Cuenca: el Seminario de Villalba de la Sierra, el Ventano del Diablo y la Ciudad Encantada
Villalba
de la Sierra, es un pueblo que se sitúa, aproximadamente, a una veintena de
kilómetros de la capital conquense, pudiéndose añadir que su paso es poco menos
que obligado para todos aquellos que tengan la intención de dirigirse hacia
esos dos grandes hitos de magia natural, que son la Ciudad Encantada y el
nacimiento del río Cuervo. De hecho, es precisamente a partir de aquí, cuando
el paisaje deja de ser soberanamente solano, un tanto monótono y por defecto
lineal, para transformarse en extravagancia gótica, donde dos inigualables
canteros –la erosión y un río poblado de multitud de leyendas sobre ninfas y
dianas, el Júcar-, se pusieron de acuerdo, hace milenios, para elaborar en
silencio, sin prisa pero sin pausa –como requiere toda buena artesanía-, un
mundo fantástico en el que quebradas, farallones y singulares desfiladeros
semejan, metafórica y comparativamente hablando, templos y catedrales
naturales, donde todavía se respira, a poco que se ponga en guardia el olfato,
la embriagadora fragancia de infinidad de inciensos que se desparraman por el
ambiente en honor a Mater Gaia. Es
también, a la salida de Villalba, donde uno se topa, inesperadamente, con un
espejismo románico, cuyo aspecto de niña
con la carita recién lavá –como diría el cantar, no desde luego el de los
cantares de Salomón, pues a la niña de éste ya quedó suficientemente claro que
la había tostado el sol, como a nuestra morenina
y entrañable rianxeira galega, por
citar uno de los múltiples ejemplos de la España anterior a-, le hace dudar
sobre una paternidad o denominación de origen medieval, añadas del siglo XII ó
XIII y elaborada con las mejores artes de la geometría sagrada de la época; a
saber, entre otras muchas: sobriedad, templanza y equilibrio. Difícil resulta,
además, dejar atrás el lugar y preguntarse si detrás del nombre –Villa Blanca o
Villa Alba- no rondará el fantasma milagroso de alguna ancestral Señora Albina, muchos de cuyos antiguos
santuarios se situaban en lugares agrestes pero hermosos y de difícil acceso,
como aquél famoso santuario asturiano situado en las montañas de Quirós –de los
Quirós, referencias están esas máximas que dicen, a grosso modo, que antes que
Dios, los Quirós o aquélla antigua canción de Víctor Manuel, titulada
precisamente así, el Quirosanu, con el
que la moza de turno no quería bailar, por temor a que con sus madreñes la
pudiera mancar-, por caminos donde ya los pastores del Neolítico danzaban
al son de los tambores por riscos y desfiladeros de vértigo. Un vértigo
parecido, podemos encontrar apenas un kilómetro más adelante, en el mirador
conocido como Ventano del Diablo –si
bien, el ventano diabólico al que hace referencia, queda alojado en lo más
profundo de la depresión y tiene una forma parecida a las curiosas formaciones
que han hecho famosa la playa lucense de las
Catedrales-, desde donde se puede disfrutar de una hermosa panorámica, si
bien el Júcar apenas parece una culebra que deja entrever la plata de sus
escamas entre las densas agujas de los pinos.
Invariable, en su magnífica
agresividad, el camino continúa en ascenso, salvaguardando montes y quebradas
por curvas que en algunos tramos –algo de exageración viene y también va,
seamos serios-, semejan cerrarse sobre sí mismas, formando ese ouroboros o cero perfecto con el que en
la Edad Media se representaba a Dios. Que haya sido precisamente la mano de
Dios o de la Diosa quien modelara la arcilla primigenia de estos pagos imbuidos
del fecundo sueño de un fenómeno conocido como paraidolia, realmente importa poco. Importa, eso sí, el efecto –o
mejor, el impacto, súbito o prolongado- que tales formas produzcan en cada uno,
pues no sería descabellado suponer que el espíritu, o el alma o quizás
–manzanazo de Newton en la cabeza, enciéndase la luz- esos doce gramos que el
médico echa de menos cuando se produce la muerte cerebral y le confirma el
pistoletazo de salida para firmar el certificado de defunción, fuera como un
camaleón que en lugar de absorber los colores para camuflarse con el medio,
absorbiera las formas y las procesara de una manera totalmente personal que
pudiera o no coincidir con las apreciaciones oficiales que tanto gustan desarrollar
los guías en los circuitos concertados.
En base a ello, podría decir –y de
paso, recomendar la experiencia en solitario-, que lo que más me impresionó de
esa Ciudad Encantada, no fueron esos supuestos amantes de Teruel –a los que hay que buscar y rebuscar la
perspectiva adecuada para encontrar algo similar a dos labios abarcándose
mutuamente para ofrecerse la ternura de un beso, aunque fuera, como diría el Sinuhé el egipcio de Mika Waltari, para que dos solitarios se calentaran en una
noche fría por amistad-; o esos navíos anclados en una pradera, cuya popa
recuerda aquél otro bajel desde el que el
capitán Garfio dirigía las actividades de su tripulación pirata, mientras
de reojo atisbaba por la ventanilla buscando señales del terrible cocodrilo que
le perseguía como una sombra, amenazando con devorarle entero; o incluso esas
curiosas formaciones, semejantes a un huevo eclosionado de esa impresionante
criatura extraterrestre que tan mal rato la hiciera pasar a la chica de las braguitas blancas –Sigourny
Weaber-, en la película Alien, el octavo
pasajero. No, lo que más me impresionó, fue ese impresionante e inesperada
formación calcárea a la que se denomina mar de piedra. Y lo hizo, hasta el
punto de que todavía hoy, continúo preguntándome qué gigante laboró allí; ¿cómo
eran las sandalias del pescador que tiró en él sus redes?.
En fin, esas cosas que
se encuentra uno en el Camino.
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