‘Hay determinadas
ciudades, lo mismo en España que fuera de ella, que no se incluyen en el
itinerario acostumbrado de los viajeros y que permanecen desconocidas para gran
número de ellos, a pesar de los tesoros que encierran…’. (1)
Tales eran las impresiones de
Gustavo Doré -famoso por sus monumentales grabados, sobre todo, aquéllos
dedicados a la Divina Comedia de Dante Alighieri-, y del barón Davillier
cuando, durante el transcurso de su intenso viaje por España, llegaron a esta
espléndida ciudad palentina de Carrión de los Condes. Impresiones que, en
cierto modo, continúan conservando su vigencia en la actualidad, pues a pesar
de ser, en un concepto general, un auténtico Museo Histórico, la vieja Carrión
continúa siendo, además, y en cierto
modo, la Bella olvidada. Cierto es, así mismo, que ha perdido buena parte de su
patrimonio histórico; un patrimonio que, de haberse conservado no intacto, lo
cual resultaría ciertamente milagroso, pero sí mejor y con más cariño, hubiera
hecho de ella una auténtica villa dotada de ese inconfundible sabor a Medievo
que hace que otras ciudades como Calatañazor, Frías o Covarrubias sean miel para los instintos oseznos del
curioso y musa para los nostálgicos que llevan grabada en el alma la consigna
de que cualquier tiempo pasado fue mejor.
Ahora bien, de lo que no cabe
duda, es de que el buscador de lo insólito encontrará aquí –en ésta tierra
de Pan y Vino, como diría mi buen amigo Syr Malvís-, los suficientes
elementos, cuando menos curiosos, para pensar que, por alguna oculta razón,
hubo un tiempo en el que por estas tierras y bajo el disfraz de una piadosa
inocencia popular, se desarrolló un generoso caldo tradicional con ingredientes
multiculturales, añejos y macerados en siglos de convivencias y luchas, pero con
un inconfundible olor a heterodoxia que, después de todo, no consiguieron
erradicar esos sabuesos de Dios, que azuzados por Domingo de Guzmán, tanto y
tan bien sirvieron a cristianísimos reyes, orbe et orbi, como Felipe II.
Referente a éste último y a su conocida afición por las reliquias, miedo me da
acudir a ese otro Viage por España que en su nombre realizó Ambrosio de
Morales y comparar su relación con estos otros elementos de Arte Sacro que
satisfacen los espacios silenciosos de la nave de esta malherida iglesia de
Santiago que, quizás en un pasado remoto,
si hemos de compartir la indemostrable aseveración de Madoz –al menos, en lo
que a documentos se refiere-, pudo haber conservado los ecos entusiastas del Non
nobis Domine de los caballeros templarios.
Lo que sí conserva, ajenos a ese inalterable orden cronológico de las agujas del reloj que marcan el avance inexorable del tiempo, es una pequeña pero admirable colección de objetos, algunos de los cuales, por sus características, llama poderosamente la atención. Junto a ellos, y consignados en una pequeña placa, algunos nombres sugieren un top ten artístico marcado a la sombra del genio y la escuela del Maestro; pero en su gran mayoría, es el anonimato, bendito, genio, frívolo y culpable del suspense, quien en el fondo brilla por su continuidad y nos recuerda, otra vez, esas insalvables lagunas históricas en las que vivimos. Tallas, cuadros y trípticos que invitan a reflexionar y a la vez nos introducen en ese mundo anímico, cada vez más desconcertante con el paso de los generaciones -considérese como choque generacional o mundos en colisión, como diría Inmanuel Velikovsky-, pero que durante épocas constituyó la fe y la práctica de nuestros mayores, residuos culturales que también ellos heredaron de una época anterior. Lejos quedan, en esta sociedad actual saciada con el Santo Grial de los supermercados y la informática, esas Sacas de Ánimas, que piadosamente abrían las celdas del Purgatorio, liberando almas en determinadas fechas señaladas del año. O ese Niño ángeles somos, que los monaguillos sacaban en procesión por Pascua, pidiendo el aguinaldo a los vecinos. Y es curioso, porque aunque la gente continúa acudiendo devotamente a las iglesias, pues teóricamente España continúa siendo un país católico y practicante, pocos son ya los fieles capaces de enumerar, uno por uno, los siete misterios de la Virgen, constituidos, a la vez, por las siete alegrías y los siete dolores que, sin embargo, colman buena parte de las representaciones artísticas que a lo largos de las edades y de los estilos, continúan aportándonos mensajes subliminales desde los inconmensurables retablos de nuestros templos históricos, haciéndonos recordar, a través de la magia visual, esos capítulos de la vida y muerte que unen los destinos de Jesús y de María, y que constituyen todo un mundo de simbolismo añadido, manejado con mayor o menor pericia e intención por cada artista en particular.
