Se
pregunta el peregrino, observando con tristeza los tristes muñones de lo que,
allá por el siglo XII, fuera la ermita de San Juan Bautista, posteriormente
conocida como de San Pantaleón, si quizás los custodios del Camino, ese Temple
anegado en polvo y sudor que fue bautizado en el martirio al amparo de los
Santos Lugares, y del que dicen los olvidados cuentos de la abuela que rendían
pleitesía aquí al santo Jano cristiano del equinoccio de verano y también al
santo médico –el milagro de la licuefacción de cuya sangre, maravillaba originalmente
a los peregrinos medievales que se adentraban por el norte de Burgos, y más
concretamente, por su Merindad de Losa-, huyeron un día de otoño hacia aquél
otro santuario inaccesible, pero quizás más seguro, después de todo, donde el
poeta Villon situaba –yo sigo opinando, que dejándose aconsejar por una adolecida
Musa de la Melancolía-, las nieves de antaño. El lugar, situado a escasos
metros de la catedral, semeja un desgarro de forma rectangular, anclado a la
vera de una hilera de edificios que se arriman entre sí, quizás con la misma
imperiosa necesidad de protección instintiva que se supone que ponían en
práctica los hombres primitivos en la angustiosa oscuridad de las cavernas.
Cuesta creer, no obstante, observándolo, lo paradójico de su destino; porque,
si por una parte, su carácter histórico y patrimonial no fue garantía
suficiente para salvarlo de la voracidad y la ruina, sí parece haberlo
convertido, cuando menos, en santuario arrebatado al voraz e indecente apetito
del gigante inmobiliario. De tal manera que ahora, a pesar de que su nave se
haya convertido en ocasional terraza de Club social y de paso, en mausoleo de
inmortalidad para el ushebti a tamaño
natural de un celebrado poeta local –Federico Muelas, autor de un Soneto a Cuenca que glosaba, entre
otros, aquél entrañable verso que decía: Alzada
en bella sinrazón altiva/-pedestal de crepúsculos soñados-,/¿subes orgullos,
bajas derrocados/Sueños de un dios en celestial deriva?...-, conserva, no
obstante, el recuerdo -como así parece confirmarlo la tinta de antiguos
legajos-, de una servil actividad
hospitalaria –eso sí, a partir de 1355 y bajo la supervisión de la Orden de San
Juan de Jerusalén, heredera de no pocos bienes del Temple-, que en tiempos
debió de agradecer el peregrino, viéndose aliviado de las llagas, de las
espinas y del sufrimiento del Camino.
Dicen los observadores, y en cierto modo, puedo imaginármelo, que ésta hogaño
caries en la mandíbula recompuesta del patrimonio conquense, tenía antaño un
aspecto similar, entre alguna otra, sui
generis, a la iglesia alcarreña –buena ocasión para releer los caminos
polvorientos de Cela-, de San Felipe de Brihuega. De San Felipe de Brihuega
destaca, sobre todo, ese fantástico óculo que, situado en lo alto de su portada
oeste, mostraba uno de los símbolos más mágicos y atractivos de la Tradición
hermética: el Sello de Salomón. Símbolo que, además, servía en no pocos templos
templarios como indicio de un conocimiento esotérico y también, de paso, como
uno de esos signos de reconocimiento
a los que aludía el Maestro Roncellín, redactor –o cuando menos, uno de ellos,
pues hay fuentes que señalan directamente al propio San Bernardo-, cuando, en
los supuestos Estatutos Secretos de la Orden, decía aquello de: y no olvidéis poner los signos de
reconocimiento en los lugares en los que habitéis.
No desprecia, pues, el
peregrino, ese irreconocible recuerdo y piensa, más bien, que después de todo, el
tiempo y su relatividad, bien pudieran conservar todavía, un recuerdo allende
el espacio que, como otro Avalón fantástico, constituya un nevero donde se
conserven esas nieves de antaño que tantos suspiros levantaron en el alma de
Villon.