domingo, 22 de abril de 2012

Covadonga: retorno al Santuario de la Madre


'Y una vez hallé unos montes que parecían anudarse, y un camino que moría de repente -como si los mismos montes se hubieran arrojado encima de él y se lo hubieran tragado-. Luego el camino resurgió de pronto, arrastrándose, doblándose, empinándose como látigo y culebra, unas veces empujado, otras veces atraído por un río. Y ví un sitio en que parece que los montes se redimen y se disponen a lanzarse en vuelo, llevando una catedral a manera de custodia...' (1).

Puede resultar un tópico afirmar que siempre resulta un auténtico placer emprender un viaje hacia el corazón de Asturias, y dejarse llevar por la sublime belleza que envuelve el privilegiado entorno de este santuario ancestral, que es Covadonga. Su efecto de atracción es tan grande, que congregando, como congrega a grandes masas de visitantes durante gran parte del año, resulta una tarea harto difícil precisar cuál es el mejor momento para subir y gozar en privado de unos minutos de auténtica paz, sin más compañía que el dulce murmullo del agua deslizándose en vitales cascadas procedentes del vientre amniótico y fecundo de la Cueva, y los paseos mañaneros de las monjitas, silenciosas y etéreas, casi diríase que transmitiendo una mística ausencia, antes de que las campanas de la Basílica -cual gallos intempestivos e inoportunos- rompan el hechizo del momento, anunciando la misa de las nueve. Para vivir, pues, unos minutos esa auténtica Covadonga, genuina, vital y ajena por completo al bullicio y al populismo, mi consejo no es otro que el de madrugar; levantarse a una hora temprana y llegar al Santuario cuando aún están cerrados los bares situados a pie de carretera, y el sol comienza a bostezar por encima de las cumbres del sagrado monte Auseba. Un momento, desde luego, en el que los dos leones, las dos inmensas fieras que guardan el acceso al Santuario, vuelven a adoptar su pose familiar, entregándose a la prisión del bronce hasta la llegada de la noche, momento en el que sus espíritus volverán a la vida para velar el descanso de la Santina. Un momento después, también, de que las xanas dejen de peinarse sus largos cabellos con peines de oro, y se deslicen, etéreas y blancas, cual rayos de luna, en el río que corre no lejos de la fuente donde todavía las mozas le cantan a la Virgen, aquélla coplilla que dice: La Virgen de Covadonga, tiene una fuente muy clara; la niña que bebe en ella, dentro del año se casa. Un momento, en el que trasgos y diaños tocan a retirada y los cuélebres se transmutan en piedra allá, en el fondo de las cuevas, donde guardan eternamente los tesoros ancestrales. Porque para vivir Covadonga en toda su plenitud, no basta sólo con llegar, resulta más que indispensable, así mismo, creer. Quizás, las breves líneas que siguen a continuación, y que escribí sobre la marcha en mi cuaderno de notas, puedan servir de ayuda a todo aquél que quiera vivir Covadonga y la Tradición, de una manera diferente:
Covadonga: aún lloviendo a mares y chorreando, siempre resulta un placer y un privilegio visitar el Santuario de la Gran Madre. Obviando la cuestión de la prohibición de sacar fotografías tanto del interior de la Basílica -proyectada por Frassinelli-como de la Santa Cueva y de la imagen, no original de la Santina, pasear por los alrededores de este sagrado monte Auseba no deja de resultar, en el fondo, toda una experiencia trascendente. Frassinelli, 'el alemán de Corao', no vino aquí por casualidad. Su búsqueda de una trascendencia vital, ancestral, no fue algo casual. Va más allá del enamoramiento de una región y su paisaje. ¡Lástima que se hayan perdido y destruído tantas claves!. Tampoco importa que el tiempo no acompañe; y mucho menos, si tenemos en cuenta que poder estar por estos lugares siquiera unos breves días, es como volver a vivir una historia mágica de Asturias en primera persona. Aquí hay orígenes sagrados y misterio y belleza y raíces. Aún después de todo, Covadonga y su entorno continúan siendo un paraíso perdido para el auténtico buscador de la España mágica.
Dos imponentes centinelas, dos leones, custodian a modo de diablos Astaroth, el camino de acceso al lago y la Cueva de la Santina. Monstruos de piedra que guardan el santuario sagrado. Qué pena que la Cueva, que se extiende algunos kilómetros por debajo del Auseba, no pueda ser explorada. ¿Eran realmente los secretos que se deben de guardar en su interior, lo que realmente perseguían Frassinelli y la Fraternidad de Adeptos Asturianos, ya comentada por Roso de Luna en su novela iniciática El Tesoro de los Lagos de Somiedo?.



