domingo, 31 de mayo de 2009

Enclaves de Poder I

San Frutos de Duratón

Soy un lugar hermoso, pero agreste, que tiene un fuerte temperamento, razón por la cual durante siglos se han referido a mi como el desierto del Duratón. Hasta donde alcanza mi memoria, tengo recuerdos de haber sido lecho en un mar que hace millones de años fue caldo de cultivo para diferentes formas de vida. Dejé de serlo cuado mi madre, la Tierra, se convulsionó violentamente, alejándome del líquido amniótico que hasta entonces me envolvía.

Por mi forma, generalmente se me conoce como las Hoces del río Duratón, aunque durante siglos fuera para los hombres un lugar terrible e indeseable, como he dicho antes, calificándoseme como inhóspito.

Desde luego, buena parte de culpa de que tenga esta forma, la tiene, según las leyendas de los hombres, un santo varón llamado Frutos, de origen godo y noble cuna que, deseando encontrar a Dios en soledad, repartió su hacienda entre los pobres y buscó cobijo en mi cercanía. Por aquél entonces, dominaban España los sarracenos, como antes lo habían hecho los romanos y más allá en el tiempo, los celtas, si no tenemos en cuenta los numerosos pueblos que la visitaron en el pasado y que, en menor o mayor grado, dejaron también las huellas de su presencia, entre los que podríamos citar a griegos, fenicios, cartagineses... e incluso egipcios, si nos atenemos a los numerosos vocablos que aún hoy día conservan gran número de lugares, sobre todo en el Norte de la Península.

Pero como decía, cuentan las leyendas de los hombres, que un día un nutrido grupo de musulmanes llegó hasta aquí, persiguiendo a un grupo de cristianos que inmediatamente se pusieron bajo la protección del hombre al que consideraban santo. Este, provisto tan sólo de su cayado -como Moisés frente a las tropas del faraón, personaje del que he oído hablar, pero que realmente no conocí- les conminó a alejarse de allí. Naturalmente, los sarracenos hicieron caso omiso, burlándose de, en su opinión, tan presuntuoso defensor, al que, evidentemente, tomaron por loco. Cuando Frutos vio que las palabras no servían de nada y que los sarracenos se disponían a abalanzarse sobre las indefensas gentes, golpeó el suelo con el bastón, obrándose el milagro de una forma incomprensible, como espectacular: me desgajé, y aquéllos se precipitaron al abismo con sus monturas. A este acontecimiento, se le conoce como la Cuchillada.

Algún tiempo después de este episodio, ocurrió un segundo milagro, en el que San Frutos puso en evidencia la maldad de un pretendido sabio sarraceno, demostrándole que hasta un burro conocía la naturaleza sagrada de la hostia, lo que simbólicamente constituye el cuerpo de Cristo. A este episodio -que no deja de tener su lado simpático- se le conoce como la Eucaristía y el borriquillo.

Hechos tan milagrosos, habrían de significar lo especial del lugar -detalle que deseo recalcar, aún a riesgo de pecar de soberbia-, y en consecuencia, se procedió a levantar un priorato en las cercanías. Se trata de éste que véis en la actualidad, medio en ruinas, aunque no olvidado, y puedo aseguraros que entre sus muros, a poco que agudicéis la vista y el oído, gran cantidad de recuerdos y misterios os asaltarán, causándoos curiosidad y fascinación.

A diferencia de otros lugares similares, aún al cabo de los siglos, se conserva una losa con el nombre del Maestro Constructor o Magister Muri -Dom Michael- así como también, un hermoso capitel románico que lo representa con sus atributos simbólicos: el bastón, denotando su condición de maestro o iniciado en una mano y el libro abierto, símbolo inequívoco del conocimiento y de la sabiduría, en la otra.

Pero no son las únicas sorpresas que os podéis encontrar en la iglesia, aunque antes de pasar a mencionaros algunas otras, es bueno que sepáis que San Frutos es un santo muy venerado en la provincia -y también fuera de ella- porque, según la tradición, obró numerosos milagros en vida y también después de muerto.

