El Vino de los Salvadores
Posiblemente
no sea de Carrara, pero sí parece tener un hálito renacentista, cuando no de
fría palidez en su marmórea constitución. De proporciones perfectas, su latina cabeza,
levemente girada hacia el oeste, observa con mirada pícara la copa griálica que
mantiene alzada en su mano derecha, y de reojo, posiblemente a hurtadillas, mira
también hacia una ciudad, Briones, que duerme el sueño de los justos,
embriagada su tierra con la savia sanguina que alimenta sus inmemoriales cepas.
No obstante apoyado en el tronco de una de ellas, árbol de la vida o columna
primordial –no sabría decir en este caso, si de nombre Jakim o Boaz-, da la
espalda a San Vicente de la Sonsierra, donde en la Edad Media muchos de los
caballeros que partían en la trascendente aventura de la demanda del Santo Grial
se purificaban en las aguas de su parroquial, dedicada a la figura de Santa
María de la Piscina. De su singularidad solar, no sólo da fe esa melena
ensortijada de efebo afortunado y eternamente joven, sino también la piel de
león que porta sobre los hombros y le cae sobre la espalda como la capa de un
sobrenatural milite, aunque nada
tiene que ver ni con Daniel ni tampoco con el poderoso Sansón, referentes
posteriores, que tanto protagonismo tuvieran en el simbolismo de ese Arte afín
al Camino y sus caminantes, que es el románico. Observándole, me permito la
licencia de pensar que como Adán o como Eva –lo que no termino de entender, es
que si se acepta generalmente que el árbol del bien y del mal fue un manzano,
por qué tanto antagonismo entre la hoja de parra y la de higuera para cubrir
vergüenzas- la hoja de parra suple el engorro textil para tapar un sexo que, al
contrario del de los ángeles, está generalmente bien definido,
independientemente de cualquier otra obscena consideración que, de cualquiera
manera, según dicen, merma cuando se abusa en exceso del líquido ardiente que
está a punto de llevarse a los labios.
Aunque nació del vientre de la Tierra
–su madre conocida, según dicen, fue Minerva-, y fecundado por su padre el Sol,
alguna familiar relación debe de guardar también con el matusalénico Noé, el
babilónico Unapishtin, de quien se dice que fue el primero que plantó un viñedo
cuando las aguas del Diluvio Universal volvieron a su cauce y de hecho, se
convirtió, conditio sine quanum, en
el primer Genarín de la Historia, toda
vez que se excedió probando su fruto destilado, creando, resulta más que objetivo
suponer que sin presumible intención o conciencia de ello, la primera bebida
sagrada de la Humanidad; aquélla que, siendo vino también, denominan Soma en otros lugares del mundo, como la
India, y que de alguna manera le tomó el relevo al alimento primordial de los
dioses, aquélla encantadora pero a la vez peligrosa casita de gnomo, consumida -eso
sí, en proporciones adecuadas- por los chamanes primitivos, que sabían
perfectamente con lo que estaban jugando y al que –bueno es avisarlo a tiempo-
en la actualidad llamamos, con todo tipo de pompa y circunstancia –que las
lenguas muertas, por muy latinas que sean, siempre son sinónimo de
intelectualidad-, amanita muscaria.
Por si no lo han adivinado, llegados a este punto de la presente narración, estamos
hablando de Baco. O mejor dicho, para adecuarlo al título que precede a ésta
crónica, de Soter. Es decir, nombre que una vez traducido a esa vulgata latina que en cualquier caso es
la lengua castellana y para que todos nos vayamos entendiendo, significa Salvador.
De Tierras, Salvadores y Vino, me resulta difícil no pensar, en el momento en
el que escribo estas líneas, en dos regiones muy particulares de este interesante
caldero de antiguos y sabrosos néctares que es el terruño hesperio de Gárgoris y Habidis: La Rioja y Palencia.
Sobre todo, si tenemos en cuenta que fuera posiblemente en cualquiera de ellas,
donde naciera el popular refranillo: aquel
que de buena ley afirma, cuando no a su vez confirma, que con pan y vino se anda bien el Camino, como saben y podrán refrendar
perfectamente todos esos esforzados arrieros de la fe y la cultura, que son en
el fondo todos o casi todos los peregrinos. Posiblemente muchos de éstos, hayan
pasado por Briones y visitando el Museo de la Cultura del Vino de la Dinastía
Vivanco, hayan recalado en los jardines que llevan su nombre, Baco. Y sugerir
por sugerir, quizás también, fijándose en el otoño pintar tonos de gloria en el
color de la hoja de parra moribunda, se hayan preguntado, como se preguntó
servidor, si ese futuro vino llevará también incluido el aroma del olvido, el
sabor de la nostalgia y el espíritu del recuerdo. Porque recordar, dicen que
cuando menos, es volver a vivir. Y recordando o reviviendo, no puedo dejar de pensar
en la curiosa paradoja palentina, que me recordó la visión de este
Baco-Salvador con aquélla otra, visiblemente más dolorosa y cruel, de un
Jesús-Salvador, crucificado en una cepa, posiblemente atacada de otoño también
y que apenas conocido fuera de los ámbitos de la iglesia-museo de Santiago, en la
ciudad de Carrión de los Condes, se conoce y venera como el Santo Cristo de la Cepa y la Salud. Una talla que, si bien puede
que no sea única, sí resulta cuando menos significativa, cuya añada y
elaboración se remonta al siglo XVI, figurando su denominación de origen en el
taller de Isidro de Villoldo, que fuera, para más señas, discípulo de Alonso
Berruguete. Por eso, al igual que ya hicieran algunos años los integrantes del
Nuevo Mester de Juglaría –que Castilla siempre ha sido tierra de pan y vino,
pero también de excelentes juglares-, yo también quiero cantarle al vino que nace de la tierra, madura en la bodega y
muere en la taberna. Porque, si bien es cierto que el Vino es Cultura, no
es menos cierto que, así mismo, es Historia, es Espíritu y, ¡qué duda cabe!, es
Religión.
[Publicado por primera en el número de Noviembre de 2014 de la Gazeta del Glorioso Mester de la Picardía Viaxera]
Comentarios
Un abrazo,