martes, 13 de diciembre de 2011

Feliz Navidad



A punto de entrar por esa Porta Infernii, con la que Jano, el dios bifronte, nos muestra su lado más frío y gélido, marcándonos el camino del solsticio de invierno, que para los cristianos coincide con la Navidad, es bueno hacer un alto en el Camino y descansar. Al menos, en lo que respecta a éste caminante. Es sólo una breve parada; digamos, que he caído en la cárcel de ese mágico tablero que es el Juego de la Oca y debo permanecer algunos turnos sin jugar.

Ahora bien, no quería hacerlo, sin acordarme de los amigos de este blog, de vuestros amables comentarios y sobre todo, no quería dejar pasar la ocasión de mandar un recordatorio de paz, de salud y de cariño a todos aquéllos amigos del Camino, que aún en estos días tan especiales, y lejos de sus hogares y sus familias, afrontan con determinación la dirección de Compostela y el Finis Terrae, sin importar las vicisitudes por las que tengan que atravesar -duras, no me cabe duda- ni tampoco los motivos que les lleven a hacerlo. Pero estoy seguro de que todos encontrarán esa Luz al final de su Camino.

Hace siglos, el hospicio de peregrinos de Roncesvalles, se hizo eco de unas magníficas palabras del arzobispo de Toledo, don Rodrigo Ximénez de Rada:


'La puerta se abre a todos, enfermos y sanos.

Así a los católicos como a los paganos'.


Así, pues, a todos os deseo yo también una Feliz Navidad; un Venturoso Solsticio de Invierno, y sobre todo, ¡un muy Feliz y Próspero Camino!.




jueves, 8 de diciembre de 2011

Frías: encanto medieval




'El ciego sol se estrella

en las duras aristas de las armas,

llaga de luz los petos y espaldares

y flamea en las puntas de las lanzas.

El ciego sol, la sed y la fatiga.

Por la terrible estepa castellana,

al destierro, con doce de los suyos

-polvo, sudor e hierro- el Cid cabalga...' (1)


Caminos del Cid; caminos de misterio y gloria. De Frías, recuerdo particularmente una tormenta que nos sorprendió poco después de dejar atrás la ermita de Tobera y la capilla del Santo Cristo del Milagro. El agua, que caía en abundancia, nos sorprendió apenas nos alejamos del vehículo, el cual dejamos estacionado en los aparcamientos habilitados a la entrada de la ciudad, debajo de las murallas de su imponente castillo. Un castillo que, visto así, desde abajo, parecía extender sus milenarias almenas hacia un cielo gris, impenetrable, semejando la prolongación de los tejados de unas casas que, apiñadas en hilera por su calle principal, aún conservan esa arcana esencia de su glorioso pasado medieval. Por estas calles, escalonadas y en cuesta, el agua descendía alegremente, en regueros que más abajo habrían de fundirse con la afortunada tierra de un valle de Tobalina, en cuya defensa, ciudad y castillo jugaron en tiempos un importante papel.

[continúa]









(1) Manuel Machado





lunes, 28 de noviembre de 2011

Una luz al final del puerto de Pedraja: San Juan de Ortega

'...visitad la tumba de san Juan de Ortega -en el mundo Juan de Quintanaortuño-, otro pontífice y arquitecto iniciado que construyó el puente de Logroño, reconstruyó el del río Najerilla, levantó el hospital de Santiago de aquella ciudad y edificó la iglesia y la hospedería que llevan su nombre. Pero, además, como santo taumaturgo, se hizo famoso ni más ni menos, que por resucitar muertos. Así lo afirma al menos la leyenda' (1).



Este breve, aunque interesante periplo peregrino, finaliza, aproximadamente, diez kilómetros más allá de la ermita de Valdefuentes. Y lo hace, en uno de esos lugares especiales del Camino, en el que los canteros, dando muestras, una vez más, de su pericia y de sus conocimientos -no sólo geométricos, sino también astronómicos- dejaron, para la posteridad, una señal en forma de rayo de sol que, cada 21 de junio, coincidiendo con el solsticio de verano -en la apertura de esa porta coeli regida por Jano, el dios romano de las dos caras- penetra en la nave de la iglesia y alumbra el capitel románico dedicado a la Anunciación, uno de los genuinos capiteles dedicados al llamado ciclo de la Navidad. Me refiero, a San Juan de Ortega.

San Juan de Ortega, metafóricamente hablando, es como esa espinita que se clava en el corazón. Existe una especie de justicia poética, cuando no incluso romántica en éste lugar, y el peregrino puede comprobarlo, una vez dejados atrás los edificios anexos al templo -que conforman, entre otros, la hospedería, de dura piedra ensamblada, material primigenio que ha servido no sólo como vínculo con esa matriz ancestral de la raza humana, sino también como vehículo de transmisión cultural a lo largo de la Historia- una vez traspasado el umbral de una portada de sencillas florituras góticas, incluido el escudo con la flor de lis.

En la penumbra del templo, allá donde los absidiolos conforman dos recatadas capillas románicas, lazos fraternales trascienden más allá de las frías fronteras de la muerte: a la izquierda, el sepulcro del discípulo; a la derecha, la imagen venerada del maestro. Sobre la tumba del primero, una Virgen entronizada, con el Niño en el regazo, destaca en el centro de un retablo denominado del Juicio Final o de las Ánimas. A los pies de la imagen del segundo, numerosos exvotos confirman historias de devoción, de fe y de esperanza.

La sencillez de la tumba de uno y de la imagen del otro contrasta, no obstante, con la opulencia intranscendente del sepulcro de algún noble o de algún importante prelado -tanto monta, monta tanto-, situado en el centro, aproximadamente, de la nave. En el mismo lateral donde se localiza la imagen del maestro, es decir, de Santo Domingo de la Calzada, hay otro significativo retablo dedicado a la vida y milagros de un relevante anacoreta, San Jerónimo. Entre otros singulares detalles, conviene comentar la figura del león, que aparece manso como un cordero e incluso hace también las veces de bestia de carga, constituyendo, posiblemente, una alegoría al evangelista San Marcos o una referencia a la figura de Cristo: el que ruge solo en el desierto, por un lado, y el león de Judá, por el otro.

En definitiva, todo peregrino que acude a San Juan de Ortega, emprende de nuevo el Camino de las Estrellas con otra pequeña lección aprendida; una lección que podría resumirse, simple y sencillamente, con dos significativos adjetivos: sabiduría y humildad.





(1) Matilde Asensi: 'Peregrinatio', Editorial Planeta, S.A., 2006, páginas 67-68.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Por el Puerto de Pedraja hacia San Juan de Ortega: la ermita de Valdefuentes


'- Conozco a un cantero. Él dice que con sus manos saca el alma de las piedras y, a cambio, la piedra se queda con parte de la suya' (1).



El peregrino que ha dejado atrás Villafranca Montes de Oca -habiendo pasado por lo que antaño fuera el monasterio de San Félix y el santuario de Nª Sª de Oca- asciende con determinación el dificultoso puerto de Pedraja, con la intención de dirigirse hacia San Juan de Ortega. A mitad de puerto, aproximadamente, y a unos 10 ó 15 kilómetros de distancia de ésta, hace un alto junto a una curiosa ermita que comparte nombre, también, con una fuente que ya en el pasado sació la sed de viajeros ilustres: Valdefuentes.

Uno de tales viajeros, fue el poeta Gonzalo de Berceo, perteneciente a esa maravillosa corriente intelectual, denominada como Mester de Clerecía y autor, entre otras, de una auténtica joya de la Literatura Universal, como es su obra Milagros de Nuestra Señora, donde introduce algunas historias que son bien conocidas por los peregrinos que se encaminan hacia la tumba del Apóstol. En la ermita, hay una placa conmemorativa que nos lo recuerda, y en castellano antiguo, nos describe el lugar con los ojos del propio Berceo: un prado verde y de flores bien poblado. Hemos de entender, también, que éste se hallaba de peregrinación, aunque en dicha placa se advierta la palabra romería, en ocasiones utilizada indistintamente, pero más propia de aquéllos que se dirigían a Roma -romeros- y no a Santiago de Compostela -peregrinos-. Nos remontamos, pues, a un siglo, el XIII, en el que, aunque actualmente no nos lo parezca, todavía existía en este mismo lugar un hospital regentado por monjes del Císter -orden hermana del Temple, por añadidura-, que dependían del monasterio de Veruela.
Posiblemente, de esa época sean los ventanales ojivales, de claro aspecto gótico, que con toda probabilidad fueran reutilizados en el siglo XIX, cuando se reconstruyó la ermita. Resulta evidente, también, que el lugar dejó de ser tan apacible como lo conociera el poeta, pues está situado prácticamente al pie de la carretera nacional 120, que discurre entre Belorado y Villafranca Montes de Oca, atravesando, obviamente, el puerto de Pedraja.