Seguramente, el más conocido, sea aquél que se recuerda en la memoria de las gentes como el milagro de la Despeñada. Acaeció alrededor del año 1225, mucho tiempo después de la muerte de San Frutos y de sus hermanos, San Valentín y Santa Engracia, las ruinas de cuyas ermitas, aún se pueden contemplar en las cercanías, como pequeñas estrellas situadas en lugares estratégicos de las Hoces, pues ellos también siguieron su ejemplo y adoptaron idéntico tipo de vida eremítica.

Como sabéis, en aquéllos tiempos los matrimonios se concertaban, no tanto por amor como por conveniencia. Había nobles que apenas conservaban poco más que el orgullo y su escudo de armas, y también familias hidalgas -ajenas a la nobleza- venidas a menos. El mancebo, al parecer, pertenecía a ésta última clase y lejos de sentir amor, sólo ansiaba la heredad de la dama.

San Saturio

He vuelto a ver los álamos dorados, álamos del camino en la ribera del Duero, entre San Polo y San Saturio, tras las murallas viejas de Soria, barbacana hacia Aragón, en castellana tierra...

¡Ah, cuánto me han gustado siempre estos versos de mi poeta favorito!. ¡Con cuánta claridad recuerdo esos paseos en otoño!. El camino cubierto de hojas a merced del viento y don Antonio, siempre melancólico, que no triste, dejando atrás la Puerta de San Polo, abrigo abotonado, bufanda deshilachada al cuello, bastón en mano y sombrero calado sobre la frente...

¿S abíais que esa puerta, allá por los siglos XII-XIII, formaba parte de un antiguo monasterio?. Los freires milites del Temple me guardaban entonces con sumo celo. Defendían ésta parte de la ribera del Duero -los hospitalarios defendían la otra ribera desde el monasterio de San Juan, estando separadas ambas riberas por el Puente Viejo- en los tiempos de reinado del batallador soberano Alfonso VIII. He de recordaros que por aquél entonces, me llamaba ermita de San Miguel de la Peña, y bueno es también que sepáis que ya existía antes de la invasión árabe acaecida en el año 711, con el descalabro de las huestes de Don Rodrigo en la batalla del río Guadalete. En realidad, así continué llamándome durante muchos años, hasta que en el siglo XVI -y a raiz de lo que comentaré más adelante- me convertí en la ermita de San Saturio, cambiando mi primitivo aspecto eremítico por este otro, de planta octogonal -recordad siempre el carácter sagrado de los números- y estilo barroco -churrigueresco, si me permitis parafrasear a Gustavo Adolfo Bécquer-, que podéis ver ahora.

Imagino que os preguntaréis quién fue San Saturio. Es natural. Aunque siempre podéis acudir a las crónicas, si así os place, puedo deciros que, al igual que San Frutos -¿no os intriga la similitud existente entre la vida de ambos?- San Saturio era un noble de origen godo, que un buen día sintió en su corazón la llamada de Dios y repartiendo sus bienes entre los pobres, se retiró a estas cuevas que me sirven de cimientos. ¿Cuándo fue eso?. Se habla del año 589 después de Cristo. O al menos, se supone que fue a partir de esa fecha, cuando sintió profundamente la llamada de la espiritualidad, instalándose aquí hasta el fin de sus días.

Desde luego, no hay documentos de esa época que lo avalen, pero sí existen referencias de épocas posteriores que lo sugieren. Posiblemente, la más interesante de todas sea esa mención en las Actas del Concejo de la Ciudad -fechada en 1542- donde se habla de un cuerpo santo que dicen de San Saturio...No sería descabellado, supongo, si afirmo que a partir de aquí comienza mi historia moderna.

Os recuerdo que estoy abierta todos los días del año, y que podéis visitarme entrando a través de la cueva, de abajo a arriba -tened presente siempre la famosa frase de Hermes Trismegisto-, realizando un viaje que seguro os resultará de lo más emotivo e interesante. Permitidme, sin más preámbulos, que os vaya presentando mis interioridades y secretos sobre la marcha. Acompañadme, entonces, hasta la primera sala, esa que tiene la forma cuadrangular, como un tablero de ajedrez. Es el Cabildo de los Heros. Se la denomina así, porque allí solían dirimir sus asuntos y diferencias los labradores de la Hermandad de los Heros, aunque algunos ven en ella la antigua influencia de los monjes-guerreros del Temple, que la utilizaban como sala capitular para dirimir también sus cuestiones y celebrar sus ceremonias, cualesquiera que fueran éstas.

