In illia tempore: Santa Cristina de Lena
El espíritu se manifiesta, también, en ese caracol que asciende indolente los milenarios sillares, dejando un tenue rastro plateado a su paso. A cuestas lleva, perfecta y sublime, la espiral de los maestros constructores. Extraordinario: ¡qué modelo tan grande, para un ser tan pequeño!. Un enigma conocido prácticamente por todas las culturas y civilizaciones de la Antigüedad; incluso por aquéllas que, según la ortodoxia oficial, nunca tuvieron contacto, como la maya. O al menos, así nos lo quieren hacer creer. Maese Gaia, pues, no puede evitar ponerte una lección tras otra ante los ojos, siquiera para que nunca olvides que no hay mejor filántropo ni maestro que ella.
No fue el magister que levantó Santa María, pero piensan los expertos que el mago que soñó ésta iglesia de Santa Cristina pertenecía, como aquél, a ese corpus hermeticum que, cual miembros de una camelotiana corte de caballeros constructores, vivía a la sombra del rey Ramiro. Tampoco se conoce su nombre. Frente a tan hermético silencio, tengo la impresión, en ese sentido, de hallarme frente a una herejía similar, comparativamente hablando, a aquélla otra que llevó a los airados sacerdotes de Amón a borrar cualquier mención del faraón adorador del sol y monoteísta: Amenofis IV, también conocido como Akhnatón.
Traspasar el umbral de este templo montañés conlleva, en un acto a priori tan simple como mecánico, una experiencia extrasensorial, acorde con un universo en el que la luz y la oscuridad continúan ejerciendo una pugna que se remonta al alba de los tiempos. La confianza que genera una, desparramándose por los intersticios de los ventanales contrasta, sin embargo, con zonas lunares en las que por un momento se tiene la impresión de ser escrupulosamente observado, siquiera por la impregnación simpática de unos recuerdos que, en el fondo, se niegan a desaparecer.
Su vinculación con la arquitectura visigoda, posiblemente resulte más evidente en ese maravilloso iconostasio que permanece inalterable, como un orgulloso centinela, delante de un altar en el que impera una talla de Santa Cristina, de época indeterminada, que, cual Ícaro imaginario, sostiene una pluma en su mano. La arquería, pieza clave en su conjunto, se torna por un momento colosal, vista desde la tribuna regia, por la que se accede mediante unos escalones situados al fondo de la nave. Tal es su curioso efecto, vista desde ésta posición de privilegio, que los arcos de medio punto semejan olas: las olas de un mar de piedra que acercan a la orilla de los bancos la magia geométrica de unas celosías elaboradas artesanalmente en bloques unitarios de arenisca, en cuya elaboración eran auténticos maestros los canteros astures.
Y no obstante el sonido de los pasos sobre el empedrado, seco, como la explosión final de un trueno rasgando un silencio que a veces se puede incluso palpar, metafóricamente hablando, la paz que se respira en el interior de esta pequeña joya arquitectónica, conlleva una certera sensación de unidad cuando, algún tiempo después, y ante la mirada tranquila de la guardesa de mediana edad, deshaces el camino realizado al principio, fundiéndote con un entorno en el que nunca deja de acompañarte la sensación de que incluso el tiempo, ese Judío Errante condenado a vagar eternamente, ha encontrado por fin un lugar en el que descansar. Si no en este lugar sagrado, sí al menos en un entorno en el que, después de todo, aún vagan numerosos fantasmas por las ruinas de castros y campamentos romanos, numerosos en las proximidades.
Santa Cristina de Lena, otro enclave del Espíritu en la tierra de la Reconquista.
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Salud y románico