Cuenca: la catedral de Santa María de Gracia
Algo parece seguro: y es que
cierzos ventosos hicieron que las ocas de Huelves levantaran el vuelo, llegaran
a Cuenca y después del cruento asedio a que fue sometida la guarnición mora y
en el que destacó el arrojo de ciertos monjes-guerreros, custodios, por otra
parte, del Camino, dejaran una apreciable dosis de su arcana sabiduría, no sólo
en los escudos heráldicos –algunos, malheridos por esa rémora que acompaña
siempre al tiempo y que se llama erosión-, en las viejas arcadas con las que de
cuesta en cuesta se va uno tropezando mientras recorre la espiral de callejas
en ascenso de la parte antigua, sino que también, y sobre todo, en esa
espléndida joya gótica en la que, como se aventuraba en la entrada anterior, no
sólo pintan Copas y Espadas, sino que además, por desgracia, sufrió los embites
demoledores del mazo de Bastos en una partida contemporánea, perdiendo parte de
su estructura original, detalle por el que puede infundir la sensación de
parecer una torre de Babel inacabada. Y aun así, con ese aspecto de doncella
despeinada, la catedral, váyase en la época en la que se vaya, parece siempre
una isla misteriosa que, cual la legendaria de San Brandán y con idéntico celo a como los antiguos dragones empeñaban
a la hora de proteger a las doncellas que presumiblemente raptaban, salvaguarda
un relevante tesoro en su interior. Todavía conserva –detalle ciertamente
curioso-, sus macizas puertas de madera originales; unas puertas que, por poca
atención que se preste, sugieren, en vista de esos feroces Green-man u Hombres Verdes
creados en el fuego de la tradición directamente de la forja del viejo y cojo Hefesto, la posibilidad de acceder a ese
remedo de bosque original, en cuyas fuentes enigmáticas livianas Dianas
provocaban, con sus bellezas plenitudinarias, febriles devociones. Poco importa
si en la época medieval, se cambiaron los juramentos que los druidas realizaban
alrededor de las calderas y a la luz de la Luna, por el Dei Gratia Plena con el que el mensajero Gabriel anunciaba a una
púber, temblorosa y desconcertada María el papel de nueva Mater que habría de realizar para las generaciones futuras, puesto
que Deus lo Vult: Dios lo quiere.
Piensa el peregrino, franqueando el umbral y con el espinoso mensaje de la
estatuaria de las portadas en mente, si, como Parsifal moderno, se atreverá a
realizar la pregunta adecuada, capaz de liberar de su antiguo sortilegio este
templo del Grial: la copa; la estrella de ocho puntas; la cruz patada formada
por los formidables basamentos que a la manera de san Cristóbal, soportan sobre
sus hombros las divinas nervaduras que se comban bajo la magnitud de un cielo
abovedado; la muerte, Musa del martirio, el Apóstol número trece o matrona que
mantiene el equilibrio en la familia numerosa de la Madre; la rotonda,
deambulatorio u ouroboros donde el
pasado, el presente y el futuro son sinónimos de infinito, el alfa y el omega
que se cierne sobre el sepulcro, augurando esa unión indisoluble entre
principio y fin, como ese mensaje universal, que bajo el símbolo de la Cruz de
la Vida forman las tracerías del triforio, que nos ayuda a meditar sobre la
indivisibilidad de lo creado.
¿A quién sirve el Grial?, -se preguntó el
peregrino, mientras abandonaba ese metafórico bosque que, en alguna de cuyas
umbrías soledades, la luz del sol de mediodía esculpía diminutos mundos de
color en la fría superficie de muros y columnas.
Estuvo a punto de contestarse
a sí mismo: al que ha dejado de ser
piedra muerta para convertirse en piedra viva. Pero calló y continuó
andando calle arriba, en dirección a aquélla nieve de antaño que fue un día, la
arruinada ermita de San Pantaleón.
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