La preside un busto del Santo. No es de plata maciza, como el original, pues éste fue robado por los franceses durante la Guerra de la Independencia, sino una reproducción posterior.

Para los que me visitéis por primera vez, puedo pareceros tétrico; pero en realidad, quisiera que pensárais en mi como en un lugar acogedor, donde los claroscuros y el silencio -a veces quebrantado por el viento que se cuela a través de las cuevas y el sonido de las aguas del Duero corriente abajo- facilitan la meditación y enriquecen el culto.

Como veréis, desde el Cabildo de los Heros, parten unos escalones labrados en la roca, que se comunican con los pisos superiores. Fueron realizados en 1748 por el maestro cantero José de Oñaederra -existen múltiples referencia acerca de su trabajo en la provincia, como la ermita de la Blanca en Suellacabras, o los puentes de Villasayas y Osma-, vecino de la localidad de Azpeitia, en Guipúzcoa. Desembocan en otra cueva, en la que seguro que os detendréis algún tiempo, observando los detalles con atención, pues en ella se encuentra el altar que el propio San Saturio levantó en honor de San Miguel -por el que sentía una especial devoción, al igual que los templarios- y de hecho, también su tumba.

Pero antes, y a mitad de camino, contemplaréis a vuestra derecha, una imagen mariana, con corona y totalmente cubierta por un manto blanco. Se trata de Santa Ana, y posiblemente la talla provenga de la ermita de igual nombre que estaba situada más arriba y de la que no queda rastro alguno hoy en día. Es muy posible que el color oscuro de su cara os llame poderosamente la atención, aunque, si preguntáis, seguramente os dirán que es a consecuencia de los daños sufridos en un incendio. Ahora bien, independientemente de que tenga o no atributos de virgen negra, se la asocia con una hermosa tradición, según la cual, las mocitas en edad casadera pueden tener la seguridad de que encontrarán un buen novio, si al pasar la mano por su manto, se le clavan tres alfileres. Yo, ni quito ni pongo; pero si tienen fama de perdurables los amores que se producen durante las fiestas de San Juan -que ya se encargan las coplillas populares de airearlo a los cuatro vientos- no veo por qué estos habrían de quedarse atrás.

El altar, situado a la izquierda, es pequeño, de sólida piedra, y está desprovisto de cualquier adorno, a excepción de una imagen -pequeña, también, aunque moderna- del arcángel en su eterna pelea con el Diablo. A la derecha, y aprovechando una abertura natural en la roca, os daréis cuenta, por la losa original que aún lo cubre, del lugar donde se hallaban los restos del santo. La losa es sencilla.

El Moncayo

Marcial, poeta latino del siglo I, se refería a mi como Senemque Caium nivibus. En efecto, soy el Moncayo, encanecido por sus nieves, tal y como me describiera el poeta. Soy un monte viejo; tan viejo, que mi memoria se pierde en la noche de los tiempos. Tal vez por eso, desde siempre se me ha considerado un lugar misterioso y mágico. Y posiblemente lo sea, a los ojos de los hombres. ¿Cómo, si no, explicar tantas y tantas leyendas que sobre mi se han escrito?. ¡Ah, los hombres! ¡Volubles como chiquillos! Antiguamente me respetaban; hoy tan sólo me ven como un atractivo turístico más, dejando su inmundicia sobre mis laderas.

También se me conoce como la montaña de San Miguel -honor que se me hace al llamarme con el nombre del gran paladín de los cielos- y pertenezco al Sistema Ibérico. Estoy situado al pie de Navarra, entre las provincias de Zaragoza y Soria; es decir, hago frontera natural con Castilla y Aragón.

Desde el año 1978, mi monte está declarado como Parque Natural de la Dehesa del Moncayo.