jueves, 9 de marzo de 2017

Cuenca: la catedral de Santa María de Gracia


Algo parece seguro: y es que cierzos ventosos hicieron que las ocas de Huelves levantaran el vuelo, llegaran a Cuenca y después del cruento asedio a que fue sometida la guarnición mora y en el que destacó el arrojo de ciertos monjes-guerreros, custodios, por otra parte, del Camino, dejaran una apreciable dosis de su arcana sabiduría, no sólo en los escudos heráldicos –algunos, malheridos por esa rémora que acompaña siempre al tiempo y que se llama erosión-, en las viejas arcadas con las que de cuesta en cuesta se va uno tropezando mientras recorre la espiral de callejas en ascenso de la parte antigua, sino que también, y sobre todo, en esa espléndida joya gótica en la que, como se aventuraba en la entrada anterior, no sólo pintan Copas y Espadas, sino que además, por desgracia, sufrió los embites demoledores del mazo de Bastos en una partida contemporánea, perdiendo parte de su estructura original, detalle por el que puede infundir la sensación de parecer una torre de Babel inacabada. Y aun así, con ese aspecto de doncella despeinada, la catedral, váyase en la época en la que se vaya, parece siempre una isla misteriosa que, cual la legendaria de San Brandán y con idéntico celo a como los antiguos dragones empeñaban a la hora de proteger a las doncellas que presumiblemente raptaban, salvaguarda un relevante tesoro en su interior. Todavía conserva –detalle ciertamente curioso-, sus macizas puertas de madera originales; unas puertas que, por poca atención que se preste, sugieren, en vista de esos feroces Green-man u Hombres Verdes creados en el fuego de la tradición directamente de la forja del viejo y cojo Hefesto, la posibilidad de acceder a ese remedo de bosque original, en cuyas fuentes enigmáticas livianas Dianas provocaban, con sus bellezas plenitudinarias, febriles devociones. Poco importa si en la época medieval, se cambiaron los juramentos que los druidas realizaban alrededor de las calderas y a la luz de la Luna, por el Dei Gratia Plena con el que el mensajero Gabriel anunciaba a una púber, temblorosa y desconcertada María el papel de nueva Mater que habría de realizar para las generaciones futuras, puesto que Deus lo Vult: Dios lo quiere. Piensa el peregrino, franqueando el umbral y con el espinoso mensaje de la estatuaria de las portadas en mente, si, como Parsifal moderno, se atreverá a realizar la pregunta adecuada, capaz de liberar de su antiguo sortilegio este templo del Grial: la copa; la estrella de ocho puntas; la cruz patada formada por los formidables basamentos que a la manera de san Cristóbal, soportan sobre sus hombros las divinas nervaduras que se comban bajo la magnitud de un cielo abovedado; la muerte, Musa del martirio, el Apóstol número trece o matrona que mantiene el equilibrio en la familia numerosa de la Madre; la rotonda, deambulatorio u ouroboros donde el pasado, el presente y el futuro son sinónimos de infinito, el alfa y el omega que se cierne sobre el sepulcro, augurando esa unión indisoluble entre principio y fin, como ese mensaje universal, que bajo el símbolo de la Cruz de la Vida forman las tracerías del triforio, que nos ayuda a meditar sobre la indivisibilidad de lo creado.

¿A quién sirve el Grial?, -se preguntó el peregrino, mientras abandonaba ese metafórico bosque que, en alguna de cuyas umbrías soledades, la luz del sol de mediodía esculpía diminutos mundos de color en la fría superficie de muros y columnas.

Estuvo a punto de contestarse a sí mismo: al que ha dejado de ser piedra muerta para convertirse en piedra viva. Pero calló y continuó andando calle arriba, en dirección a aquélla nieve de antaño que fue un día, la arruinada ermita de San Pantaleón.