(1) Constantino Cabal: 'Covadonga', Grupo Editorial Asturiano (GEA), 1990, página 21.

Publicado en STEEMIT, el día 31 de Enero de 2018: https://steemit.com/spanish/@juancar347/covadonga-retorno-al-santuario-de-la-madre

jueves, 19 de abril de 2012

Ruteando por la Asturias Mágica



'Comienzo con este libro mi peregrinación a los santuarios de la Asturias misteriosa; voy a llevar la humilde limosnica del amor y del esfuerzo a la historia de su origen; voy a beber el agua de su fuente y voy a buscar en ella las razones de sus usos, de su superstición, de su carácter...' (1).


Imagina que vas a iniciar una Ruta Mágica. Una ruta que comienza horas después de dejar atrás las asperezas de la Meseta, afrontando nevadas y lluvia, hasta recalar en un tranquilo hotel, situado a apenas unos insignificantes cuatro kilómetros del Santuario de la Madre, allí, en la mítica Cangas de Onís. Imagina un sueño reparador y un amanecer, con la claridad colándose alegremente a través de las cortinas de tu habitación. Una claridad que te deslumbra, deslizándose furtiva, aunque persistente, por el mármol sonrosado de tu cara. Te levantas, y aún somnoliento, descorres del todo las cortinas y abres la ventana. Un soplo de aire fresco acaricia tu cara, mientras escuchas el dulce canto del arroyuelo cercano e imaginas que una Xana se transfigura en espuma, dejándose llevar por la corriente. A continuación, miras hacia arriba, apoyado en el alféizar, y más allá de las copas de los árboles y los nidos con forma de madeja que el muérdago ha ido tejiendo entre sus ramas, descubres un cielo limpio y en dirección a Oriente, un nubarrón, oscuro como la noche, que se aleja. Supones que es el Nubero, que regresa a su casa de Egipto, después de descargar furiosamente sobre los campos. Descubres que existe vida en el gallinero, cuando el gallo entona sus primeros cantos, libre con el alba del temor a la raposa, a la que supones pernoctando en su guarida. Sientes el aroma del café, recién tostado y vuelves a respirar, más hondo todavía, mientras te apresuras, dirigiéndote al cuarto de baño. Allí, situado frente al espejo, observas un brillo de entusiasmo brotando como una diminuta supernova, mientras te embadurnas la cara con espuma de afeitar. Una vez en la ducha, recibiendo tu piel el bálsamo reparador del agua caliente, piensas en la aventura que está a punto de comenzar. Imaginas la ruta, fijándote objetivos, sin olvidar por un instante que todos estos lugares que estás a punto de visitar, fueron recorridos y analizados por un gran Maestro, hace poco más de un siglo: don Roberto Frassinelli, 'el alemán de Corao'. El místico, el emprendedor, aquél que puso en práctica el antiguo adagio de que su Patria estaba allá donde le dictaba el corazón. Y el corazón, le dictó que esa Patria era Asturias. Los Picos de Europa, el Santuario de Covadonga, los Lagos -principalmente el Enol o Cantábrico, donde Suetonio situó el episodio mistérico de Galba, aunque otros lo quieran situar en Medina de Pomar, en las Merindades burgalesas, y el Ercina-, Corao, donde en la actualidad se está rehabilitando la casa del Maestro, y allá, enfrente de ésta, a mitad de ladera, la Cueva del Cuélebre, donde se demostró que las leyendas, hasta cierto punto eran ciertas, y el Cuélebre custodiaba un estupendo tesoro en forma de objetos inestimables del más remoto pasado; la cueva del Buxu, con sus testimonios prehistóricos; el puente medieval sobre el río Sella y la capilla de Santa Cruz, que fue levantada encima de un dolmen que aún se puede ver en la actualidad; el monasterio de San Pedro, hoy convertido en Parador Nacional, pero que conserva una increíble iconografía, incluído un excelente morreo románico -perdón por la licencia- en la famosa escena de la despedida del caballero, un caballero que la tradición identifica con Fabila y su esposa Fruiliuba. Fabila, quizás el más conocido de los reyes astures, no por sus hazañas o por sus obras, sino porque todos saben que fue devorado por un oso. Un oso, el animal totémico de la casta de los guerreros...La ermita de San Bartolomé, sobre un plácido promontorio, allá donde el Sella hace sendos arcos de ballesta sobre el pueblecito de Las Rozas; el monasterio privado de San Antolín de Bedón, con sus portadas gemelas y los misterios de su fundación; Llanes, con sus referencias peregrinas, antonianas y templarias y su capilla de La Magdalena, a pie de puerto, donde se continúa celebrando la tradicional Salea, esa procesión marinera donde se pasea por mar a Santa Ana y María Magdalena...Quizás la sombra escurridiza de los fratres del Temple, allá, entre los valles de Parres, por donde discurre el antiguo Camín de la Reina; la misteriosa iglesia de Santa Eulalia de Abamia, con sus tormentos, su cuélebre y la resurrección de los muertos, enclavada en un lugar donde antaño hubo tres dólmenes; el Santuarín o la Capilla de las Ánimas, de La Estrada, según los expertos, lo única que queda de su género y asociada a siniestras leyendas y también al famoso Cuélebre...

