de Fernán González, en Covarrubias.
Menos
pragmáticas en su dulce austeridad, las representaciones esculturales de los
canecillos del ábside recobran ese aspecto mundo, en ocasiones desvergonzado
pero generalmente no ajeno al mundo abstracto del simbolismo, que caracteriza a
las edificaciones románicas: motivos geométricos, rollos de pergamino, rostros
humanos, animales fantásticos, actitudes eróticas y destacando de todo el
conjunto, un fenomenal ouroboros
enroscado sobre sí mismo. Conviene reflexionar, en que ésta ermita de Santa
Catalina formaba parte de un pueblo cuya existencia se remonta a la Edad Media,
cuyo nombre, Torralbilla –por encima de la ermita, pueden verse algunos restos
de edificios, aunque posiblemente sean muy posteriores-, sugiere interesantes
connotaciones, dentro de las cuales, podría suponerse, en tal momento histórico
y de repoblación, la presencia de aquellos que no en vano fueron considerados
como los custodios del Camino, como
sabía y agradecía el peregrino medieval, y cuyos asentamientos, en muchos
casos, solían responder a ciertas nomenclaturas que también en muchos casos, no
eran ajenas a sus consideraciones, intenciones y funciones: los templarios. Torre y alba o blanca –nombre,
además, de interesantes santuarios marianos enclavados generalmente en lugares
de difícil acceso, como el de Nª Sª del
Alba, en las montañas asturianas del Concejo de Quirós-, suelen figurar
entre ellos. He aquí un dato para meditar. Y no hay mejor sitio, dejándose
llevar por la luz, la paz y el silencio que caracterizan a este fantástico
lugar.
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