Y aquí, aunque de una forma soberanamente moderna, volvemos a encontrarnos con señales, cuando no recuerdos, de esos hábiles y misteriosos gansos -o jars, su equivalente en francés- que contribuyeron, con sus obras, a hacer del Camino de las Estrellas, una escuela mistérica sin parangón. Lo advertimos rápidamente, aunque una cancela nos impida el acceso al interior de la ermita, cuando a través de la verja, observamos una fantástica trinidad estatuaria, en cuyos detalles hemos de poner siempre nuestra atención: Santiago Apóstol, Santo Domingo de la Calzada y San Juan de Ortega. Es decir, el Hijo del Trueno, flanqueado por dos Sumos Pontífices del Camino, detentadores de un Conocimiento esencial, cuando no especial, cuya vida, en determinados momentos, navega con pasión por los ríos en ocaciones turbios de la leyenda. Aunque sean modernas, llegados a este punto, resulta interesante hablar -siquiera sea de una manera superficial- de las señales que alguien -anónimo, como cabía esperar- dejó de manera consciente, en época, por supuesto, indeterminada. Dichas señales, profundamente grabadas por los canteros medievales en los sillares de muchas iglesias, conllevan señas de identidad y mensajes subliminales, que indican, no ya una posible dirección de la bandada compañeril, sino que pueden significar un toque de atención hacia algo importante, pero también secreto. Sobre el pedestal que sostiene las estatuas de San Juan de Ortega y Santo Domingo de la Calzada, difícil es no apercibirse de la señal -igual en ambos casos- con la que el artista anónimo -posiblemente, alguno de los cientos de peregrinos, que cada año se entregan en cuerpo y alma a los avatares del Camino- les identifica: la pata de oca. Diferente, no obstante, pero igual de significativa e importante, es la que, a juicio también de nuestro anónimo artista, le corresponde a Santiago: la espiral. Una espiral, que por su forma puede recordar un tosco crismón, o quizás, a ese emblemática parte superior de los báculos de los grandes iniciados. Sirva como ejemplo, ya que estamos en la provincia de Burgos, el que figura en el cenotafio de Santo Domingo de Silos que, v isto de cerca, representa un dragón o una serpiente, cuando no una cabeza de lobo.


Otro detalle curioso, es que nuestros tres relevantes personajes, portan el báculo en sus manos, como es natural, dado su carácter de maestros e iniciados; pero, curiosamente, el que porta Santo Domingo de la Calzada -creo yo que se trata de él- tiene la forma de tau. En fin, de manera moderna o no, la Tradición, en el fondo, persiste. Poco importa el lugar en sí, y la prioridad que le demos en nuestro discurrir andariego, porque, a la hora de la verdad, hasta el lugar más insospechado es capaz de sorprender y maravillar. En este caso, no puedo dejar pasar la ocasión de comentar la sensación que me produjo ésta visión. Sensación que no es otra que la de pensar que alguien -poco importa ya quién- utilizando señales milenarias de conocimiento, dejó a propósito un mensaje para todo aquél que quiera o sepa leerlo. Un mensaje que, bajo mi punto de vista, vendría a decir algo así: poned atención, ocas y gansos, porque estas señales os guiarán por el Camino de las Estrellas.


(1) Paloma Sánchez-Garnica: 'El alma de las piedras', Ediciones Planeta, S.A., 1ª edición, junio de 2010, página 446.

martes, 22 de noviembre de 2011

Peregrinos en Villafranca Montes de Oca: Segunda Parte

A veces, hay deseos que no pueden cumplirse en el momento en el que a uno le gustaría. Por regla general, ningún viaje es perfecto; sobre todo, si se lleva el tiempo contado y además una ruta previamente planificada, que no admite desvíos, ni siquiera cuando las circunstancias sitúan en las cercanías aquél lugar que desearíamos visitar. Muchas veces queda, como digo, esa sensación de vacío que acompaña siempre a un deseo irrealizado; eso que, generalmente, denominamos como quedarse con las ganas de.

Recuerdo, y lo digo como antecedentes para la introducción de esta pequeña historia, que me quedé dos veces con las ganas de parar en Villafranca y visitar este interesante santuario natural, donde se levanta la ermita de Nª Sª de Oca. En ambas ocasiones, por increíble que parezca, pasé por las cercanías, y por las circunstancias anteriormente mencionadas, no me fue posible parar.

En la primera, me ocurrió dos veces: a la ida y a la vuelta de un viaje de vacaciones, corto pero intenso, a una zona especial de la provincia de Burgos -Las Merindades- interesante y sobre todo hermosa, donde tuve la fortuna de acceder a lugares tradicionalmente importantes, como el Valle de Mena y sus iglesias de San Lorenzo de Vallejo, Santa María de Siones y San Pedro de El Vigo; el Valle de Losa, con su inexplicable y a la vez esotérica -digo bien- iglesia de San Pantaleón, y los restos de lo que en tiempos fuera el imponente monasterio de San Pedro de Tejada, sin desmerecer algunos otros lugares de no menos especial relevancia.





La segunda ocasión, se presentó durante el regreso de un viaje de vacaciones de Semana Santa a Navarra, una vez dejada atrás la emblemática población de Torres del Río, con su iglesia de planta octogonal del Santo Sepulcro, y parte de la provincia de La Rioja, descendiendo hacia Burgos por el puerto de la Pedraja. O mejor dicho, para ir introduciéndonos en lo misterioso y argotico, pues el tema lo merece: de la piedra de los jars; es decir, de los gansos, en claras referencias a las cofradías de constructores medievales.


La ermita de Nª Sª de Oca, se localiza en un pequeño paraje natural, a pie mismo del puerto de la Pedraja, y a la vera del río que lleva también su nombre: Oca. Las referencias mistéricas son, pues, evidentes, y no hay que descartar, por sus características, que se levante en las inmediaciones de lo que antaño fuera un lugar de culto pagano, druídico para más señas, convenientemente cristianizado: el bosque, el río, la fuente o el pozo -¿me dejo alguno que no figure en el famoso juego de la oca?- resultan, por lo general, elementos a tener en cuenta para dicha valoración. Además, no es el único santuario con semejantes características que el peregrino se puede encontrar en esta impresionante provincia burgalesa. A tal respecto, se me ocurre, aunque ya hablaré de él más adelante, citar otro santurario no menos célebre, situado a una veintena de kilómetros, aproximadamente, de Briviesca: el de Santa Casilda, en cuya leyenda, las connotaciones paganas resultan más que evidentes. Evidente, así mismo, resulta el detalle de que de la antigua fábrica románica de la ermita no queda prácticamente nada; aún así, no ha de resultarnos extraño, tampoco, comprobar la existencia de algún elemento interesante que, aunque más moderno, por supuesto, es afín a la Tradición. De tal manera, que si nos detenemos un momento a observar la forma de la entrada del santuario, no tardaremos en darnos cuenta de que representa, perfectamente, un pentágono. O como lo definiría el profesor Fernando Ruiz de la Puerta -afincado en Toledo y especialista en magia y esoterismo medieval, entre otras materias- como pie de druida. No deja de ser paradójico, pues, que el peregrino que atraviesa el umbral para ver a una Virgen de evidentes connotaciones negras, lo haga, a la vez, pasando por debajo de un símbolo ancestral, conocido por los antiguos celtas y utilizado por los druidas. Pero no nos equivoquemos, porque, dentro de la multitud de significados a él asociados (1), el pentágono constituye también un símbolo de salud que, en cierto modo, complementaría de alguna manera, esa fama milagrera que suele acompañar a unas vírgenes salomónicas -por referencias a Salomón, el Cantar de los Cantares y el color- que proliferan, especialmente, en dos países europeos: Francia y España. No obstante, que nadie se eche las manos a la cabeza; se trata tan sólo de una opinión personal, que puede o no ser compartida.





Por otra parte, siempre he insistido en la importancia del lugar en sí, por encima del templo o del símbolo que lo adorna o representa. La importancia del santuario de Nª Sª de Oca, probablemente se localiza unos doscientos metros más adelante, una vez cruzado el viejo puente de piedra que se levanta sobre las aguas, tranquilas en este punto, del río Oca. Allí, en una pequeña pradera flanqueada por la arboleda de un pequeño bosquecillo también, un cercado de madera custodia un mojón de piedra con una cruz, que santifica una fuente que a buen seguro debió de suponer el hábitat de ninfas y faunos hace milenios. Es la fuente de San Indalecio. Junto a ella, y formando un trébol de cuatro hojas, una pequeña piscina recoge el agua clara que brota de la fuente, distribuyéndola a través de un sumidero, para que se una al río algunos metros más allá, contribuyendo, de una manera simbólica, a sacralizar las aguas de un río, el Oca, como ya he dicho, ya de por sí significativamente simbólico.