Imagínate que estos y algunos otros, son los pormenores de la aventura que te ofrezco. Si estás dispuesto a embarcar, como diría la bruja Kalma, abre la ventana....¡y déjate llevar!.





(1) Constantino Cabal: 'La mitología asturiana: los dioses de la muerte', Editorial Maxtor, 2008, página 1.



domingo, 15 de abril de 2012

La Cruz de Hierro de Foncebadón

'Los peregrinos de hoy, como los de antaño, seguimos la tradición pagana de echar una piedra al montículo que sostiene una humilde cruz levantada sobre un palo de roble a 1500 metros de altura. Al arrojar la piedra pronunciamos la oración de la Cruz de Hierro: "Señor, que esta piedra, símbolo del esfuerzo de mi peregrinación, que arrojo al pie de la Cruz salvadora, sea la que, llegado el instante en que se juzguen los actos de mi vida, sirva para inclinar la balanza a favor de mis buenas obras. Así sea"' (1).


No podía despedir, momentáneamente, ésta etapa de mi breve experiencia por tierras leonesas, sin comentar, siquiera sea de una manera breve y posiblemente romántica, un lugar como éste donde se asienta la denominada Cruz de Hierro de Foncebadón. Recuerdo que lo alcanzamos poco antes del mediodía y después de dejar atrás las singularidades relacionadas con el pueblo deshabitado de Manjarín y la Encomienda Templaria de Frey Tomás, a quien no tuvimos el gusto de conocer, por encontrarse ausente. Aún había nieve por los alrededores y aquélla dichosa circunstancia, dotaba al lugar, sin duda, con un colorido especial. A la izquierda del camino, anclada como un arca en la pradera y rodeada de pinos, la pequeña ermita de Santiago -propiedad del Centro Galicia de Ponferrada- se solazaba cual felino, templándose con los rayos de un sol, que la alcanzaban de frente. Esa circunstancia, hacía que en el tejado la nieve comenzara a derretirse, deslizándose en goterones por los laterales, formando brillantes charquitos en el suelo. Algo más allá, en la cúspide de una pirámide inmemorial que constituye el Axis Mundi sobre cuyo centro se eleva el tronco de roble que soporta la Cruz, unos peregrinos japoneses sonreían a los objetivos de sus cámaras Nikon -lo siento, tengo pasión por esta marca- inmortalizando un momento que llevarían consigo el resto de sus vidas. Después continuaron su camino, alejándose sonrientes hacia las entrañas tebaicas del Valle del Silencio. Supongo que a estas alturas, después de un feliz retorno a su hogar, en el País del Sol Naciente, pensarán en Foncebadón y su peculiar Cruz de Hierro, comparándolo, quizás, o al menos en esencia, con algunos de los santuarios sintoístas de su país, como Ise e Izumo, donde aún alienta el Espíritu. Porque esta es la cuestión primordial, en mi opinión, de lugares como Foncebadón, receptores, hasta la consumación de los tiempos, del espíritu de los cientos, miles de peregrinos que mezclando paganismo y fe, pasaron por aquí, despojándose, junto con la piedra que llevaron exprofeso en sus mochilas, de una parte de su corazón. Una parte de su propio espíritu que, pese a todo, conserva parte de una tradición primordial, que cada día se va viendo más alterada, con el depósito de objetos personales que, no puedo evitar preguntarme, serán del todo agradables a los ojos de esos dioses protectores de los caminos.



