miércoles, 22 de febrero de 2017

Ávila: la peregrina iglesia de Santiago


A orillas del río Piedra me senté y lloré…Así comienza una obra entrañable de esa extraña, cuando no stevensoniana personalidad entre peregrino, escritor, poeta, místico y novelista que caracteriza a ese soñador de caminos –quizás los mismos que antes que él, perturbaran la brújula de poetas expertos en barquitos de papel y mundos concebidos dentro de pompas de jabón, como Machado-, llamado Paulo Coelho. Mentiría si dijera que la última vez que estuve en Ávila –un domingo de febrero, de un año que poco importa porque apenas ha comenzado a dar sus primeros bostezos y aun puede presumir de barbilampiña sonrisa e infantil poderío sabiendo todavía lejos la tradicional Misa del Gallo, preludio al anuncio de su próximo Getsemaní-, me senté a orillas del río Adaja y lloré. Pero sí es cierto, que no por más teresiana que se precie o con más halo de mística medievalidad con la que se engalane de cara a presentar las credenciales de su inherente protagonismo en el bien llamado Siglo de Oro español, deja de ser Ávila popularmente jacobea hasta la médula de sus inalterables murallas; e incluso apurando lo inapurable –que para eso la razón no conoce límites, aunque produzca monstruos, como afirmaba Goya-, y resulta interesante hasta las vetas de berroque que rezuman las piedras de sus canteras de arrabal, seguramente teñidas con el ocre ferruginoso de la sangre de los toros y de los verracos degollados en inmemoriales sacrificios en honor de dioses, infinidad de siglos ha, olvidados. No me senté, pues, a la orilla del río Adaja –cuyas aguas, por cierto, se habían rebelado a convertirse en espejo de hielo donde la luna conjurara sus encantos-, pero sí la recorrí en parte, paseando entre laberínticas pasarelas buscando una apartada ermita, la de San Segundo, cuya sencilla espadaña parecía el remake moderno del cuento del patito feo en comparación con las torres de las vecinas iglesias de Santa María de la Cabeza y de San Martín. Tampoco lloré, al menos fustigado por una imperiosa necesidad de liberar mis cuitas –aunque motivos no me faltaban, pues con cuánta razón dice el refrán popular que vivimos en un mundo de lágrimas, donde el arriero viene y va, como también en la mesa del poeta tiene asiento todo aquél que quiera beber con él, no obstante, arriesgándose a compartir su alegría pero también su tristeza-, pero sí se escapó alguna lágrima cuando el viento arrastró una brizna de ceniza que se alojó en una de mis pupilas, como la espina en la planta del pie –que no pocas veces esculpieron los canteros en la ornamentación de los templos, para aviso de caminantes, en alusión a los daños colaterales del camino-, similar, en el fondo, a aquélla otra que fuera el preludio de una gran amistad entre el león –quien piense que no los hay en Ávila, que se dé un paseo por la catedral y los verá en abundancia-, y el santo Jerónimo, henchido de decepción, que le dio la espalda al mundo para estar gloriosamente a solas consigo mismo y su divina circunstancia.

