Mirador de la Peña Ubiña: lugar de conciliábulo de las brujas asturianas
‘Round about the cauldron go; In the poison’d entrails throw...
Double, double toil and trouble; Fire burn, and cauldron bubble’.
[‘Giremos alrededor del caldero; arrojemos en él entrañas envenenadas...
Redoblemos, redoblemos trabajos y afanes; ¡que arda el fuego y que hierva el caldero!’]
William Shakespeare: ‘Macbeth’, acto IV, escena I
En tiempos de Shakespeare, la brujería era un tema que estaba a la orden del día. A pesar de tratarlo en numerosos episodios de sus dramas y tragedias, el inmortal William –ese niño bonito, mimado por su madrina la Musa- jamás fue desconsiderado y mucho menos irrespetuoso, siendo consciente, con toda probabilidad, que se trataba de un mundo alternativo, rescoldo, acosado y perseguido, después de todo, de un universo ginolátrico –el Mundo de la Diosa, o si lo prefieren: ‘aquello que ya existía, antes de que Dios creara el cielo y la tierra’- que siempre se negó a desaparecer, siendo particular y furiosamente atacado por un judeo-cristianismo al que, comparativamente hablando, se le podría achacar también la célebre frase de Juan el Bautista, cuando, refiriéndose a Cristo, dijo aquello de: ‘yo he de menguar, para que Él crezca’.
Puede expresarse de muchas maneras, pero no mejor: el mundo de la Diosa debía menguar –en realidad, desaparecer, pues como ya presintió Freud, el odio semita hacia ‘la parte femenina de Dios’ era, y continúa siendo, realmente exacerbado, tema que considera también el mitólogo Joseph Campbell- para que el Cristianismo pudiera menguar, convirtiéndose en religión universal y por supuesto, inexcusablemente androlátrica.
Una de las pruebas más significativas, la encontramos, sin ir más lejos, en ciertas palabras atribuidas al propio Cristo: ‘he venido a destruir los trabajos de la hembra’. Y nada mejor que hacerlo, que metiendo también, en esta partida divina de ajedrez espiritual, la figura de ‘aquél fatigado melancólico con largas horas taciturnas’, como Apollinaire –posiblemente apadrinado también, por la misma Musa que William- denominaba al Diablo.
Es decir, que como representación fatal y abominable de aquellos dioses consortes y juguetones –tipo Baco o Dionisos- que danzaban alegremente correteando por los bosques a la busca y captura de ninfas y dianas en festivos rituales de seducción y fecundación, en los que participaba un pueblo fiel a sus raíces y sus mitos, el Diablo, exorcizado disidente de la intransigencia escrupulosamente monoteísta de una quinta columna radicalizada, representada por esos auténticos boinas verdes de la Cruz, que fueron los evangelizadores del tipo de San Martín Dumiense, se encontró en su camino con unas pezuñas y con unos cuernos –como los antiguos faunos y cualesquiera otros dioses cornudos de las antiguas mitologías- que le convirtieron en candidato ideal para la bendición, urbe et orbi, del caldero.
Un caldero, dicho sea paso, que en la mitología celta servía para ‘dar vida’ o ‘resucitar a los muertos’ –especulo especulorum: me pregunto, por qué a medida que la evangelización de los lugares se iba acrecentando, la primitiva forma rectangular o crucífera en algunos casos de las pilas bautismales fue variando también, hasta adquirir precisamente la más corriente de caldero o copa- que se adoptó, así mismo, en el hogar, donde toda la familia participaba en ese rito del ‘alimento’ –entiéndase, en sus formas mundana y espiritual- hasta que bien entrado el siglo XX los anticuarios langosteaban de pueblo en pueblo, comprándolos a precio de saldo para venderlos después por una verdadera fortuna, habiéndose servido de él establecimientos como Lhardy para hacer un cocido de fama internacional.