No descarto la existencia, en ese preciso lugar, de un complejo megalítico en el pasado. Pero, desde luego, sí puedo dar fe del descanso y el sosiego que tanto el sitio, como la magia que lo envuelve, proporcionan al peregrino, así como al visitante que un día se aventura hasta allí.


(1) Entre ellos, el de la segregación: por desgracia, durante la Edad Media, con éste símbolo se identificaba al avaro y también al judío, de similar manera a como al agote navarro se le obligaba a revelar su condición racial con una pata de oca.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Peregrinos en Villafranca Montes de Oca: Primera Parte



'Polvo, barro, sol y lluvia

es Camino de Santiago.

Millones de peregrinos

y más de un millar de años...' (1)



Finales de agosto. El verano bosteza, preparando las maletas para hacer turismo por otras latitudes, otros hemisferios, en cuyo hotel ya ha hecho la reserva, como es habitual. Aún así, el sol continúa zurrando de lo lindo; calentando con saña, sin importar lo temprano de la hora. Su caricia sofoca en campo abierto y muy pocos son los que se parar a mirar el vuelo de las aves. Todas, en formación y desde luego en solidaria comandita, forman una punta de lanza que señala hacia Oriente. El peregrino, mochila al hombro y bastón en mano, lo intuye; pero no detiene nunca su marcha, excepto en los puntos previamente establecidos en su ruta. Se sabe peón activo en el Gran Juego Vital en el que está participando y considera sus ampollas y penalidades como estigmas que ponen siempre a prueba su fortaleza y su fe.

Poco después de amanecer, llegan los primeros peregrinos. Por la dirección, es de suponer que proceden de Espinosa del Camino -nombre que define a la perfección dos conceptos iniciáticos que conlleva toda peregrinacion que se precie- descendiendo la colina de San Felices por un caminillo rural que, más o menos un kilómetro más allá, les adentra en ese centro neurálgico del Camino Jacobeo, que es Villafranca Montes de Oca; o de Auca, como se la denominaba antiguamente.



Solos, en pareja o en grupo y vistos al contraluz desde las ruinas de lo que, allá por el siglo IX fuera el orgulloso ábside de la iglesia del monasterio de San Félix, podrían ser confundidos con espíritus surgiendo de esa luz primordial que, aseguran los que han experimentado ese incierto estado clínico denominado ECM (2), se encuentra siempre al final del túnel. Porque ese, en mi opinión, podría ser un buen símil: el Camino es ese túnel, en cuya consecución, cada uno haya su Luz.

Al borde del camino, y a algunos metros por delante de donde la rapiña, el tiempo y la erosión han contribuido en su justa medida a que los restos del ábside del milenario monasterio semejen una abandonada casamata, un pequeño mojón con una vieira y una flecha, señala la dirección a seguir. Como en muchos otros lugares del Camino Jacobeo, y a semejanza de Fontcebadón y la pirámide formada por las piedras depositadas a lo largo de los siglos por los peregrinos que acudían y continúan acudiendo en tropel a Santiago de Compostela, el mojón se ha convertido en un pequeño altar simbólico, en el que casi todos los peregrinos que pasan, rememorando una antigua costumbre, depositan una piedra. Hay quien piensa que dicha costumbre, pueda estar basada en una antiquisima tradición, pagana, para más señas, que a modo de diezmo -no olvidemos, que aún en la Edad Media se mantenía la costumbre de enterrar a los difuntos con una moneda en la mano o dos monedas colocadas en cada ojo, para pagar los servicios del terrible barquero Caronte-, aplacaba a los dioses de los caminos, asegurándose un feliz viaje.

No puedo dejar de pensar que quizás aquí, en el caso que nos ocupa, la piedra que incluso yo he depositado -una de las primeras, aunque parezca mentira- constituya, aún sin saberlo, una especie de vela simbólica en memoria de Diego Rodríguez Porcelos: aquél conde que fundara la ciudad de Burgos y que, según la Tradición, fuera enterrado precisamente aquí, en el ya inexistente monasterio de San Félix (3).
Con el sol alto ya sobre la línea del horizonte y una incierta, quizás nostálgica sensación de pérdida en mi caso, dejamos atrás la colina de San Felices y sus fantasmas históricos, encaminándonos, sin abandonar el término municipal de Villafranca, a otro inolvidable cuando no imprescindible santuario del Camino: la ermita de Nª Sª de Oca.


(1) Versos de un peregrino anónimo, escritos en un muro a la entrada de Nájera. Esta referencia está sacada del libro de José Manuel Somavilla: 'Guía del Camino de Santiago a pie', Ediciones Tutor, S.A., 2ª edición, 2003.

(2) Experiencia Cercana a la Muerte.

(3) Otros dicen que murió en el también pueblecito burgalés de Cornudilla.



domingo, 13 de noviembre de 2011

Otoño soriano







'No somos lo que la gente deseaba que fuésemos. Somos lo que decidimos ser' (1).

Sólo es una Fantasía. Porque, lectores y caminantes, en el fondo, todos somos Sanchos y Quijotes y ancho, desde luego, es el Camino, donde quizás algún día nos encontremos...

Mi querido Señor Don Quijote:

Tiempo ha que nos separamos y como véis, aún continúo vagando por esos caminos de Dios. Lo hago como siempre: a lomos de burra vieja. Voy en busca de mi ínsula, ¿recordáis?, aquélla que vos me prometisteis y que vuestros enemigos no permitieron que cumplierais con vuestra palabra de hidalgo y caballero. Como sabéis, pues bien me conocéis, nunca he sido muy hábil a la hora de escribir, de manera que proseguiré la presente misiva con una pregunta: ¿soy yo quien persigue al otoño, o es el otoño el que me persigue a mí?. Lo sé, lo sé, mi buen caballero: soy cristiano viejo y holgazán por naturaleza, incapaz de perseguir algo que no esté destinado a saciar mi pantagruélica fame. Sí, sí, ya sé también que soy testarudo y soñador y que en mi mente servil, cuando no banal, rebullen sueños que han de pagar siempre el diezmo de la decepción. Y no obstante, ¡qué gran verdad, mi señor!, que después de todo el hombre, cuando se lo propone, hace camino al andar.
Pero dejadme que os explique, antes de que el ocaso extienda el luto sobre la tierra y los campos se vean privados de ese rompimiento de gloria precedente a un sol que, después de tirar la piedra, esconde siempre la mano. Veréis, una vez que os recluyeron, andaba yo buscando mi ínsula por esos mundos de Dios, como os decía y no me arrogo ningún mérito en repetirlo, cuando de pronto Maese Otoño me sorprendió en una tierra extraña. No hacía mucho que mi burra y yo habíamos dejado atrás la villa segoviana de Ayllón que, como ya sabéis, aún conserva buena parte de su ancestral aspecto medieval. Iba yo cavilando en mil y una cuestiones sin trascendencia; pero no, no quiero engañaros, pues bien me conocéis y sería una fatal calumnia pretender haceros creer que soy capaz de manejar en mi cabeza más asuntos que aquellos que se pueden contar con los dedos de una mano. Creedme, pues, entonces, si os digo que iba pensando en varias cosas. Cosas sin trascendencia, repito, y mucho menos de importancia; en definitiva, de esas que, en base a su necedad hacen aún más simple al que ya la simpleza se le alojó en la base del cráneo como una chinche desde el mismo momento en el que sus ojos se abrieron al mundo por primera vez. De haber estado más atento, me hubiera percatado del intenso color amarillento de las hojas de los álamos que, ora en la infinitud de los valles ora en la solitaria cima de una colina mellada, disimulaban en parte el extremoduro de una tierra desolada en derredor. Extremoduro digo, sí, el que por mérito propio hace de Soria la cabeza pura de Extremadura. O, si lo preferís, la Extremadura castellana.