(1) José Manuel Somavilla: 'Guía del Camino de Santiago a pie', Ediciones Tutor, S.A., 2ª edición revisada y actualizada, 2003, página 72.



jueves, 12 de abril de 2012

Molinaseca, un oasis en el Camino



La página web de su Ayuntamiento, define a Molinaseca como un oasis en el Camino. Y ciertamente que lo es, sobre todo para el peregrino que, viniendo de la maragata Astorga, ve en parte finalizadas las penalidades de su ruta por los intrincados caminos del monte Irago y el Valle del Silencio. Antes de entrar en la ciudad, su primera y a la vez obligada visita, se localiza en el peculiar Santuario -excesivamente modificado, hasta el punto de ofrecer un aspecto en extremo neoclásico, ajeno a todo rastro de lo que pudo ser su primigenia y original fábrica románica- de la Virgen del Camino, cuyo ábside, no obstante, conforma una prolongación de la gruta sobre la ladera, que indica, posiblemente sin margen de error, que el lugar debió de ser, en tiempos inmemoriales, un espacio sacro dedicado a cultos precristianos.

A continuación, y también como una prolongación de la calle más peculiar del lugar -la de los Peregrinos, como no podía ser de otra manera- el antiguo puente medieval, de piedra, constituye un gratificante bastión, elevándose al paso del río Meruelo, que precisamente en ese lugar, forma unas piscinas naturales, ideales para el baño en época de canícula. No ha de resultar extraño, además, que, una vez cruzado el puente, el peregrino que se enfrenta por primera vez a una calle larga y angosta, tenga la sensación de que no sólo se han detenido los oxidados mecanismos de los relojes, sino que incluso el tiempo mismo -generalmente hábil y escurridizo cual una anguila imaginaria- hubiera caído prisionero en la cárcel de ese no menos imaginario tablero mágico que es el juego de la Oca, y permaneciera, desocupado, aletargado y posiblemente embriagado, esperando la ocasión de verse liberado para continuar su inexorable camino. Pero es difícil que lo consiga, pues, por el aspecto, uno pensaría -si no fuera por la inoportuna presencia de algún edificio nuevo, que altera con su sola visión una armonia ancestral- que algún terrible hechizo -quizás similar al imperioso veto de silencio con el que San Genadio castigó a las criaturas del Valle del Silencio- se ha abatido sobre una calle, que todavía hoy, mantiene, al menos en la forma, a uno y otro lado, esas hospederías y tabernas, que hicieron de Molinaseca sin duda uno de los lugares más prósperos y acogedores del Camino Jacobeo.

