domingo, 19 de febrero de 2012

Compludo, un hito medieval en lo más profundo del Valle del Silencio

'- Ya no consigo evolucionar -digo, cayendo siempre en la trampa de hablar en primer lugar-. Creo que he llegado a mi límite.

- Qué interesante. Yo siempre he intentado descubrir mis límites y hasta ahora no he podido llegar hasta allí. Pero mi universo no colabora mucho, sigue creciendo y no me ayuda a conocerlo totalmente...' (1).



El Silencio es como una partitura en blanco que hay que ir escribiendo, concienzudamente, con la música del Espíritu. Nada resulta más certero para el afortunado caminante que, sin importar el medio elegido para su desplazamiento, afronta con expectación ésta difícil y dura décima etapa descrita por Aymerich Pycaud en su Codex Calistinus. Etapa que, a grosso modo, y sin meterse en esas profundidades donde habita una de las más auténticas Anima Bergidum, como es Compludo, se describe como el trayecto que va de Rabanal del Camino -pueblo fundado por los templarios, Magister Alkaest dixit- a Villafranca (del Bierzo), en la desembocadura del río Valcarce, pasado el puerto del monte Irago.

El desvío hacia Compludo se alcanza en las proximidades de esos 1145 metros de altitud sobre los que asienta sus reales hospitalarios el ancestral pueblito de El Acebo, una vez dejados atrás sus limitadas lindes urbanas, así como la mítica fuente del Druida, conocida por todos los peregrinos que se dirigen hacia Ponferrada y que allí, quizá por conmiserativo disimulo, llaman de la Trucha. O de la Truite, on parle français. La travesía, broken golden silence, roto ese silencio que es oro por el ladrido ocasional de algún perrillo faldero, continúa en tono decreciente, configurando complicados innuendos a medida que el camino se convierte, comparativamente hablando, en ese non plus ultra en el que tanto temían caer los supersticiosos marinos medievales, porque pensaban que en él se acababa el mundo conocido.

De igual manera, para el viajero que se adentra por primera vez en las complejidades de un lugar como Compludo y su entorno, la sensación no es diferente. Quizá se acentúe más aún, si cabe, con ese silencio atípico, apenas roto por el susurro de las aguas de los arroyos Miera y Miruelos, en su melancólico transcurrir, hasta fundirse, aproximadamente medio kilómetro más allá, en el lugar donde se ubica esa impresionante reliquia medieval, que es su herrería. Y no obstante, para llegar a ella, se hace necesario adentrarse a pecho descubierto en esa parte original, mitológica y autóctona, que es el bosque que la circunda.
Apenas el discurrir del arroyo es un susurro temeroso, una nana dulce que adormece a unos árboles viejísimos, cuyas raíces se aferran a una tierra milenaria, con sabor propio. No hay carteles a la vista, como en otros lugares, pero inmediatamente se sabe que este bosque es puro Bierzo. Un bosque encantado, donde es difícil no tener sensaciones de ambigüa complejidad. Se ven, y de alguna manera, se presiente que ellos también te ven a tí; que te observan con interés, desde el silencio de unos troncos que se retuercen de sabia vejez; unos troncos cubiertos de una curiosa barba verde, que les confiere el aspecto inocente y a la vez salvaje que los canteros medievales representaban con harta frecuencia en los capiteles de las iglesias. Hay una ausencia de aves, no obstante, que no deja de ser desconcertante. Antes de llegar a la herrería, es difícil no percatarse de ello y preguntarse si el calentón de San Genadio continúa siendo una especie de barrera infranqueable que no se les permite traspasar. El Silencio es Oro, desde luego, pero se echan de menos esos trinos armónicos que, después de todo, otorgan la felicidad y la vitalidad a un bosque.





La herrería es un edificio extraño, macizo e imponente, que derrocha esa gallarda fuerza eterna que le confiere la piedra. La noche ha sido gélida, y su aliento, astral como el abrazo de la Dama de la Guadaña, no sólo se advierte en la capa de escarcha que tapona cual masilla los poros de la tierra, sino también en los impresionantes carámbanos que, cual longevas barbas, se balancean de unos arcos de medio punto, a través de los cuales se advierten los engranajes de su fragua medieval. Hay también una pequeña cascada, la blancura lechosa de cuyas aguas semejan litros de leche vaciándose de un cántaro volcado.


De vuelta al camino, es difícil no verse acompañado por la relevante sensación de haber estado en un lugar único. Quizás por eso, ese humo feliz que se escapa por los chimeneas de unos hogares que comienzan a despertar, o esos primeros rayos del sol iluminando los piramidones más altos de los montes, o esa placa que recuerda a San Fructuoso y el lugar donde decidió fundar su monasterio a instancias del rey Chindasvinto y esposa dejen, en el fondo, de tener un interés sustancial. En lo más profundo del Valle del Silencio, aún late un corazón tan viejo como el mundo. Un corazón sagrado llamado Bosque. En definitiva: Gaia impera.




(1) Paulo Coelho: 'Aleph', Editorial Planeta, S.A., 1ª edición, septiembre de 2011, página 16.