En llegando a San Esteban de Gormaz, ya sabéis, la antigua Castromoros, sorprendíme con una explosión de luz que, cual aura de beato o manto de santa -que tanto a unos como a otras veneran en ésta arcaica Celtiberia-, desplegábase de la hojarasca de las filas de arbolillos aledaños a la pequeña ermita de San Roque. Curiosa ermita, a fe mía, que desprende ciertos humores a culto antiguo, druídico y recuerda a misteriosos caminantes. Sabed, mi buen señor, que aún existe el viejo puente medieval, cuyas herméticas raíces se mantienen firmes al paso, Dios mediante sosegado, de un Pater Duero, siglos ha cansado de ser frontera de cristianos y morisma. Halléme después algunas leguas más alla, en un pueblo llamado Abejar, en el que, curiosamente, no vi colmena alguna ni artilugio remotamente parecido que tuviera que ver con el antiguo arte de la recolección de la miel. Allí pernocté, en posada de variado yantar y rico vino, de ese que denominan de la Ribera del Duero; vino que se escurre como un canto de cisne por la garganta, calienta el estómago con hogueras sanjuaneras y anima a la compra de los despojos del toro en los sábados Agés. A tiro de piedra y escoltado por una niebla matinal que más bien antojóseme la mortaja etérea que envuelve lo que allá por las Asturias llaman la Huestia (2), encaminéme hacia Vinuesa; o como la llaman por aquellos mundos, la villa y corte de pinares. Habíanme hablado de un lugar especial y mágico, situado en los Picos de Urbión, donde el lobo aúlla en las noches de luna llena y donde hay una maravillosa laguna, a la que llaman Negra -como esas vírgenes morenicas, tostadas por el sol- en la que mora una doncella encantada. Recordóme esto vuestro inquieto afán en desfacer entuertos y liberar doncellas, y aún lejos de pretender emularos, mi señor, decidí facer camino y aventuréme hacia el lugar. Mundo encantado, vive Dios, donde los haya. Maese Otoño se me había adelantado otra vez, y en medio de la inmensidad de los bosques, tupidos en algunas zonas como el misterio de una deidad pagana, había insuflado su aliento sobre árboles de hoja caduca, el color de las hojas de cuyas ramas variaba desde el rojo sanguino -similar a aquél otro que adquiere el sol en el ocaso- hasta el más puro y brillante de los amarillos. Si tuviera que hacer una comparación, yo diría, mi buen caballero, que Maese Otoño es, sin duda, un auténtico Magister en el noble arte de la Alquimia. Descansa la Laguna en una profunda depresión, a la vera de una formación rocosa, de la que vos pensaríais -y yo así lo creería- en el cuerpo hechizado de un gigante dormido. No hallé rastro alguno de la doncella encantada, y tampoco logro comprender por qué la llaman Negra las gentes del país, pues las aguas desta laguna están fechas con el mismo tejido que alimenta al más pulido de los cristales: el de los sueños.




Un gigante hallé, no obstante, en mi camino. Sucedió una jornada después y muchas leguas más allá, en un pueblo que se llama Rejas de San Esteban.


[continúa]


(1) Paulo Coelho: 'El Aleph'.


(2) El equivalente asturiano a la Santa Compaña gallega.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Persiguiendo al otoño por la Sierra de la Demanda

' -Yo me estaba en Barbadillo, / en esa mi heredad; / mal me quieren en Castilla / los que me habían de aguardar. / Los hijos de doña Sancha / mal amenazado me han / que me cortarían las faldas / por vergonzoso lugar, / y cebarían sus halcones / dentro de mi palomar, / y me forzarían mis damas / casadas y por casar...' (1)

Castilla la Vieja. La Vieja Castilla. La de forúnculos inciertos en unas posaderas cuyos orígenes no están todavía nada claros. Burgos y su provincia: mesetaria e infinita; ancestral y llana. Burgos, cuna de caminantes y caminos de peregrino. Burgos la fría, la del eterno manto de armiño hasta bien entrada la primavera; la cosmopolita; la de los Fueros; la Comunera; la profunda. Madre paridera de las Merindades; de la Bureba; de la Esgueva; de los tejemanejes esotéricos del puerto de la Pedraja y los Montes de Oca; la de los santuarios; la de los puentes y los pontifices; la de los benedictinos deambulando eternamente por los claroscuros de un claustro, el de Silos, de cuya influencia, esparcida como semilla a los cuatro puntos cardinales, se benefició el románico peninsular; de los campos de brujas de Cernégula; de los oscuros mensajes inmortalizados en el matraz de piedra de sus ancestrales templos. Magna Mater de Campeadores y Endrequinas; de Sanchos y de Lambras; de los primeros Condes de Castilla y de los legendarios infantes de Lara...
La Sierra de la Demanda, lugar misterioso como pocos, donde se desarrolla la dramática epopeya de los infantes, la venganza de doña Lambra y la ulterior venganza, también, del hermano de origen árabe, Mudarra. Quien tenga ocasión de pasar por Barbadillo del Mercado -lugar mencionado por doña Lambra en el Romancero- verá que estos personajes están muy presentes en la historia de este pueblo. Un pueblo que los recuerda, rememorándolos en sus principales monumentos, así como también a la figura de Fernán González, el batallador primer Conde de Castilla.

A las afueras del pueblo, siguiendo un camino paralelo al antiguo puente medieval, y enclavada en pleno campo, una ermita de orígenes visigodos, la de San Juan, permanece inmutable enmarcada en un óleo especial, donde el otoño mezcla sabiamente multitud de tonalidades propias, parecidas a las que inventa cada año y en las que se supera estación trás estación. En sus sillares, algunos graffitis crucíferos inducen a suponer que es un lugar conocido y visitado por peregrinos; y tal vez alguno de éstos repose bajo una sencilla y misteriosa cruz de madera, sin nombre ni epitafio, situada en las inmediaciones. Aunque con atención, el buen observador descubrirá también una curiosa cruz paté pintada en rojo, medio borrada por el tiempo, que quizás no suponga nada extraordinario, o tal vez indique la presencia por el lugar de unos fantasmas que la portaban con orgullo sobre el hombro izquierdo de sus blancas clámides de soldados de Cristo.



Porque este es otro de los misterios inherentes a la Sierra de la Demanda: la presencia del Temple y las referencias a todo un símbolo a ellos asociado, que marcó lo más florido de las leyendas de caballería de la época: el Santo Grial. Éste se halla también presente junto al monumento a doña Lambra, en las cercanías de algunas representaciones modernas de los conocidos polisqueles de origen celta, que tanto abundan en nuestra piel de toro, y estaría representado bajo la forma de un recipiente del que beben dos aves, simbolos de sabiduría, pero también representaciones del alma humana. Continuar un recorrido por los pueblos de alrededor, implica, a su vez, expandir el alma y observar cómo los diferentes símbolos van apareciendo como por arte de birlibirloque, mientras las hojas amarillentas revolotean por la plaza mayor del pueblo, movidas por un invisible aliento elemental. Podría ser el caso, sin ir más lejos, de Cascajares de la Sierra, en cuya parroquial, la cabeza infame del Diablo -quizás aquél con el que se reunían las brujas en los cerros desiertos de Cernégula, no muy lejos de Poza de la Sal, pueblo de donde era originario Félix Rodríguez de la Fuente- observa, más allá de la curiosidad del turista, los cerros grises que se extienden a lo largo de kilometros de sierra, como el cuerpo dormido de un gigante antediluviano.


La mole imponente de la parroquial de Jaramillo Quemado, recortándose sobre un cielo mortecino sobre el que de vez en cuando se cuelan los rayos tibios de un sol perezoso, amarilleando aún más, si cabe, las hojas a punto de suicidarse en caida libre, una vez despojadas del soporte vital de las ramas de los álamos del pequeño bosquecillo que circunda a un pueblecito tradicional; un pueblecito de los de siempre, con sus casonas de piedra y sus tejados de sanguina arcilla, por cuyas chimeneas escapan unos humores nostálgicos -como los cuentos de la abuela al calor del hogar- similares a fantasmas.


El rostro cadavérico, cuando no bafomético, que parece pasar revista a todo aquél que se atreve a trascender el pórtico de entrada a la iglesia de San Martín de Tours, en el vecino pueblo de Vizcaínos o, algunos kilómetros más allá, en Barbadillo del Pez, la magia druídica del muérdago aposentada, como nidos de ave fénix, sobre las ramas de diversos árboles, esperando ser recolectados por una hoz de oro. A su vera, y por debajo del pequeño puente medieval, un arroyo mortecino atrapa imágenes coloreadas con pastiches amarronados y sirve, a la vez, de medio de escape para las hojas que buscan un Nuevo Mundo, constituyendose a sí mismas, en frágiles naves del olvido.


Itinerarios, en fin, repletos de magia y de misterio, aderezados por la ctónica presencia de un otoño, en cuyos estertores uno no puede por menos que pensar que principio y fin, el alfa y el omega de los crismones cristianos, no son, si no, un claro mensaje incitando a la Renovación.






