lunes, 24 de octubre de 2011

Ruteando por Burgos con el Magister



'La tarde era cálida, deliciosa: inusitadamente cálida para la época del año. La suave fragancia del incienso, elevándose dulcemente en la atmósfera quieta, llenaba nuestro espíritu de calma. Envuelto en una gloriosa aureola, el sol se ocultaba en la lejanía, tras las altas cimas del Himalaya, dejando teñidos de púrpura, como un presagio de sangre que salpicaria el Tíbet en los años futuros, los picachos llenos de nieve...'.

[T. Lobsang Rampa (1)]


A veces cierro los ojos y miro atrás. Aunque parezca mentira, aún conservo una vela incandescente en el ataúd de la memoria por aquél joven chela y su maestro, el lama Mingyar Dondup, que durante tantas horas me acompañaron en una juventud que se las prometía muy felices. En aquélla época, mis sueños de aventura tenían dos nombres específicos; dos nombres exóticos, misteriosos y sobre todo mágicos, que se habían grabado a fuego lento en lo más recóndito de un alma que todavía permanecía aletargada bajo el disfraz de Peter Pan: Egipto y el Tíbet. Era una época dorada, no me cabe duda, en la que los sueños, aún descendiendo sus visiones por el peligroso cuerno de marfil del subconsciente, me dejaban un singular regalo al despertar. No era una moneda de veinte duros, como hacía el generoso Ratoncito Pérez cada vez que se me caía un diente y lo intercambiaba con el celestino beneplácito de la almohada y el cariño de los deudos, sino enigmáticas, desencarnadas palabras de ancestrales grimorios del Más Allá. A veces frases, ambiguas pero no menos enigmáticas, de las que recuerdo, especialmente, éstas: siete años de vida, siete años de muerte; doce suben y la llave de Osiris abre la puerta. Sin duda, soy un tipo raro, un subproducto de la especie, un experimento fallido en el atanor genético de un proyecto desconocido. Tan desconocido y poco brillante, que alguna vez mandé algún sueño a interpretar. La experta recomendación, aparecida al mes siguiente en alguna revista de esoterismos varios, cuyo nombre -apelo a la igualdad con Cervantes- prefiero no recordar, solía ser siempre la misma: búscate un maestro ascendido. Estoy seguro de que entendí mal el mensaje y en lugar de poner un anuncio en el periódico por si algún maestrillo de saldo se dejaba atrapar, siquiera fuera por las circunstancias cuando no por ego, decidí probar otro método, utilizando el soma de entonces: los combinados de ginebra y algunos cigarrillos embadurnados de marihuana que hace siglos que dejé olvidados en los campos de Marruecos. No dio resultado, es evidente, de manera que dejér de buscar. Me conformaba saber que, si bien el Tíbet había sido por fin invadido, tal y como habían profetizado los lamas videntes, al menos en España, aún sin clases particulares, comenzaba a amanecer una primavera mistérica de la mano de Atienzas, Musqueras y Alarcones; Paco Padrón contactaba impunemente con los extraterrestres en las Atlántidas Canarias y Juan José Benítez iniciaba sus cien mil kilómetros tras los OVNIs. Comenzaba, pues, una Edad de Oro para los esforzados spanish misterious investigators magisters, cuyos esfuerzos y buen hacer supieron aprovechar, sobre todo, dos editoriales de postín: Plaza & Janés y Martínez Roca.





Un mundo y veinte vidas después, me convertí en perquisitore solitario por esos caminos de la España profunda y, ¿por qué no?, también de esa otra España, menos profunda pero no por ello menos interesante, sin duda intentando proseguir la búsqueda de esos otros mundos que hay, como decía el filósofo francés Paul Elouard, y que afortunadamente aún están en éste. Es cierto que dejé de anotar mis sueños al despertar, y que nunca más se me volvió a ocurrir mandar clichés de recuerdo a sabios merlines de revista y folletín, para que los introdujeran en sus particulares máquinas de generar apuestas, ofreciéndote el consejo de tu vida. Como lobo estepario -con el permiso de Maese Hesse- aprendí una ley similar a la de la materia: los Maestros ni se buscan ni se anuncian, simplemente se encuentran. Por supuesto, como no podía ser menos, todo se reduce a una sencilla cuestión de Tiempo. La Vida es un programa previsto en un Karma en el que nada ocurre por casualidad. Tal vez este viaje también estaba previsto.


¡Va por Vd., Maestro!.




(1) T. Lobsang Rampa: 'La Caverna de los Antepasados', edición especial para Discolibro de Ediciones Destino, 1973, página 11]