Conmigo mismo, y por defecto con mi circunstancia, tiempo después de echar un vistazo a la ermita de San Segundo, me hallaba yo sentado en la terraza de Las Bodeguillas de San Segundo -taberna situada junto a la que fuera iglesia de San Martín y hoy en día taquilla para los turistas que quieran corretear por las murallas-, de cara al sol –pero sin ser falangista, ni llevando tampoco puesta una camisa nueva-, dejándome seducir por ese dulce sosiego que acompaña, generalmente, el paladear un vino –el primero, siempre, a ser posible, de la tierra- al compás de la melodía del dolce far niente que, a fin de cuentas, es lo más parecido a un estado de paz espiritual a la que puede aspirar hoy en día un ser humano, urbanita por desgracia de nacimiento y lobotomizado, mosca en esa compleja red de araña, que es el mundo de Maya o de la Ilusión, de internet. La calle de San Segundo –si mis datos son correctos-, desemboca por un lado en la basílica de San Vicente; deja a la derecha la catedral y a la izquierda ese convento de las Concepcionistas que se tragó, tal cual hacían los ogros con los niños en los cuentos del pasado, a la antigua iglesia de la Magdalena, de la que tan sólo sobrevive –al menos exteriormente, interiormente el convento es territorio comanche, completamente vedado al laico, si bien es probable que la iglesia se abra puntualmente para la celebración de la misa y en ese ángelus, tal vez el mismo que inspiró a Millet, el que llegue a tiempo pueda echar un vistazo por si hubiera algún resto de interés en el interior-, una portada bizantina, que perdió también el motivo de su tímpano original –ya me hubiera gustado haber visto los detalles y el mensaje que éste pudiera haber mostrado al peregrino medieval-, sustituido por una imagen supuestamente de la santa, demasiado simple, para mi gusto, situada en su centro. A la altura más o menos de este convento, la calle, que corre en paralelo a las murallas, se convierte en la Bajada del Peregrino; y también a la izquierda, apenas pasada la curva de ballesta –como diría Antonio Machado, refiriéndose al Duero y a la ermita de San Saturio-, el convento de Nª Sª de Gracia, de las madres agustinas, donde Santa Teresa se recuperó de una grave enfermedad y en cuya portada –rea por una fea reja, es de suponer que en previsión a la abundancia de los amigos de lo ajeno, probables descendientes de aquéllos vikingos que asolaban las costas gallegas, arrasándolo todo a su paso, como las langostas- una magnífica imagen mariana, Teothokos, gótica y probablemente de la titular (1). Una imagen interesante, no obstante, coronada, cuya mano derecha mantiene agarrada una bola rematada por una cruz. Una cruz que, bien observada, está ladeada precisamente hacia el lado donde la señala una de las manos del Jesús Niño –de aspecto ario, por el color del trigo dorado por el sol de sus cabellos-, que parece recordar el ofrecimiento de la cruz y el cáliz amargo, que le hizo el ángel al Jesús Hombre en el Huerto de los Olivos. La iglesia de Santiago queda cerca ya. Basta echar un vistazo hacia delante y tomar como referencia una hermosa torre, estilizada y de forma graciosamente hexagonal, que se alza, con orgullo de veleta, por encima de los tejados de las casas colindantes. Situada en la perpendicular de la calle de Nª Sª de Sonsoles, que a su vez, discurre paralela a la Bajada del Peregrino, la iglesia de Santiago, de un gótico tardío, recuerda, por la forma de su cabecera, la extraña Capilla de Mosén Rubí. De hecho, bien visto, podría decirse que es un calco dejado como huella personal por unos canteros cuyo escudo, la maza y el compás, comparte protagonismo con el apellido Bracamonte; un apellido interesante –tómese buena nota-, que al parecer, no sólo tuvo mucho que decir en Ávila, sino que también su eco, lejano y misterioso, se localiza en otro lugar tan peregrino como Mondoñedo. La portada principal, si bien escueta, siguiendo ese sotacaballorey clasicista e impersonal, trampa de ordinarias consecuencias en la que desembocó el Arte en épocas posteriores, no puede negar su advocación jacobea, como lo demuestran la profusión de vieiras y bordones con la que se adorna. En ese mismo lateral, y aislada por una pequeña cerca de hierro, una cruz de piedra –tal vez perteneciente a una antigua tumba-, muestra un Crucificado de tosco aspecto, donde quizás destaque, para enmascarar la ordinariez de los rasgos, el hábil beso de la naturaleza en forma de musguillo que la recubre en parte. En el lateral opuesto, apenas sobresale una sencilla portada gótica, con un graffiti representando una cruz monxoi, conocida compañera de caminantes y peregrinos y algunos sepulcros de piedra, de diferentes épocas. 

Posiblemente, fuera ésta la última iglesia que visitaran éstos, antes de continuar camino y desembocar, cinco kilómetros aproximadamente más allá, en el Santuario de Nuestra Señora de Sonsoles. Son soles…como LA manzanilla dicen que es el verdadero sol de Andalucía. Una Señora y una imagen que, a juzgar por la representación en azulejos que de ella hay en un antiguo colegio, con ese manto de forma triangular, recuerda mucho las antiguas Tanith mediterráneas.


(1) Es de reseñar que ésta advocación, de Gracia, es muy característica en Castilla-La Mancha, siendo la Patrona de pueblos como Puertollano, en Ciudad Real, así como la titular de la catedral de Cuenca.