(1) Manuel Alvar: 'El Romancero, introducción y selección', Editorial Magisterio Español, S.A., 1968, página 59.

miércoles, 26 de octubre de 2011

El Sueño de una jornada de Otoño: Capricho de un hombre invisible



'El que realmente está comprometido con la vida nunca deja de caminar'

[Paulo Coelho: 'El Aleph']



Con el final del verano, desaparecieron los ocupas de Shakespeare, Oberón y Titania; y también los pececillos de colores que, como luciérnagas, pintaban grafitis armónicos bajo la superficie del estanque chico. Permanece ahora en ella, como una marea de chapapote crepuscular, una capa de limo plateada, tupida y oscura que, como el capote de un matador de toros, recoge en prenda las hojas sin sabia que el tiempo ha envejecido y la estantigua ha ejecutado. En el estanque grande, aquél que dibuja ilusiones de luz y sombra que oscilan a merced del viento, una cohorte de ánades acompaña en cortejo y porta las arras de dos cisnes negros. Observándolos, me siento como ese pérfido voyeur que asiste a hurtadillas a una privada danza de amor que ejecutan con sus cuellos, tal y como los observo a menudo en muchos capiteles románicos. Pienso que, dado su color, tal vez se trate de aquéllos cisnes negros a los que cantaba el cantante Basilio, allá por los felices años setenta, cuando España comenzaba a quitarse el taciturno sayal, y el pop y las chicas ye-yé tenían visos de convertirse en la camisa blanca de nuestra esperanza. Curiosamente, más allá de las costas donde la Armada Invencible naufragó, los Beatles le cantaban a Jude y en las entrañas de la Caverna sonaban las melancólicas notas de Yesterday.





Es el otoño, desde luego, el que me hace pensar que quizás mis palabras no tengan sentido y sean fácil presa de un viento que, aún sin llegar a ser cierzo legendario, y como decía, más o menos el poeta Neruda, las lleve en veloz carrera para enterrarlas junto al musguillo que trepa por los vanos de la puerta del hogar de la nostalgia. Tiempo en el que me congratulo con la palidez de las hojas mal heridas; me solazo con los tibios rayos de sol que se cuelan de rondón entre las ramas de los árboles afortunados, aquellos que por cobijar al gorrioncillo herido, según el cuento, fueron recompensados con mantener sus hojas durante todo el año. Y siento pena, no obstante, por esos otros que, egoístas cual humanos, despreciaron el precepto solidario y veo sus hojas precipitarse contra el suelo en caída libre, para terminar yaciendo en los caminos, cadáveres del color marrón del tabaco en los que las gotas de rocío se estancan y en la soledad lunar, gimen desconsoladas.

Es el otoño; tiempo de calabazas; de sustos o trucos; de casitas de gnomos creciendo como urbanizaciones sobre un litoral de hierba. Tiempo en el que la hiedra amarillea sobre la entrada del viejo búnquer y las enredaderas abrazan la planta octogonal, como el sueño geométrico de un arquitecto templario, de la Casa de la Abuela. El humo de las viejas chimeneas, alimentadas con la leña húmeda del recuerdo. De sombras que se alargan por los caminos, hasta desaparecer en el horizonte estremecedor del olvido.






La magia continúa inflexible, manteniendo el hechizo ancestral que inmoviliza al fiero jabalí precisamente en el lugar de nacimiento del vital arroyuelo que nutre las felicidades volumétricas del singular estanque. En su templo, Baco custodia, con más palidez, quizás, que nunca en su marmórea anatomía, el fruto vital que plantó el primer Noé y que más tarde, tratado y reconvertido, se transformará en el soma sagrado que alimente las visiones más recónditas del mundo occidental. Es el otoño, tiempo en el que las leyendas renacen y las ánimas se reencarnan en las proximidades de los mil y un sanjuanes de Duero del mundo; el señor del Segre cabalga de nuevo para enturbiar con pesadillas los sueños del hombre tranquilo y gris y el rayo de luna busca al incauto Manrique que ha de ser inmolado en los abismos fluviales donde mora la xana Caricea. En algún rincón del sueño, hay lugar también para un laberinto donde desterrar a esa sombra guerrera que, cual Minotauro, camina siempre conmigo.


Pero pido perdón por molestar. Tan sólo quería darme un Capricho...

lunes, 24 de octubre de 2011

Ruteando por Burgos con el Magister



'La tarde era cálida, deliciosa: inusitadamente cálida para la época del año. La suave fragancia del incienso, elevándose dulcemente en la atmósfera quieta, llenaba nuestro espíritu de calma. Envuelto en una gloriosa aureola, el sol se ocultaba en la lejanía, tras las altas cimas del Himalaya, dejando teñidos de púrpura, como un presagio de sangre que salpicaria el Tíbet en los años futuros, los picachos llenos de nieve...'.

[T. Lobsang Rampa (1)]


A veces cierro los ojos y miro atrás. Aunque parezca mentira, aún conservo una vela incandescente en el ataúd de la memoria por aquél joven chela y su maestro, el lama Mingyar Dondup, que durante tantas horas me acompañaron en una juventud que se las prometía muy felices. En aquélla época, mis sueños de aventura tenían dos nombres específicos; dos nombres exóticos, misteriosos y sobre todo mágicos, que se habían grabado a fuego lento en lo más recóndito de un alma que todavía permanecía aletargada bajo el disfraz de Peter Pan: Egipto y el Tíbet. Era una época dorada, no me cabe duda, en la que los sueños, aún descendiendo sus visiones por el peligroso cuerno de marfil del subconsciente, me dejaban un singular regalo al despertar. No era una moneda de veinte duros, como hacía el generoso Ratoncito Pérez cada vez que se me caía un diente y lo intercambiaba con el celestino beneplácito de la almohada y el cariño de los deudos, sino enigmáticas, desencarnadas palabras de ancestrales grimorios del Más Allá. A veces frases, ambiguas pero no menos enigmáticas, de las que recuerdo, especialmente, éstas: siete años de vida, siete años de muerte; doce suben y la llave de Osiris abre la puerta. Sin duda, soy un tipo raro, un subproducto de la especie, un experimento fallido en el atanor genético de un proyecto desconocido. Tan desconocido y poco brillante, que alguna vez mandé algún sueño a interpretar. La experta recomendación, aparecida al mes siguiente en alguna revista de esoterismos varios, cuyo nombre -apelo a la igualdad con Cervantes- prefiero no recordar, solía ser siempre la misma: búscate un maestro ascendido. Estoy seguro de que entendí mal el mensaje y en lugar de poner un anuncio en el periódico por si algún maestrillo de saldo se dejaba atrapar, siquiera fuera por las circunstancias cuando no por ego, decidí probar otro método, utilizando el soma de entonces: los combinados de ginebra y algunos cigarrillos embadurnados de marihuana que hace siglos que dejé olvidados en los campos de Marruecos. No dio resultado, es evidente, de manera que dejér de buscar. Me conformaba saber que, si bien el Tíbet había sido por fin invadido, tal y como habían profetizado los lamas videntes, al menos en España, aún sin clases particulares, comenzaba a amanecer una primavera mistérica de la mano de Atienzas, Musqueras y Alarcones; Paco Padrón contactaba impunemente con los extraterrestres en las Atlántidas Canarias y Juan José Benítez iniciaba sus cien mil kilómetros tras los OVNIs. Comenzaba, pues, una Edad de Oro para los esforzados spanish misterious investigators magisters, cuyos esfuerzos y buen hacer supieron aprovechar, sobre todo, dos editoriales de postín: Plaza & Janés y Martínez Roca.





Un mundo y veinte vidas después, me convertí en perquisitore solitario por esos caminos de la España profunda y, ¿por qué no?, también de esa otra España, menos profunda pero no por ello menos interesante, sin duda intentando proseguir la búsqueda de esos otros mundos que hay, como decía el filósofo francés Paul Elouard, y que afortunadamente aún están en éste. Es cierto que dejé de anotar mis sueños al despertar, y que nunca más se me volvió a ocurrir mandar clichés de recuerdo a sabios merlines de revista y folletín, para que los introdujeran en sus particulares máquinas de generar apuestas, ofreciéndote el consejo de tu vida. Como lobo estepario -con el permiso de Maese Hesse- aprendí una ley similar a la de la materia: los Maestros ni se buscan ni se anuncian, simplemente se encuentran. Por supuesto, como no podía ser menos, todo se reduce a una sencilla cuestión de Tiempo. La Vida es un programa previsto en un Karma en el que nada ocurre por casualidad. Tal vez este viaje también estaba previsto.


¡Va por Vd., Maestro!.




