La Maragatería. Y su capital, la Asturica Augusta romana: la moderna
Astorga, siempre fiel al espíritu del Camino. De detrás de sus murallas,
levantadas por la Legio X Gémina, aquélla
que participara en las cruentas guerras cántabras, partió Santo Toribio, que
fue su obispo, hacia las cumbres misteriosas del sagrado Monsacro asturiano
para depositar el arca con las reliquias que había traído de Jerusalén, hoy día
custodiadas en la Cámara Santa de la catedral de Oviedo, evitando que cayeran
en manos agarenas. Es, pues, parte del ancestral espíritu de cientos, miles de
años de Historia el que se deja sentir por una ciudad que, aunque rendida a las
inevitables circunstancias del barbarismo
moderno, todavía mantiene el florido sabor de las tradiciones. El peregrino lo
sabe, y tal vez por ser consciente de ello, siente una emoción muy particular
cuando recorre la Avenida de Ponferrada –puerta del Bierzo y corazón templario
de León-, en dirección al casco antiguo, donde se levantan dos auténticas joyas
del Camino, que ha venido exprofeso a visitar: la Catedral y el Palacio
Episcopal, ésta última obra sublime del inimitable Maestro Antoni Gaudí que,
reconvertido en Museo de los Caminos,
bien que se nutre de ellos, para solaz de viajeros y peregrinos. Apenas faltan
unos días para que el bifaz Jano deje
abierta de par en par la puerta de la
Jauna Coeli, aquélla que, por San Juan, libera toda la magia del solsticio
de verano, y quizás motivado por ello, en el aire le parezca sentir efluvios
con sabor a madera de roble sacrificada en las hogueras.
Hace calor, y si el sofoco no
causa mella dejando perlas de salitre en la frente del peregrino, quizás se
deba, así mismo, a la caricia salvaje de ese viento que levanta toldos y
banderolas españolas, antes de retornar mohíno a su encierro en las mágicas
cumbres del Teleno. El Teleno, el monte sagrado por excelencia, que todo leonés
lleva en su corazón y hacia el que mira siempre sin importar lo cerca o lejos
que se encuentre. Pronto, en su camino, el peregrino divisa, tras la custodia
inmutable de unas murallas que son gemelas de las de la vecina ciudad de Lugo,
unas estructuras de fantasía que elevan torres y agujas hacia la inmensidad del
infinito. En su mente, finita y prisionera, no obstante, de los límites de las
tres dimensiones, la comparación, recurso pobre pero inevitable, al fin y al
cabo, hace que piense en ellas como en auténticos árboles de la vida que,
simbólicamente hablando, conectan la tierra con el cielo. Curiosa, cuando menos
como la misma Astorga, la hercúlea figura del maragato –que en tiempos sufrió
el mal del rechazo, como el agote navarro o el vaqueiro de alzada asturiano-,
corona una de las torres de la catedral, semejando un sobrenatural San Miguel
que le indica al peregrino la dirección hacia el Oeste: aquélla que,
indivisiblemente, han de seguir sus pasos hacia el Campus Stellae y aún más allá, todavía, hacia el imaginario Jardín de la Oca, que impera sobre ese
extraordinario y simbólico lugar, también, donde reposa eternamente el espíritu
de los antepasados, que es Occidente y su Finis
Terrae. Como decía Antonio Machado: Caminante
no hay camino, sino estelas en la mar.
Frente a la fachada occidental,
obra de los arquitectos Francisco y Manuel de la Lastra, padre e hijo,
respectivamente, el peregrino no puede evitar un intenso estremecimiento ante
la idea de que está a punto de comenzar un pequeño viaje en el tiempo. Se
asegura que aquí, donde se levanta este imponente bosque de piedra, hubo antes
una iglesia prerrománica, tal vez visigoda, y otra románica, de la que al
parecer se conserva, como testimonio, el año de su consagración: 1069. La
catedral, aunque tardía, aplica, no obstante, esos milenarios conceptos con los
que Bernardo de Claraval definía a Dios: ‘altura
y anchura y profundidad y amplitud’. En su construcción, desde los
comienzos de los trabajos, pocos años antes de la definitiva toma de Granada
por los Reyes Católicos, hasta su finalización en el siglo XVIII, varios son
los estilos artísticos que la definen; pero independientemente de ello, el
peregrino tiene la certeza –como va comprobando a medida que profundiza en su
visita-, de que los antiguos misterios están presentes. Posiblemente, uno de
los más relevantes se localice en el cuerpo central de ésta magnífica portada
occidental, frente a la que está detenido, y en el tema que trata: el
descendimiento. Una obra sobresaliente en detalles, entre los que destacan el
curioso recipiente que sostiene en sus manos, aparentemente, la de Magdala.
Pero observando a la ingente multitud que se agolpa al pie de la cruz, al
peregrino, recordando las posteriores historias del Grial, le viene a la mente
la pregunta del millón: ¿José de Arimatea o Nicodemo?. Singular, así mismo, le parece la escena, en uno de los laterales, de la curación del ciego de Betsaida. No tendría, quizás, esa singularidad, si no fuera por el detalle de que el ciego, arrodillado ante Cristo, mantiene sujeto por una cordel a un perro. ¿Un precedente de San Roque -se pregunta el peregrino-, el santo más caminero, cuya presencia no es difícil encontrar en cualquier iglesia; una alusión a las hermandades canteriles o, por el contrario, una referencia a los perros de Roma, como así denominaban a la Iglesia algunos colectivos considerados heréticos, como los cátaros?.
Pero las sorpresas, como puede constatar el peregrino, continúan de puertas para adentro. Renacentistas o barrocos, todos los antiguos paradigmas están presentes en algunos de los arcosolios de unas capillas cuyas verjas, niegan el acceso: el hombre verde, el perro, el león apenas a unos centímetros del agnus dei, el racimo de uvas, símbolo representativo de esas antiguas deidades como Dionisos o Baco-Soter (Salvador), cuyas vidas tienen tanto paralelismo con la del propio Cristo. Su Retablo Mayor, obra del escultor Gaspar Becerra, considerado en algunas fuentes como la obra cumbre del romanismo español que, sin embargo, parece una pequeña calcomanía en comparación con la inconmensurable belleza de unas bóvedas estrelladas, que rozan la perfección.
Aunque la parte gótica se atribuye a Gil de Hontañón, observando las bóvedas estrelladas, el peregrino no puede evitar preguntarse si quizás fueran obra y no simple vinculación, de los arquitectos Juan y Simón de Colonia, cuya catedral alberga las supuestas reliquias de los Reyes Magos, y mirando, se congratula de que los efectos del terrible terremoto de Lisboa, de 1755, fueran mejor reparados que en otras obras cumbre del Camino, como la no excesivamente lejana iglesia de Santa María la Blanca, en Villalcázar de Sirga, provincia de Palencia.
Un hermoso juego de luz y sombras que se filtra por las vidrieras -lejos están, desde luego, de las originales que todavía luce la catedral de León-, despiden al peregrino, que no puede evitar, al salir, volver la mirada hacia el trascoro para echar un postrer vistazo a dos figuras que, no obstante impertérritas, parecen tener personalidad propia: Santo Toribio de Astorga y aquélla imagen mariana, por debajo, que todo el mundo conoce como La Milagrosa. Y de esto tratará la segunda parte de su visita: de Nuestras Señoras de León.
Publicado en Steemit, el día 6 de junio de 2018: https://steemit.com/art/@juancar347/la-catedral-de-astorga