Al final de la calle, allí donde ésta forma un ángulo de cuarenta y grados con la carretera que dos kilómetros más allá, desemboca en Ponferrada, una cruz de piedra -monxoi, a jugar por los escalones que la sirven de base- alberga un farolillo maragato que, de similar manera a aquél otro que se puede apreciar en Castrillo de los Polvazares, guarda con piadosa devoción una pequeña imagen de Cristo. Ambos, situados por delante de un mesón que hace esquina, parecen sugerir al peregrino la oportunidad de alimentar, por partida doble, alma y cuerpo. Y una vez después de hacerlo, y de vuelta al camino que, como he dicho, dos kilómetros más allá desemboca en Ponferrada y continúa hacia el monasterio de Carracedo y Villafranca del Bierzo, antes de enfrentar las penalidades de la ascensión al monte lucense de O Cebreiro, uno no puede pensar, si no, en ese efecto milagroso que hace, por un efecto óptico -o quizás, por un truco de la vieja Maya, la Ilusión- que la sencilla estatua de Iacobus, le bendiga y le diga hasta pronto, flotando sobre las aguas.

Difícil es, pues, que de una u otra manera, uno no se sienta parte integrada en la magia inmemorial de una región, El Bierzo, y unos pueblos que parecen haber nacido por y para el Camino de las Estrellas.




martes, 3 de abril de 2012

De Astorga a Ponferrada: El Acebo



Ya en su primera Guía de la España Mágica, ese infatigable caballero de los caminos que fue Juan García Atienza, recientemente fallecido, comentaba de este singular pueblecito leonés, el terrible fantasma de la despoblación que comenzaba a dejarse sentir en el lugar, y de una manera más o menos poética, recordaba el chirriar de los maderámenes de sus medio hundidas casonas cuando el viento soplaba por aquéllas alturas. Algo ha cambiado el pueblo en este sentido, aunque quizás no se note tanto en su calleja principal, donde las casas denotan, posiblemente, una necesidad imperiosa de restauración, en algunos casos, hasta el punto de que en los balcones tradicionales, se advierta el vencimiento que sobre la madera ejerce un monstruo tan voraz, como es el tiempo; pero sí se advierte mejor, en su Ayuntamiento y en las casonas de piedra y novísimo tejado de pizarra, situadas detrás de éste.

También advertía Atienza, de la naturaleza precéltica del lugar. Una naturaleza que comienza a advertirse, sin ir más lejos, en el nombre acebo que, junto con el múerdago, conformaba también otra de las plantas sagradas de los celebérrimos druidas. Como recuerdo a éstos, todavía se conserva a la entrada o a la salida del pueblo -dependiendo de si uno viene de Astorga o Ponferrada- una curiosa fuente, conocida por los peregrinos a lo largo de los siglos, que responde al significativo nombre de La Trucha o Truite, en francés, apelativo con el que eran conocidos, así mismo, los referidos druidas celtas.

Guarda también este pueblo, una singular imagen románica del siglo XII, de Santiago Apóstol, por cuya visión, bien merece la pena un desplazamiento al lugar, pues sin duda se trata de una de las imágenes más antiguas que existen del Santo Patrón Jacobeo. De aquí parte, también, el camino -afortunadamente, la carretera ha mejorado mucho desde aquéllos felices tiempos en que Atienza recorría los más intrincados caminos peninsulares en su baqueteado Land Rover- que descendiendo a lo más profundo del Valle del Silencio, lleva al curioso y al peregrino a uno de los lugares más antiguos y emblemáticos de los alrededores: el pueblo y la herrería de Compludo, que continúa funcionando como el primer día, remontándose su origen, nada más y nada menos, que aquél oscuro siglo VII en el que, con posterioridad a las invasiones africanas, comenzaba a producirse en el lugar uno de los fenómenos más destacados de todo el Bierzo leonés: el eremitismo en masa.





domingo, 1 de abril de 2012

De Astorga a Ponferrada: El Ganso

'Oca (simbología). Animal benéfico asimilado a los peligros y fortunas que se producen antes de llegar a regresar al seno materno. Se relaciona con el destino como lo prueba el clásico "juego de la oca", que no es sino el tránsito por la vida anes de lograr volver' (1).