(1) T. Lobsang Rampa: 'La Caverna de los Antepasados', edición especial para Discolibro de Ediciones Destino, 1973, página 11]

jueves, 20 de octubre de 2011

Ruteando por Segovia: pequeño diario de una etapa en el Camino



Querido Diario:


He estado en un bosque. Había un río y también un promontorio rocoso, en cuyo vientre de piedra, la vida se desarrolló en el líquido amniótico de la Historia. Estamos en agosto, pero eso ya lo sabes. Por la mañana, horas después del canto vespertino de los gallos, ese toque de diana rústico e imperativo, que pone en movimiento a los reclutas del corral y hace infelices a los humanos, que ven que sus sueños se escapan por la ventana abierta, desvaneciéndose en el aire como el humo.

Allá lejos, en la parte donde el Duratón forma arcos de ballesta, como diría Maese Machado refiriéndose al Duero a su paso por Soria, las sombras se niegan a retirarse, ocupando, con espartana determinación, barricadas de silencio. El silencio de los santos eremitas que un día ocuparon hasta el último recodo de su vientre natural, para renacer, con espiritualidad nuevemesina, a una nueva vida de sacrificio y sabiduría.

A ésta otra parte, donde nuestros pasos provocan lamentos borincanos en las hojas secas, los rayos de ese mismo sol -egipcíaco, atónico y triunfante- dibujan fantasmas sobre los claroscuros del suelo y posteriormente surfean la superficie del río, vestidos con trajes de guirnaldas y lentejuelas, cual bicetiples de bombo y cabaret. La corriente, irremisible imán, apunta siempre hacia el polo magnético del mar. Me pregunto si las gotas que arrastra, antes del tránsito final, atraviesan ese túnel blanco, precursor de la totalidad del Nirvana.

Estoy ahora en otro campo, quizás en otro planeta. Hay otros seres que, como el Principito, miran siempre hacia el sol. Se llaman girasoles y aún a pesar de la fugacidad de su existencia, tengo la curiosa sensación de que al menos la Naturaleza les compensa, otorgándoles la gracia de un atisbo de felicidad. Junto a ellos, arca varada en una isla de recuerdos, una pequeña iglesia muestra parte de sus antiguos sueños románicos. Sus ijares lucen numerosos graffiti de peregrino, mortificaciones simbólicas que conducen a la más subjetiva de las encrucijadas. Veo rostros impasibles, burlándose desde la materia eterna de la piedra; arpías de siniestro aspecto, deseando rasgar con sus afiladas garras las frágiles cortinas del alma; un pie de druida o una estrella de cinco puntas, disimulada en le medio cielo superior de su ábside; un gorrión curioso, cuando no ocupa, revoloteando por un nido de cigüeña abandonado; el eco de una risa alegre, verso en el estío, fundiéndose con el mortero de una piedra que no puede atravesar.

Un pueblo tranquilo, perdido en una infinita paramera de doradas tonalidades trigueñas, mordido su corazón por una carreterilla cuyo asfalto serpentea hacia todos los lugares en general y a ninguno en particular. Con geometrías basadas en la delineación técnica del libre albedrío, muestran las tejas de sus casas la intensidad macilenta tan propia del vino añejo, que a fuerza de reposo, los años han convertido en gran reserva. Historia viva de lo que hemos sido y vía crucis camino de un imaginario Calvario para aquellos otros que hemos empeñado nuestra alma en una mefistofélica mentira llamada Urbania.

Hay mortajas de piedra, de ancestrales deudos, que crían espinos en verano y recogen las lluvias del otoño, convirtiéndose en improvisadas fuentes sin caño donde ocasionalmente abrevan los ganados merinos. Un viento, cálido aunque fugaz como esos besos que incendian las costas donde naufragan nuestras pasiones, que hace levantar el vuelo a ese polvo de hadas que por falta de imaginación se convierte en alergia en la nariz de los hombres. Al otro lado de la carretera, una bicicleta descansa apoyada en la arcada porticada de un templo milenario en el que ya nadie consulta la hora en los relojes solares grabados en sus sillares, pero del que todos tienen algo que decir, excepto la auténtica intención del magister muri que lo levantó, sin duda soñando con ese séptimo cielo al que conduce la escalera de otro soñador de nombre Jacob.

Suerte desigual, una malvada madrastra, llamada Despoblación, ha convertido a los feligreses de este otro templo, en rastrojos y maleza que alargan sus brazos hacia unas paredes desnudas, desde las que sueñan con los estrellas, en las noches de verano, los sin techo de un mundo feliz. Unos escalones, de piedra de siglos, conducen a las cuencas vacías de una espadaña, el recuerdo de cuyas campanas atormenta las noches de insomnio de suicidas emigrantes a la gran ciudad.

Y no obstante, mi querido Diario, todo esto que te he contado hoy, en el silencio de nuestra hermana intimidad, sólo son falacias y basiliscos, en comparación con ese gesto materno, de ternura inigualable con el que una madre amamanta a sus crías.

Y es que, después de todo, tú bien sabes que siempre ha habido brujerías en el mundo.




martes, 18 de octubre de 2011

Pueblines del Camín: La Piñera



No podía falta, y con esto termino por el momento el pequeño ciclo dedicado a algunos pueblines asturianos, otro emblemático lugar, también situado en las inmediaciones del Monsacro y beneficiado, por tanto, al menos teóricamente, de la magia, la tradición y el telurismo ancestral que emanan desde sus misteriosas entrañas, desparramándose como un torrente por el entorno: La Piñera.

La Piñera conlleva para Asturias, lo que Calatayud para Aragón: arrastra una coplila maliciosa, que a base de repetición y cachondeo popular, se ha convertido en pieza indiscutible de todas las floridas romerías; una coplilla que soportan, como una especie de rito de iniciación, cuando no de paciencia -permítaseme el símil- todos los párrocos que se van relevando en el lugar, y que se basa en los deslices carnales de un cura con una molinera (1). Por cierto, que tuve ocasión de comprobarlo el pasado 24 de julio, durante la romería celebrada en la cima del Monsacro. El párroco, don Miguel Ángel (2) estaba precisamente a mi lado cuando sonaron los acordes, y el pobre hombre, resignado -¡qué remedio!- sólo acertó a comentar, encogiéndose de hombros: ya se están metiendo conmigo. Y es que en todos los sitios cuecen habas, pero eso es otra historia.

De la historia que puede interesar aquí, basta saber, por ejemplo, que la iglesia de La Piñera , aunque no quede ninguna huella -al menos en su estructura exterior- fue levantada con los restos de una iglesia más antigua, que se levantaba en el denominado prado de San Juan, situado en la vecina aldea de Llavandera, y que también, dentro de su término, encontramos un curioso ejemplo de ermita privada cuya restauración, acogiéndose al denominado Plan A de adecuación interior, curiosamente se va a ver beneficiada con dinero público. Pero esto no es que sea otra historia; es simplemente política, que es -y perdón por la redundancia- algo mucho peor.
Pero La Piñera tiene también una cierta conexión con Oriente, en esos felinos trotamundos que, denominados de angora, retozan perezosos en el porche de las casas o vagan confundidos por los descansillos de los hórreos, preguntándose, quizás, por dónde contertulian unos ratones que en ocasiones son tan pequeños como una cucaracha.

Y también hay cruces ancestrales; algunas, de tipo sospechosamente monxoi que, cual eternas imaginarias, custodian nuevos cuarteles, derruidos en el olvido inmemorial aquellos otros, detrás de cuyos dinteles, monjes y guerreros velaron armas fervorosamente en pro de una Tradición, poco menos que perdida hoy en día.

Pueblines del Camín, raiganos de esencia astur.





(1) 'Al señor cura de La Piñera, toca la gaita la molinera...'.
(2) También es párroco de La Piñera.

domingo, 16 de octubre de 2011

Pueblines del Camín: La Vara




La Vara es otro de esos interesantes pueblines asturianos del Camín, en el que dada su elevada situación, no resulta extraño que el orbayo -tan familiar y tan asturiano también- haga pertinaz acto de presencia durante la mayor parte del año. Atardecía una hermosa tarde de septiembre, cuando llegamos al lugar, si no buscando misterios -que habélos, haylos, no faltaría más- sí al menos con la esperanza de encontrar a cierto concejal -de presencia tradicional en las romerías del Monsacro- que pudiera orientarnos. Lo encontramos; interrumpimos una celebración familiar; nos comentó cosas no tan largo y tendido como hubiéramos deseado pero sí interesantes si las lleva a cabo, y cuando nos despedimos de él, dimos un corto pero agradable paseo por el pueblo.

Conectado con La Carballosa por un caminillo rural que posiblemente hollaran en tiempos sandalias romanas, cuando no peregrinas, a diferencia de otros lugares, sólo encontramos una genuina Cruz de la Victoria -incompleta- en el dintel de una casa. Su propietaria, que abrió la puerta alertada por los ladridos de un perro vanduendo, como diría mi abuela, lo único que pudo decirnos, es que esa piedra llevaba ahí toda la vida. Es el eterno problema de los pueblines asturianos, que tienen una enorme riqueza cultural repartida entre los dinteles de sus puertas y una memoria frágil, inexistente para recordar una Historia que, paradójicamente, fue rica e importante.