Tal vez por eso, no deje de ser
una cuestión interesante preguntarse, viendo, por ejemplo, la representación
gótica de San Antón, atribuida a la escuela de Alejo de Vahía, por qué,
alejándose de la norma, o cuando menos de lo habitual, el cerdito acompañante
lleva otro animal en la boca, semejando la hogaza de pan que suele llevar
siempre, también en su boca, el perro -¿o lobo amaestrado?-, que acompaña a ese
santo caminero, presente poco menos que en todas las iglesias y ermitas del
país, que es San Roque; o San Roca; o incluso yendo más allá, rizando el rizo,
ese símbolo roque o torre del ajedrez –cuya santa portadora, suele ser
generalmente Santa Bárbara, a la que imploramos cuando llega la tormenta-, que adoptaron como seña ciertas
misteriosas hermandades de canteros y que nos lo encontramos en lugares muy
específicos, que sobresalen no tanto, quizás, por el misterio implícito a sus orígenes, como por sus peculiaridades
en sí, siendo uno de tales lugares, Santa María de Eunate.
Pero si esto suscita hipotéticos
interrogantes, ¿qué no pensar, después de ver el Cristo renano crucificado en
una cruz con forma de pata de oca de la iglesia de Santa María del Camino, del
significado subyacente en este otro Santo Cristo de la Cepa y la Salud
que, salido de la imaginería del taller de Isidro de Villoldo, discípulo nada
menos que del genial Alonso Berruguete, muestra a Cristo crucificado en un
auténtico árbol?. ¿Por qué en el retablo del siglo XVI que está al lado,
atribuido a Fernando Infante y procedente de la ermita de San Juan de Cestillos
–situada a dos kilómetros de Carrión, de donde también procede otra enigmática
talla del siglo XIV, denominada San Juan Verde, por estar pintada con
este color no sólo asociado con las velas que se encendían en honor de las
Vírgenes Negras, sino también con la Serpiente de la Sabiduría que generalmente
sale del cáliz o grial que suele llevar éste en su mano-, se evidencia también
la presencia del árbol, que le sirve de apoyo a un San Juan Bautista cuyos
símbolos, el cordero o Agnus Dei y el Libro Sagrado, descansan también sobre
una rama?. ¿Qué decir aquí de la presencia de dos santos gemelos muy poco
conocidos, como son San Crispín y San Crispiniano?.
En fin, suficientes elementos y detalles como para pensar que, sean cuales sean las orientaciones de nuestro pensamiento o de nuestras impresiones, siempre queda la certeza -y este aserto, posiblemente lo conozca muy bien el peregrino-, de que en este tramo del Camino, sabe que se adentra en una tierra de Pan y Vino, sí, pero también en una tierra de misterios; en un tramo multipolivalente de ese mágico Tablero de la Oca; de templarios guardianes de Tradición y peregrinos; de infinidades góticas; de antigüedad -nombre que ya lleva uno de sus pueblos-, de Historia y sobre todo, de Arte y Filosofía.
(1) Gustavo Doré / Barón Ch. Davillier: 'Viaje por España', Ediciones Grech, S.A., 1988, Libro II, capítulo XXXIII, página 323.