Castro Urdiales: sin novedad en Ítaca
Tiene Castro Urdiales un no sé qué, qué sé yo, que me atrae profundamente, liberando esa adrenalina de la psique, cuyos arquetipos, igual que una sinfonía de Beethoven, tienen la virtud de despertar de su letargo a esa desocupada burguesa, que en el fondo es la ensoñación. De ensoñaciones despertadas bruscamente por el beso de lo impredecible –y utilizo a conciencia el lenguaje de los pájaros, pues eso me libera del engorroso estado de gracia de aspirar a que se me entienda, detalle que me permite continuar siendo acreedor de mi propia independencia- recuerdo en particular aquélla ocasión, en la que paseando por un puerto que antaño había sido portazgo de conmilitones templarios y aduana de peregrinos que acudían a la Hispania libre de la morisma con el deseo de adorar los restos del Apóstol Prisciliano –que Unamuno era un pelmazo, pero eso no significa que tuviera un pelo de tonto en la barba- me encontré embarcado –supongo que de polizón, porque no me consta haber sacado billete algu