Fue precisamente ella quien nos orientó hacia un caminillo que se perdía en oscuras frondosidades, en bosques de zarzas y helechos que se metamorfoseaban en castillos encantados a la pálida luz de la luna, guardianes de sortilegios, en definitiva, hogar sui géneris de seres mágicos arrinconados por el avance de la civilización humana.

Al lavadero le habían limpiado la cara, otorgándole un aspecto moderno, es cierto, pero cerca de él, un pilón centenario recogía las aguas, genuinamente límpidas, de un arroyo que presumiblemente naciera en el útero misterioso de la Sierra del Aramo, para terminar vadeando alegre la ladera y unirse, quizás al pie del valle, con esos afluentes del Caudal que, de nombre Morcín y Riosa, lamen las veredas cercanas al Monsacro. Poco me hubiera sorprendido encontrarme con una xana atusándose los largos cabellos con su peine de oro, cantando una canción melancólica, como melancólica es la antigüedad del lugar y melancólicos sus numerosos secretos. Había un extraño silencio allí; un silencio de siglos, sólo roto por el repentino chapoteo de alguna gota rebelde precipitándose al vació desde el trampolín del caño.

Una curiosa sensación a esencia mágica envolvía mis pensamientos de regreso al pueblo, y a hurtadillas miraba hacia la espesura con la esperanza de toparme, no con los ojos tristes e indiferentes de aquél viejo lobo con el que me encontré en la aldea familiar siendo niño, pero sí, quizás, con la vana esperanza de sorprender a algún xanino, a algún trasgu o algún diañu. Nada de eso ocurrió, evidentemente, pero algo debió de haber, sin duda, pues, como pude comprobar días después, los orbes hilaron fino por La Vara en aquél atardecer.





martes, 11 de octubre de 2011

Pueblines del Camín: Bueño



Sus orígenes, como el de los vaqueiros, son inciertos; se ocultan detrás de ese enigmático velo de Isis en el que los teósofos pretenden vislumbrar una cosmogonía universal muy diferente a la visión fría y racional que nos han vendido los academicistas, y a la que van a parar todos los huérfanos de toda época y lugar, conformando capítulos incompletos, relativos a diferentes culturas y civilizaciones. Me refiero, como habréis adivinado, a la Historia. Y en algún apartado rincon de ésta, desde luego, a los hórreos.

En cierto modo, no debe de resultarnos extraño que hombres relevantes, independientemente de la época y sus circunstancias, hablaran de ellos e incluso les hicieron partícipes de metafísicos milagros, haciéndose, cuando menos, preguntas acerca de sus orígenes y características. Uno de tales hombres, fue el soberano Alfonso X, no en vano apodado el Sabio, quien ya olisqueara el hórreo para ilustrar el milagro de la Cantiga número 187. Otro, más actual e ilustre gijonés de nacimiento, fue Jovellanos.

Referente a estos emblemáticos edificios, en Bueño hubo una acertada iniciativa: la de crear un museo del hórreo, aprovechando los numerosos ejemplares que, en relativo buen estado de conservación, conlleva que se le califique como el pueblo de los hórreos. Una iniciativa que, por las circunstancias que fueren, se quedó en agua de borrajas, impidiendo, en parte, que el forastero y el curioso que se dejan caer por allí no lleguen a asumir y a conocer con más profundidad, la historia -o mejor dicho, la pseudo historia- y las peculiaridades de tan singulares elementos tan estrechamente ligados a la cultura y el modo de vida astur.

Dado que ningún lugar es perfecto, en la actualidad el fantasma de la expropiación se cierne sobre algunas propiedades del municipio, situados en la ladera. El motivo, en este caso, es la ampliación de la cercana cantera. Una cantera que posiblemente haya sido explotada durante siglos y cuya piedra forme parte de los monumentos religiosos más representativos de los alrededores, incluida la capital, Oviedo.

Eso sí, el pequeño espacio habilitado para aparcamiento es sólo de uso exclusivo de los clientes del bar.



jueves, 29 de septiembre de 2011

Pueblines del Camín: La Carballosa




'Véote, querida Asturies, / humilde y acurrucada / entre los Picos de Europa / y el Puerto de Vegarada, / que te guardan y defienden / como se guarda a una infanta, / princesa o doncella hermosa / po les bruxes encantada...'.

[Carlos de la Concha (1)]



Hay varias maneras de llegar a este pequeño pueblín de La Carballosa: una es siguiendo la carretera general, que termina precisamente allí, en una rotonda, y otra es hacerlo a pie desde Busloñe, adentrándose por un caminillo en cuesta que, delimitado por un pequeño aunque tupido bosquecillo, puede parecer el lugar ideal para las tretas y celadas de cuélebres y diaños burlones. No obstante, recomiendo armarse de valor y seguir este agradable sendero, sobre todo, porque no tardaremos en darnos cuenta de que el empedrado que pisamos es Historia; y aunque ya no se escucha el eco, seco y estremecedor, de las suelas de las sandalias de los curtidos legionarios, constituye, sin embargo, el pequeño vestigio de una antigua calzada romana.

En La Carballosa, escuché por primera vez hablar de la Senda de los Quirosanos -curetes, cairos, queiros, quiros ancestrales- aquélla ruta que, posiblemente, tomaran Pelayo y los soldados de Morcín que le acompañaban, hasta depositar el Arca con las reliquias en la cima del Monsacro (2).

Y aquí, en La Carballosa, conocí al mismo tiempo, a un personaje peculiar, de nombre Francisco, del que tuve la impresión de que detrás de su aspecto de rudo campesino montañés, se ocultaba, en realidad, el corazón de un poeta y la sabiduría de un genio.

Evidentemente, también me topé con restos de pasado con agridulce sabor a misterio, como las cruces monxoi que salvaguardan los tímpanos de algunos hogares; algunos símbolos solares grabados y además pintados en la centenaria madera del hórreo de Francisco, a cuya sombra, orgullosos aún por su estado de conservación y utilidad, descansaban un carro y un molino con genuino sabor a medievo.

Centinelas que no pierden detalle alguno -no en vano, tienen fama de que sus ojos pueden traspasar los límites de la realidad- los gatos posaban para la cámara con una mundanidad verdaderamente sorprendente: ora plantados en el alféizar de la ventana, cual comadres que no pierden detalle de cuanto sucede en el pueblo; ora buscando la plácida sombra debajo del campanín de la pequeña ermita del Cristo de la Misericordia, o tumbados cuan largos son, en el entramado con forma de pata de oca de un granero, con el telón de fondo de la ladera del Monsacro, transfigurándose con los últimos rayos de sol.

Por el contrario, al otro lado, las cimas más altas de la Sierra del Aramo y el Angliru comenzaban a revestirse de sombra y niebla, preparando el terreno al lobo y sus misterios.



(1) Poeta nacido en Villaviciosa, en 1877. Cultivó la poesía tanto en bable como en castellano.
(2) Piedra del Camín (límite entre Quirós y Morcín), Llanos del Texu, Vildeo, Pan de la Forca, Braña Ce, Vega Bobies, Los Bragaories, So Les Talles, Tres Los Bragales, Papera, El Colleu, Canal de la Hierba, Xunceo, Cuitu Utiel (límite entre Riosa y Morcín), Cima del Cordal del Cerro, Al Rozo Morcín, Cobarriella, Canal de la Espina...y el Monsacro.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Pueblines del Camín: Busloñe

'Asturias es, sin disputa, la región española más rica en leyendas y mitos. Hermana de Galicia y del incomparable Bierzo, en ninguna otra han perdurado más que en ella las creencias precristianas...'.

[Mario Roso de Luna (1)]



Llegar a Busloñe me supuso conseguir, sino un conocimiento profundo, porque tal cosa sería desproporcionada e imposible en relación al tiempo que permanecí allí, sí al menos una aproximación a uno de los interesantes pueblecitos que, cual diminutos satélites, orbitan alrededor del Monsacro, y por extensión, perviven plácidamente adormecidos a la vera de la Sierra del Aramo, junto a otro de los montes más emblemáticos de Asturias: l'Angliru.

