martes, 21 de junio de 2011

El Palacio Real de Olite

Olite, capital de una de las cinco históricas merindades navarras, distante, aproximadamente, una veintena de kilómetros de Puente la Reina y 40 de Pamplona, la capital. Cuesta imaginarse esa escalofriante Edad del Hielo en la que en éste entrañable solar sólo existía una infinita extensión de tundra. Una tundra primordial, como ese primigenio mar, que fue convirtiéndose, gradualmente, en un hábitat humano en el que dejaron su huella celtas, romanos, visigodos, árabes y cristianos, que protagonizaron épicos y a la vez fascinantes episodios de una Historia que continúa andando, como los cientos de peregrinos que, año tras año, recorren curiosos sus calles buscando una parte de Iluminación vital en su camino.

Olite ha legado al mundo, cuando menos, tres auténticas joyas artísticas: la iglesia de San Pedro, la iglesia de Santa María la Real, y por supuesto, el Palacio Real. Un palacio que fascina por sus numerosos detalles: la perfección, que recuerda esas espectaculares maquetas -Exim Castillos, con el que muchos jugamos en nuestra niñez- cuyas piezas estaban milimétricamente calculadas y en número justo para formar una fortaleza de ensueño; la forma en que las piedras reflejan la luz del sol, creando unos dorados únicos, que juegan, en una curiosa danza, con las sombras proyectadas por sus caprichosas torres y almenas; el gigantesco nevero, que parece el huevo fosilizado del más formidable de los animales prehistóricos; sus patios, los muros y columnas de sus jardines, por las que trepan, cual ejército invasor, multitud de plantas y enredaderas; sus ventanales ojivales, que en contraste con la luz, semejan ese infinito espacio exterior en el que se bañan las estrellas. Detalles, multitud de detalles, como multitud son las marcas que los canteros dejaron como recuerdo entre sus arcaicos muros, pentalfas y patas de oca entre ellas, que te vas encontrando, con pasmosa asiduidad, sobre todo en los estrechos escalones que conducen a las torres y a las almenas.

Un palacio en el que también dejaron su huella numerosos personajes históricos y que fue protagonista, como tantos otros lugares, de esa historia de amor y odio que protagonizaron dos relevantes personajes de nuestra Historia: la reina de León y Castilla, doña Urraca, y el rey de Aragón y Navarra, don Alfonso I el Batallador, aquél rey que fue guerrero y soldado, anticipándose a la llegada de las Órdenes Militares que combatían al infiel en Tierra Santa.

En definitiva, un lugar por el que evadirse durante unos agradables momentos y dejarse llevar simplemente por la ensoñación.