lunes, 23 de mayo de 2016

El monasterio de Santa María de Melón


Afirmaba en una de sus guías de la España Mágica aquél gran trotamundos que fuera Juan García Atienza, que generalmente, los grandes monasterios quedaban alejados de las rutas oficiales que atraían a millares de peregrinos hacia la tumba del Apóstol, en Compostela. Tal aseveración, si bien cierta en numerosos casos, no lo es tanto en algunos otros. Uno de los ejemplos más evidentes, situado también en este Camino o Vía de la Plata y prácticamente pegado a la autovía del mismo nombre, es este emblemático y a la vez inconmensurable monasterio de Santa María de Melón, que hemos de situar en Orense, a no mucha distancia de otra villa medieval, no exenta de belleza e interés, que todavía conserva su antigua judería, así como interesantes huellas de la presencia de las órdenes militares en época medieval: Ribadavia. Si bien, la última vez que estuve, se estaban realizando algunos trabajos de rehabilitación en la iglesia, que no parecían, en principio, aunarse a la restauración de sus malheridos claustros -cuando menos, uno gótico y otro renacentista-, la visita, por descontado, no me dejó indiferente en absoluto y sí, por el contrario, me llamó poderosamente la atención, encontrarme con unas concepciones arquitectónicas dignas de admiración, que se constatan, así mismo, en otros lugares monumentales de Galicia, que destacan por su arte, su belleza, su misterio y por supuesto, su interés, como pueden ser Oseira, Carboeiro o la iglesia coruñesa de Santa María de Cambre. Me refiero, a la forma de rotonda de su cabecera, que seguramente sigan el modelo de la anastasis de ciertos sublimes templos hierosolimitanos, donde el más apreciable sería el de la mezquita de Al-Aksá o Cúpula de la Roca de Jerusalén. Pero en Melón, y referido al arte, hay muchas claves que no sólo se limitan a esos primeros pañales benedictinos que acabaron teniendo como nodriza a esos escindidos y austeros monjes cistercienses que se mantuvieron en el lugar, cuando menos hasta la Desamortización de Mendizábal.


Si bien es regla del Camino que cada uno advierta y aprehenda las claves que hayan de influir en su historia personal –como diría Coelho, peregrino y escritor al que hacía mucho tiempo que no citaba-, merece la pena, sin embargo, reseñar algunas. Por ejemplo, los dos leones de piedra que custodian el acceso al templo; la pirámide que remata la base del campanario, símbolo hermético que se observará en numerosos templos gallegos; las figuras de época, de hermosa factura, representativas de santos portadores de singulares arquetipos, como san Antón, san Roque, san Sebastián o quizás el propio san Bernardo, con el símbolo del Cristianismo primitivo, el pez, en la mano. El Santo Cristo, cuyo largo cabello natural sigue los patrones dolorosos pero tradicionalmente milagreros de este tipo de representaciones, donde sobresale, como sabe bien todo peregrino, el Santo Cristo de Fisterra. El sepulcro de una misteriosa Dona en las proximidades de un altar que muestra unas pinturas, relativamente modernas –quizás de los siglos XVII o XVIII-, que muestran un simbolismo desconcertante pero no carente de intencionalidad: compuesta por tres tablas de mediano tamaño, la tabla central muestra a una Virgen que sostiene al Niño en su brazo izquierdo y una larga y fina vela encendida en la mano derecha; las tablas de los laterales, representan a sendas ángeles portadores de bandejas –doncellas, en los relatos del Santo Grial-, ofreciendo dos palomas el ángel de la izquierda y un elemento hermético y primordial el de la derecha: una serpiente que se muerde la cola u ouroboros. Y por supuesto, algunas marcas e inscripciones, que recuerdan la hermética que ha acompañado siempre a las hermandades de canteros. Unas hermandades que, observando los absidiolos que componen la cabecera del templo, quizás desarrollaron también su prodigiosa y titánica labor en lugares no demasiado lejanos, como el monasterio zamorano de Santa María de Moreruela.

Monasterio de Melón: enigmas y claves en el Camino de las Estrellas.