Hacía calor, desde luego, y apenas acababa de dejar la bolsa con las escasas pero imprescindibles pertenencias, en mi habitación de La Casa Vieja, el hotel rural de Santa Eulalia de Morcín, en el que estuve cómodamente alojado en éste, mi último desplazamiento al Principado. No obstante los avatares de un viaje largo, quizás con más paradas para comer y repostar que las realizadas en viajes anteriores -faltando a mi costumbre, no me detuve a observar las hermosas tonalidades azul celeste del embalse del río Luna, en la provincia de León, muy cerca de un puente, el de Fernández Casado, que siempre me ha recordado, aunque a menor escala, evidentemente, el de San Francisco, en las inmediaciones del pinturesco pueblecito de Cangas de Luna- el cansancio apenas resultaba un inconveniente en comparación con el deseo de perderme por aquellos inolvidables parajes; de sentir una naturaleza viva, en ebullición, que incita siempre a hacer propio el famoso carpe diem latino, o lo que es lo mismo, de aprovechar y gozar al máximo el momento; de ver símbolos, cuando no señales, y sobre todo de escuchar cuanto tuvieran que decirme unas gentes sencillas, a las que en cierto modo envidiaba porque tenían la oportunidad de vivir inmersos en esa mitosis ancestral a la que hace referencia Roso de Luna. También es cierto, que nada de esto hubiera sido posible sin la guía y buena disposición de una amiga, residente en Santolaya, pero originaria -perdón, por volver a vueltas con la causalidad o la casualidad- de esa región hermana, que es el Bierzo leonés.

Llevaba planes en la agenda, evidentemente. Pero también es cierto, que en toda agenda que se precie debe haber siempre un espacio en blanco -y no me refiero al programa radiofónico de igual nombre- para lo imprevisible; un espacio a llenar con todo aquello con lo que no cuentas por ignorancia o desconocimiento, pero que te encuentras inesperadamente, y cuya mayor sorpresa radica, posiblemente, en que además forma parte del tema o los temas que te interesan.

En este sentido, buscar huellas de un pasado que se supone fue rico y ameno, implica llevar como complemento, una lupa muy especial -la de la intuición- y unos oídos capaces de escuchar, sin desdeñar de antemano todo aquello cuanto recogen, desestimándolo a priori por fantástico o hipotético.

Antes de encontrar la cruz paté en el dintel de una de las casonas de Busloñe -como me aseguró la persona que me acompañaba- ya me había tropezado con el misterio simbólico -del que hablaré en otro momento y lugar- oculto en los maderos cuarteados por las vetas indelebles del tiempo, de unas construcciones típicas y dignas de tener en cuenta: los hórreos. Los hórreos encierran verdaderos enigmas, y son una fuente de información muy útil en cuanto a gentes, creencias y arraigos ancestrales, que merece un estudio aparte.

De la cruz paté, efectivamente localizada, así como de otra con posibles características prerrománicas -independientemente de la presencia de una fecha del siglo XVII labrada a su vera- los vecinos, perdida una memoria que desafortunadamente yace con los deudos en los cementerios cercanos, aún recuerdan, nos obstante dubitativos, ecos de su posible origen: un convento de monjas, del que ya no queda ni rastro, que sitúan, unos en El Pumar y otros en Molín la Puente.

Pero quizás lo más curioso, aquello que puede parecer fantástico en principio, aunque no improbable, desde luego, vino a raíz de una distendida conversación, con el detalle incluido de una generosa invitación y un agradable refresco; se dice, se comenta, se rumorea acerca de la pervivencia templaria en las aldeas de alrededor. Una pervivencia, que habría que situar una vez disuelta la Orden, en la que algunos de los fratres, lejos de incorporarse a la disciplina de otras órdenes religioso-militares, optaron por casarse y fundar hogares, teniendo siempre a la vista los familiares contornos de enclaves eminentemente sagrados, como son la Sierra del Aramo y, por supuesto, el Monsacro, que con toda probabilidad, un día guardaron.

En fin, sorpresas inesperadas que continúan diseminadas, como las piezas desmembradas de un puzzle fantástico e inimaginable, en otros pueblines del Camín. Como, por ejemplo, La Carballosa. Pero claro, eso ya será otra historia.




(1) Mario Roso de Luna: 'El tesoro de los lagos de Somiedo', Editorial Eyras, 1980, página 155.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Pueblines del Camín: Santa Eulalia de Morcín (Santolaya)




Cuenta la Tradición, que fueron guerreros de Morcín los que, habiendo acudido a la llamada del rey Rodrigo y habiendo sobrevivido al desastre del Guadalete, guiaron y escoltaron a don Pelayo por las montañas del interior de Asturias, hasta llegar a la cima del Monsacro, donde depositaron el Arca con las sagradas reliquias que Santo Toribio había traído de Jerusalén. Sucedía esto, poco antes de la caída de la capital del reino visigodo, Toledo, y la prueba de su veracidad, la encontramos en el interior de la Cámara Santa de la catedral de San Salvador de Oviedo, a donde fueron trasladadas por mandato del rey Alfonso II el Casto. Precisamente aquél rey, bajo cuyo reinado se produjo el milagroso descubrimiento de los restos del Apóstol Santiago; rey que, motivado por tan extraordinario suceso, se convirtió, propiamente hablando, en el primer peregrino, inaugurando, en su desplazamiento, el que sería conocido como Camino Primitivo, que se desarrollaba desde Oviedo, por el interior de Asturias, hasta el Locus Sancti Iacobi, en Santiago de Compostela.

Recuerdo esto, porque la Tradición, el Monsacro y Santa Eulalia de Morcín, están estrechamente ligados. No en vano, ésta emblemática población asturiana, se encuentra situada a los pies mismo de un monte que ya ostentaba su condición de Sacro, siglos, quizás milenios antes de que las reliquias recalaran en él, como demuestran -o mejor dicho, demostraban- los dólmenes que había en su cima (1), de los que no queda rastro, así como los túmulos funerarios que, aún disimulados en la orografía del terreno, aún se pueden contemplar.

Situada a escasos ocho kilómetros de Oviedo, en plena cuenca minera -doce kilómetros la separan de un pueblo minero por excelencia, como es Mieres del Camino- los avatares históricos modernos han causado mella en uno de los elementos, bien determinados, que hubieran podido convertirla, hoy en día, en otro foco cultural de atención principal, en lo que al llamado Arte o Prerrománico Asturiano se refiere: su iglesia dedicada a la figura de Santa Eulalia de Mérida.

Como en muchos otros lugares de la Península, el arte religioso asturiano se vio terriblemente afectado por periodos históricos bien determinados: la invasión francesa, la desamortización de Mendizábal, la revolución de octubre de 1934, y por supuesto, los terribles avatares de la Guerra Civil. Durante la revolución minera de 1934, la iglesia de Santa Eulalia fue incendiada y prácticamente destruída. Bien es cierto, que las posteriores remodelaciones no la han hecho ninguna justicia, aunque de aquélla arcana solera que se remonta -según su piedra fundacional, que milagrosamente se conserva en uno de los muros situados enfrente del altar- al año 896, aún se pueden distinguir algunos elementos interesantes: las jambas del pórtico de entrada, con impresionantes polisqueles y un extraordinario nudo de Salomón; un ventanal en el ábside; la pila de consagración original y un ara celta, cubierta de yeso, disimulada en una de las capillas laterales, aunque no existencia no ha pasado desapercibida para Cultura y Patrimonio.





Por lo demás, el visitante que accede por primera vez al lugar, se encuentra, si es observador, con una Santa Eulalia estructurada en dos estratos bien diferenciados: uno, señorial, que se localiza al principio del pueblo, compuesto por algunos bares -incluido el Robert, donde solía acudir por la noche a tomar un bocadillo y una cerveza- y algunas manzanas de pisos con características residenciales, y otro más cercano y rural, localizado más arriba, junto a la rotonda, con la iglesia, el ayuntamiento, la farmacia y un pequeño supermercado de comestibles. Unos metros más arriba de ellos, llama la atención una antigua casona de varios pisos y las paredes pintadas de varios tonos de verde, el color del campo asturiano. Se trata del hotel rural La Casa Vieja, cuyo propietario, Maxi, cuenta con un hórreo y un antiguo molino, que gusta de enseñar a los curiosos, y que a día de hoy, funciona perfectamente. Precisamente en mi último desplazamiento, acaecido hace apenas una semana, la ventana de mi habitación daba a la parte del molino. Después de un intenso día de recorridos y descubrimientos, con la ventana abierta, resultaba gratificante dejarse llevar por los brazos de Morfeo, escuchando el dulce sonido del río -no sabría decir a ciencia cierta si el Riosa o el Morcín, ambos afluentes del Caudal- y esa nana misteriosa que, traída por el viento de las neblinosas cimas del Monsacro se colaba en la habitación en silencio y a oscuras, trayendo consigo la magia de antiguas historias.




(1) Se supone que una de las dos ermitas románicas que hay en la cima, la denominada capilla de arriba o ermita de Santiago, de planta octogonal, se levantó precisamente encima de un dolmen.