Muchos, en efecto, son los tópicos simbólicos que arrostran estas singulares y simpáticas palmípedas, como múltiples son los autores y los diccionarios de simbología que se ocupan de desenmarañar unos ovillos ancestrales de los que, para ser honestos, hemos de reconocernos ajenos a las claves originales que les dieron auténtico sentido en su vuelos por los infinitos caminos jacobeos medievales. Así, por ejemplo, un benedictino francés del siglo XVIII -Dom Antoine-Joseph Pernety- masón y Conservador de la Biblioteca Real de Berlín en tiempos de Federico II escribió, en 1798, su Diccionario Mito-Hermético (2), en el que relacionaba a éstas míticas aves con el Arte Supremo de la Alquimia. De hecho, si acudimos a la página 203 de la obra referenciada, nos encontraremos con el llamado Ganso de Hermógenes, que no es otra cosa que el Disolvente de los Filósofos, llamado por Trevisano, celebérrimamente como Portero del Palacio del Rey. Y tradicionalmente, aunque en un sentido más humano, bien que se podría decir que tanto ocas como gansos fueron unos excelentes porteros, de tal manera que, cuál perrillos bien amaestrados, avisaban a sus dueños de la presencia de extraños. Quizás por eso, porque me siento más atraído por la vertiente humana y literaria de la vida, aquélla que conlleva el placer de sentarse tranquilamente con una pluma en la mano y rememorar los recuerdos de los últimos vuelos por esos infinitos caminos de Dios, posiblemente prefiera la versión de un crítico como Ambrose Bierce. El ganso, para Bierce, no era otra cosa que un ave que proporciona plumas para escribir. Pero incluso un cínico como él, reconocía importantes diferencias entre aquellos otros gansos que escribían con las plumas de sus congéneres, de tal manera que, aunque muchos sólo poseen cualidades triviales e insignificantes, hay algunos que son grandes gansos (3). Mucho me temo que yo no soy uno de éstos y sí, por el contrario, uno de aquéllos otros; es decir, uno más del montón de gansos que chillan y patalean cuando erran un rumbo o maldicen a las musas cuando se marchan de vacaciones sin avisar.
De vacaciones, si tal podemos considerar un simple fin de semana, llegué a este pueblecito maragato, situado a escasos diez kilómetros de Astorga y muy cerca, quizás demasiado cerca de Rabanal del Camino y las antiguas minas de oro romanas -La Fucarola- que, parece ser que se sabe explotaron los inquietos freires del Temple. Poco o nada sé, sin embargo, de aquéllos primeros gansos que le dieron su nombre al pueblo, pero no descarto, en absoluto, que entre ellos hubiera algún inquieto jar que empleara sus conocimientos al amparo de los monjes con espuelas, como definía Gustavo Adolfo Bécquer a los mencionados freires. Señales, desde luego, quedan pocas en el pueblo. En realidad, por no quedar, no queda ni la estela funeraria en el muro de la iglesia, que tan confiada y sorpresivamente deseaba mostrarme un atento Magister Alkaest que, sin embargo, no tardó mucho en reparar en la sencilla cruz de madera, utilizada a modo de monxoi de tributos pétreos peregrinos, situada en un viejo muro de piedra, a escasa distancia de la espadaña de la iglesia. Sí pude observar, en el maderamen de feo color amarronado de la puerta de acceso al pórtico, que en el fondo, los carpinteros aún recordaban -posiblemente de una manera más paradigmática que pragmática- la vieja cruz paté de cantos rodados que solían lucir en sus pechos los belicosos monjes, incluso cuando se lanzaban voluntariamente al martirio.
También pude comprobar que, como en otros muchos pueblecitos, la nostalgia y el abandono se coadyugan para hacer del lugar quizás un remedo de lo que auténticamente fue. Eso lo demuestran las numerosas ruinas que se aprecian, muchas de ellas pertenecientes a las antiguas y tradicionales teitadas, casas de piedra con las cubiertas de paja o murga.
Eso sí, en la carretera difícil resulta no ver a un ganso emprendiendo vuelo hacia Rabanal y Foncebadón.



(1) José Felipe Alonso: 'Diccionario de Alquimia, Cábala y Simbología', Editorial Master, S.L., 1ª edición, junio de 1993, página 278.


(2) Dom Antoine-Joseph Pernety: 'Diccionario Mito-Hermético', Ediciones Indigo, 1993.


(3) Ambrose Bierce: 'El diccionario del diablo', Ramdon House Mondadori, S.A., 1ª edición, octubre de 2007, página 222.