domingo, 13 de noviembre de 2011

Otoño soriano







'No somos lo que la gente deseaba que fuésemos. Somos lo que decidimos ser' (1).

Sólo es una Fantasía. Porque, lectores y caminantes, en el fondo, todos somos Sanchos y Quijotes y ancho, desde luego, es el Camino, donde quizás algún día nos encontremos...

Mi querido Señor Don Quijote:

Tiempo ha que nos separamos y como véis, aún continúo vagando por esos caminos de Dios. Lo hago como siempre: a lomos de burra vieja. Voy en busca de mi ínsula, ¿recordáis?, aquélla que vos me prometisteis y que vuestros enemigos no permitieron que cumplierais con vuestra palabra de hidalgo y caballero. Como sabéis, pues bien me conocéis, nunca he sido muy hábil a la hora de escribir, de manera que proseguiré la presente misiva con una pregunta: ¿soy yo quien persigue al otoño, o es el otoño el que me persigue a mí?. Lo sé, lo sé, mi buen caballero: soy cristiano viejo y holgazán por naturaleza, incapaz de perseguir algo que no esté destinado a saciar mi pantagruélica fame. Sí, sí, ya sé también que soy testarudo y soñador y que en mi mente servil, cuando no banal, rebullen sueños que han de pagar siempre el diezmo de la decepción. Y no obstante, ¡qué gran verdad, mi señor!, que después de todo el hombre, cuando se lo propone, hace camino al andar.
Pero dejadme que os explique, antes de que el ocaso extienda el luto sobre la tierra y los campos se vean privados de ese rompimiento de gloria precedente a un sol que, después de tirar la piedra, esconde siempre la mano. Veréis, una vez que os recluyeron, andaba yo buscando mi ínsula por esos mundos de Dios, como os decía y no me arrogo ningún mérito en repetirlo, cuando de pronto Maese Otoño me sorprendió en una tierra extraña. No hacía mucho que mi burra y yo habíamos dejado atrás la villa segoviana de Ayllón que, como ya sabéis, aún conserva buena parte de su ancestral aspecto medieval. Iba yo cavilando en mil y una cuestiones sin trascendencia; pero no, no quiero engañaros, pues bien me conocéis y sería una fatal calumnia pretender haceros creer que soy capaz de manejar en mi cabeza más asuntos que aquellos que se pueden contar con los dedos de una mano. Creedme, pues, entonces, si os digo que iba pensando en varias cosas. Cosas sin trascendencia, repito, y mucho menos de importancia; en definitiva, de esas que, en base a su necedad hacen aún más simple al que ya la simpleza se le alojó en la base del cráneo como una chinche desde el mismo momento en el que sus ojos se abrieron al mundo por primera vez. De haber estado más atento, me hubiera percatado del intenso color amarillento de las hojas de los álamos que, ora en la infinitud de los valles ora en la solitaria cima de una colina mellada, disimulaban en parte el extremoduro de una tierra desolada en derredor. Extremoduro digo, sí, el que por mérito propio hace de Soria la cabeza pura de Extremadura. O, si lo preferís, la Extremadura castellana.




En llegando a San Esteban de Gormaz, ya sabéis, la antigua Castromoros, sorprendíme con una explosión de luz que, cual aura de beato o manto de santa -que tanto a unos como a otras veneran en ésta arcaica Celtiberia-, desplegábase de la hojarasca de las filas de arbolillos aledaños a la pequeña ermita de San Roque. Curiosa ermita, a fe mía, que desprende ciertos humores a culto antiguo, druídico y recuerda a misteriosos caminantes. Sabed, mi buen señor, que aún existe el viejo puente medieval, cuyas herméticas raíces se mantienen firmes al paso, Dios mediante sosegado, de un Pater Duero, siglos ha cansado de ser frontera de cristianos y morisma. Halléme después algunas leguas más alla, en un pueblo llamado Abejar, en el que, curiosamente, no vi colmena alguna ni artilugio remotamente parecido que tuviera que ver con el antiguo arte de la recolección de la miel. Allí pernocté, en posada de variado yantar y rico vino, de ese que denominan de la Ribera del Duero; vino que se escurre como un canto de cisne por la garganta, calienta el estómago con hogueras sanjuaneras y anima a la compra de los despojos del toro en los sábados Agés. A tiro de piedra y escoltado por una niebla matinal que más bien antojóseme la mortaja etérea que envuelve lo que allá por las Asturias llaman la Huestia (2), encaminéme hacia Vinuesa; o como la llaman por aquellos mundos, la villa y corte de pinares. Habíanme hablado de un lugar especial y mágico, situado en los Picos de Urbión, donde el lobo aúlla en las noches de luna llena y donde hay una maravillosa laguna, a la que llaman Negra -como esas vírgenes morenicas, tostadas por el sol- en la que mora una doncella encantada. Recordóme esto vuestro inquieto afán en desfacer entuertos y liberar doncellas, y aún lejos de pretender emularos, mi señor, decidí facer camino y aventuréme hacia el lugar. Mundo encantado, vive Dios, donde los haya. Maese Otoño se me había adelantado otra vez, y en medio de la inmensidad de los bosques, tupidos en algunas zonas como el misterio de una deidad pagana, había insuflado su aliento sobre árboles de hoja caduca, el color de las hojas de cuyas ramas variaba desde el rojo sanguino -similar a aquél otro que adquiere el sol en el ocaso- hasta el más puro y brillante de los amarillos. Si tuviera que hacer una comparación, yo diría, mi buen caballero, que Maese Otoño es, sin duda, un auténtico Magister en el noble arte de la Alquimia. Descansa la Laguna en una profunda depresión, a la vera de una formación rocosa, de la que vos pensaríais -y yo así lo creería- en el cuerpo hechizado de un gigante dormido. No hallé rastro alguno de la doncella encantada, y tampoco logro comprender por qué la llaman Negra las gentes del país, pues las aguas desta laguna están fechas con el mismo tejido que alimenta al más pulido de los cristales: el de los sueños.




Un gigante hallé, no obstante, en mi camino. Sucedió una jornada después y muchas leguas más allá, en un pueblo que se llama Rejas de San Esteban.


[continúa]


(1) Paulo Coelho: 'El Aleph'.


(2) El equivalente asturiano a la Santa Compaña gallega.