viernes, 15 de agosto de 2008

El Peregrino en el Norte: Primera Parte


Nostalgias de Asturias
La noche antes de partir, tuve un sueño. Soñé con el lobo que se me apareció en el monte, aquél inolvidable verano de 1979. Fue pasado el Alto de Las Cruces, llamado así porque en ese punto se bifurcan los caminos, y al hacerlo, forman una cruz más o menos perfecta, llevando el camino del centro hacia la pequeña aldea de Boronas; el de la derecha hacia la casa del Pinto, y el de la izquierda, perdiéndose en la montaña en dirección a La Artosa, sus nieblas, sus leyendas, y por supuesto, sus misterios.
Recuerdo que por las noches, cuando la aldea estaba en silencio y sólo se oía, de tanto en tanto, el tintineo del campanín de alguna vaca removiéndose inquieta en su lecho de paja en la cuadra, los aullidos que provenían de aquélla dirección, hacían que me removiera inquieto en la cama, tapándome con las sábanas hasta las orejas.
Aquél encuentro, fortuíto, me dejó poco menos que paralizado. Tan cerca estaba del lobo, que sólo hubiera bastado con estirar la mano, para poder tocarle. Pero no podía olvidar que era un lobo, un animal formidable, legendario, cuya fama de asesino -con el tiempo supe que inmerecida- estuvo a punto de hacer que me orinara en los pantalones.
También recuerdo que se trataba de un animal grande, de hocico blanco, surcado de pelos a modo de bigote, pelaje blanquigris y ojos de un color similar a ese añil con que a veces nos obsequia el cielo poco antes de anochecer, y que de alguna manera siempre me han recordado los colores utilizados por Nicolás Roerich en sus escenarios 'shambhálicos'.
El animal, como decía, permaneció totalmente quieto, durante un tiempo que a mi me pareció largo, infinito, escrutándome fijamente con sus ojos hechiceros, manteniendo sus cuatro patas bien plantadas entre la hierba y los helechos del monte. Después -supongo que decidió que no merecía la pena el esfuerzo de comerme- se giró lentamente, perdiéndose otra vez en la espesura.
Todavía con el susto en el cuerpo, yo también me di la media vuelta, desandando el camino -unos quinientos metros- que me separaba de la aldea. Curiosamente, mientras yo bajaba por el camino de Las Cruces, me enteré de que mi abuela Alejandra -mientras apañaba unas judías verdes en compañía de mi tía y de mi madre- comentaba como si tal cosa:
- Mirar, por ahí va 'María la del Pinto' (el nombre es ficticio por olvido del auténtico).
Como las oí comentar después a mi tía y a mi madre, aquél comentario de la abuela Alejandra las dejó sumamente perplejas. No era para menos: 'María la del Pinto', había fallecido varias horas antes, de madrugada.
Ahora bien, ¿podríamos explicar este tipo de cosas, sin echar mano de ciertas dotes de clarividencia con que a veces nos sorprendía la abuela Alejandra?. Yo, sinceramente, creo que no. Y es que al cabo de los años, continúo pensando en Asturias como en una tierra decididamente especial; una tierra envuelta en las brumas de la leyenda, donde es posible percibir una magia ancestral; una magia poderosa y natural, que puede ser aprehendida a poco que uno se deje envolver por el entorno prodigioso que hace de ella un auténtico paraíso natural.
Tómenselo a broma o no, yo todavía estoy convencido -al cabo de los años, en los que, sin duda también he adquirido algo de experiencia- de que detrás de ese color añil de los ojos de aquél lobo, era, en realidad, una xana quien me miraba. Una xana que se alejó de mi, porque mi miedo rompió el hechizo.
De madrugada, mientras abandonaba Madrid por la autovía de La Coruña, no dejaba de repetirme:
'El miedo de aquél niño antaño, se ha convertido hoy en la confianza de este hombre'.
De manera que marché hacia Asturias, aprovechando el Año Mariano en el que nos encontramos, embargado por la nostalgia y henchido de emociones...