martes, 14 de marzo de 2017

Cuenca: San Pantaleón o las nieves de antaño


Se pregunta el peregrino, observando con tristeza los tristes muñones de lo que, allá por el siglo XII, fuera la ermita de San Juan Bautista, posteriormente conocida como de San Pantaleón, si quizás los custodios del Camino, ese Temple anegado en polvo y sudor que fue bautizado en el martirio al amparo de los Santos Lugares, y del que dicen los olvidados cuentos de la abuela que rendían pleitesía aquí al santo Jano cristiano del equinoccio de verano y también al santo médico –el milagro de la licuefacción de cuya sangre, maravillaba originalmente a los peregrinos medievales que se adentraban por el norte de Burgos, y más concretamente, por su Merindad de Losa-, huyeron un día de otoño hacia aquél otro santuario inaccesible, pero quizás más seguro, después de todo, donde el poeta Villon situaba –yo sigo opinando, que dejándose aconsejar por una adolecida Musa de la Melancolía-, las nieves de antaño. El lugar, situado a escasos metros de la catedral, semeja un desgarro de forma rectangular, anclado a la vera de una hilera de edificios que se arriman entre sí, quizás con la misma imperiosa necesidad de protección instintiva que se supone que ponían en práctica los hombres primitivos en la angustiosa oscuridad de las cavernas. Cuesta creer, no obstante, observándolo, lo paradójico de su destino; porque, si por una parte, su carácter histórico y patrimonial no fue garantía suficiente para salvarlo de la voracidad y la ruina, sí parece haberlo convertido, cuando menos, en santuario arrebatado al voraz e indecente apetito del gigante inmobiliario. De tal manera que ahora, a pesar de que su nave se haya convertido en ocasional terraza de Club social y de paso, en mausoleo de inmortalidad para el ushebti a tamaño natural de un celebrado poeta local –Federico Muelas, autor de un Soneto a Cuenca que glosaba, entre otros, aquél entrañable verso que decía: Alzada en bella sinrazón altiva/-pedestal de crepúsculos soñados-,/¿subes orgullos, bajas derrocados/Sueños de un dios en celestial deriva?...-, conserva, no obstante, el recuerdo -como así parece confirmarlo la tinta de antiguos legajos-,  de una servil actividad hospitalaria –eso sí, a partir de 1355 y bajo la supervisión de la Orden de San Juan de Jerusalén, heredera de no pocos bienes del Temple-, que en tiempos debió de agradecer el peregrino, viéndose aliviado de las llagas, de las espinas  y del sufrimiento del Camino.

Dicen los observadores, y en cierto modo, puedo imaginármelo, que ésta hogaño caries en la mandíbula recompuesta del patrimonio conquense, tenía antaño un aspecto similar, entre alguna otra, sui generis, a la iglesia alcarreña –buena ocasión para releer los caminos polvorientos de Cela-, de San Felipe de Brihuega. De San Felipe de Brihuega destaca, sobre todo, ese fantástico óculo que, situado en lo alto de su portada oeste, mostraba uno de los símbolos más mágicos y atractivos de la Tradición hermética: el Sello de Salomón. Símbolo que, además, servía en no pocos templos templarios como indicio de un conocimiento esotérico y también, de paso, como uno de esos signos de reconocimiento a los que aludía el Maestro Roncellín, redactor –o cuando menos, uno de ellos, pues hay fuentes que señalan directamente al propio San Bernardo-, cuando, en los supuestos Estatutos Secretos de la Orden, decía aquello de: y no olvidéis poner los signos de reconocimiento en los lugares en los que habitéis.

No desprecia, pues, el peregrino, ese irreconocible recuerdo y piensa, más bien, que después de todo, el tiempo y su relatividad, bien pudieran conservar todavía, un recuerdo allende el espacio que, como otro Avalón fantástico, constituya un nevero donde se conserven esas nieves de antaño que tantos suspiros levantaron en el alma de Villon.