Viajando con la leyenda: la Ciudad de Salomón



Hablar de Medinaceli, es poner un dedo en la llaga de la España Mágica y abrir lo suficiente esa puerta de chiquero por donde ha de salir a los ruedos de la Historia, ese imponente morlaco que es siempre la Tradición.



La Tradición, cuando de Medinaceli se trata, es como Peter Pan, metafórica y comparativamente hablando: ese Puer Aeterno, que se mantiene firme en sus trece, negándose obstinadamente a crecer e integrarse en una sociedad adulta, que ha perdido definitivamente sus alas.



En ella, en Medinaceli, estuvieron los romanos, cuando andaban a la gresca con una Celtiberia que no se conformaba con ser felpudo de las sandalias imperiales, levantando sus temidas falkatas o espadas cortas, en la defensa del sagrado suelo patrio de Gárgoris y Habidis.




Cuando estos sucumbieron también, fueron los visigodos quienes, después de saquear en Roma lo que previamente Tito había saqueado en el Templo de Jerusalén, decidieron –o al menos, eso refiere la leyenda- depositar aquí, en algún lugar ignoto y sumamente secreto, ese objeto de poder que las hordas de Muza y Tariq venían buscando con ansia homicida: la famosa Tabla o Mesa de Salomón.



Quizás por ello, cuando los musulmanes se dieron por vencidos en Toledo y se instalaron aquí, denominaron a la antigua Occilis, como Madinet al Salim: la Ciudad de Salomón.



Esto, además unido al detalle de que una de las innumerables colinas que la guardan, oculta todavía la fastuosa tumba de Almanzor, hacen de Medinaceli, no sólo un espléndido lugar legendario, sino además, toda una aventura cultural, que merece la pena descubrir.



Y además, en Medinaceli –tomen nota los seguidores del poeta norteamericano Ezra Pound- todavía cantan los gallos al amanecer.



AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan, son de mi exclusiva propiedad intelectual.


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