lunes, 24 de noviembre de 2014

Astorga: el Arte del Museo de los Caminos


El peregrino está impresionado por la magnificencia del edificio en el que se encuentra, así como por las destacadas piezas que alberga. Parado frente a la imagen de un Cristo, sacrificado –o convertido en voluntario cordero de Dios, comparativamente hablando- una vez aceptado el Cáliz Amargo ofrecido por el ángel en el Huerto de los Olivos. Es una talla anónima, del siglo XIII –una, no obstante, de las varias que hay-, aunque al parecer, procedente de Lagunas de Somoza. La cruz, de las denominadas de gajos, con probable forma de Tau, sobre la que permanece crucificado, así como la factura y algunos otros detalles -como el rostro, la sangre desparramándose por el antebrazo en forma de ramas o alegóricos árboles de la vida, el plexo solar remarcado en forma de cruz, la posición de los pies e incluso el fajín, independientemente del color- le resultan interesantemente familiares. Ha visto numerosos Cristos similares y recuerda, no sin interés, que detrás de algunos de ellos, se extiende la leyenda, cuando no una persistente tradición, de que fueron  o pertenecieron a los templarios. No sabe nada de éste, es cierto, pero sí sabe, no obstante, que aquéllos mantuvieron una estrecha relación con el Reino de León y no puede evitar preguntarse cuántas, de todas estas maravillas que le rodean –incluida una excelente colección de cruces procesionales-, y que de alguna manera se podría decir que completan una segunda y monumental colección de Arte Sacro en este impresionante Palacio de Gaudí, no provendrían de sus fortalezas, iglesias, granjas y demás posesiones. No muy lejos de él, en una pequeña sala, que alberga, sin embargo, otro gran tesoro mariano complementario del que se custodia en la cercana catedral, la visión de algunas imágenes no puede, si no, inducir en su mente el espíritu cabalístico de la suposición. Sobre todo, cuando una de ellas en particular, anónima, por supuesto, del siglo XIII también y procedente de Villameca, le atrae con un particular magnetismo en vista de su diseño y de su curiosa advocación: Virgen de las Nieves.

Observa, además, el peregrino, que se trata de una imagen curiosa; una imagen que, a pesar de ser, probablemente, de los siglos XII o XIII, no sólo ha perdido el sedentarismo o el trono isíaco típico de este tipo de imágenes marianas por antonomasia que entraron en Occidente a través de la puerta bizantina, sino que, además, tiene un detalle muy notable que, unido a su curiosa advocación, sugiere relevantes aunque hipotéticas interpretaciones: es completamente ajena a la figura del Niño. Sus manos están entrelazadas formando un hueco circular, que sugiere, no obstante, que la imagen puede estar incompleta y que en ese hueco pudo haber tenido un objeto muy singular, característica de la figura de la Gran Diosa Madre, como es la bola. Así mismo, considera el peregrino, que de las Nieves, es una advocación que le recuerda no sólo a la figura de la Gran Madre u otras deidades locales derivadas de ella, sino también, ciertas ermitas aisladas y solitarias que se localizan en puntos muy determinados y tradicionales, no ajenas a la cercanía de robledales cuyas ramas alojan ese parásito sagrado que los antiguos druidas cortaban con hoces de oro para hacer sus fantásticas pócimas, las cuales inducían, entre otros efectos, también visiones divinas, sustituyendo la ingestión de ciertas setas, como la amanita muscaria, precisamente conocida como el alimento de los dioses: el muérdago. Al menos, recuerda con particular nostalgia, uno de tales lugares, que se localizaría en la Sierra de la Demanda burgalesa, en un pueblo llamado Barbadillo del Pez, próximo a otro Barbadillo más relevante, el del Mercado, donde todavía se recuerda la figura de Doña Lambra, famosa en su papel de madrastra y ejecutora del triste destino de los legendarios Siete Infantes de Lara. Y recuerda, así mismo, atando cabos, que uno de sus descendientes, otro Lara, de nombre Ginés -¿djinn, jina?- fue el último templario del monasterio soriano de San Polo, si hemos de creer -y el peregrino, no ve por qué no- lo que cuenta el gran teósofo español, Mario Roso de Luna.



Tal vez tratadas con más decoro que en la catedral, si bien el resto de imágenes marianas son anónimas, salvo alguna excepción, no deja de ser un consuelo, en opinión del peregrino, que en casi todas se haya conservado, cuando menos, la procedencia, detalle por el que en su mente se desarrolla la idea de imitar el catálogo que Ambrosio de Morales realizó por encargo del rey Felipe II, quien, como se sabe, hizo del Escorial el mayor relicario del mundo, tal vez, como así afirman algunas fuentes, para contrarrestar los efectos de ese supuesto pozo o boca del infierno, sobre el que se encuentra ubicado.
Moderna, aunque no obstante hermosa -negra o no, hijas de Jerusalén- en su faceta de madre y reina, el peregrino contempla, así mismo, la impresionante talla realizada por Enrique Marín e Higuero, que responde, como no podía ser de otra manera, al popular nombre de Virgen de la Sede. Y nunca mejor dicho, puesto que se trata de una lograda Sede Sapientiae, que observa al visitante con ese conmiserativo hieratismo propio, como pensaba al principio, de las reinas-madres de otro mundo.
Completan la colección, algunas tablas de pintura gótica, entre las que destaca, anónima y del siglo XV, la vida y muerte de San Martín de Tours, el de la capa, como suelen conocerle en algunos pueblos.