Sirva esta larga y lamento si hiriente introducción, sobre todo para paladares delicadamente apostólicos y romanos –lo de católico se da por hecho- para situarnos mejor en este lugar, la Peña Ubiña –que alguien, hace años, tuvo la genial idea de reconvertir en un excelente mirador-, donde quiere la Tradición que se reunían las brujas asturianas y leonesas para dar rienda suelta a sus inquietudes espirituales, rindiendo culto y pleitesía a Selene –seguramente en recuerdo de cualquier tiempo pasado, que fue mejor- intentando pasar desapercibidas a las miradas de una Inquisición –que en España, créanlo o no, tan sólo se ‘prejubiló’ y desde el siglo XIX ha venido formando acólitos del Malleus Maleficarum en la sombra- que no a las de un pueblo, que convertido en supersticioso a fuerza de costumbre y aspersiones de agua bendita, las miraba de reojo, achacándolas mil y un aojamientos y desgracias, mientras esculpían hexapétalas en los dinteles de sus casas, hacían picudas las chimeneas para impedirles el paso, so riesgo de sodomización –no es invento mío, que así lo dice la tradición- y se persignaban in nomine Patri.
Lugar tradicional de aquelarres y conciliábulos brujeriles, en este punto elevado de ese Puerto de Pajares –como símil comparativo, se me ocurriría el monte Brocken, donde Goethe situó el maravilloso aquelarre de la Noche de Walpurgis, en su inmortal obra Fausto- que era antiguamente el paso natural que unía ésta mágica tierra montañosa asturiana con la cansina aridez de la Meseta. Un paso o trayecto que se prolonga desde Campomanes hasta León, en algo más de cien kilómetros y que todavía recorren, sin importar su extremada dureza, multitud de peregrinos que se dirigen a Santiago, pero cumpliendo con el precepto de pasar por Oviedo y visitar San Salvador; es decir, dejar para más tarde la visita al Siervo y rendir pleitesía primero al Señor.
Un trayecto, en el que sin necesidad de echar mano de esa alegre coqueta que es Doña Imaginación –que la Diosa continúe bendiciéndola por muchos años y servidor que lo vea y lo transcriba tal y como le surja- uno puede ir percatándose de estar en un antiguo, antiquísimo camino sagrado, donde las etapas principales fueron convenientemente cristianizadas: Arbás del Puerto, con su colegiata de Santa María, donde aparte de la posible presencia de templarios y canónigos regulares de San Agustín, circula, en su misteriosa fundación, la presencia de un animal totémico de la Diosa: el oso o la osa. Presencia, dicho sea de paso, que volvemos a encontrar relacionada con otro monasterio astur, igualmente situado en camino de peregrinación: el de San Salvador de Cornellana.
El pueblecito de San Miguel del Puerto y su ermita, situados a la vera del mirador de Peña Ubiña, personaje custodio y a la vez exorcista, cuyas apariciones milagrosas siempre se producían en lugares de antiguo culto a la Diosa y que, como al Júpiter romano –siguiendo o no los dictados de Vitrubio y su tratado de arquitectura- se le solían levantar templos en lugares elevados. Y por último, Campomanes. ¿Se han fijado en la similitud que existe entre los vocablos ‘campomanes’ y ‘compostela’?. Les dejaré que lo mediten o por el contrario, que no le hagan ni caso. Pero si optan por lo primero, me complace dejarles una pequeña pista, previamente proporcionada por Plutarco en su obra ‘El asno de oro’: ‘...soy la madre de la inmensa naturaleza, la dueña de todos los elementos, el tronco que da origen a las generaciones, la suprema divinidad, la reina de los Manes...’. Claro que, si no desean complicarse la vida y estar en paz con la curia -¿recuerdan quién dijo aquello de que ‘la verdad os hará libres’?- siempre les quedará el recurso de mirar para otro lado y alegar en su descargo que las vistas son impresionantes.
Mientras tanto, permítanme que me despida de la misma manera que he comenzado la presente entrada, con Shakespeare y las brujas de su Macbeth y pensando en estos parajes tan maravillosos, me haga eco del lamento de las brujas, preguntándome, como ellas: '¿Cuándo volveremos a encontrarnos las tres, bajo el trueno, el relámpago y la lluvia?'.
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