martes, 2 de junio de 2009

Enclaves de Poder III

Conquezuela


Suelo pasar desapercibido, y sin embargo, ¡cuánta historia atesoro alrededor de mi entorno!. Aunque haya perdido parte de mi atractivo, y ya no exista la laguna que me diera fama -las malas lenguas aseguran querer reponerla- nunca he dejado de ser un lugar especial. De manera que, si me lo permitís, intentaré explicaros el por qué de estas afirmaciones, dándoos algunas pistas para que juzguéis por vosotros mismos.

De mi historia conocida, puedo decir con mal disimulado orgullo, que ya tenía una faceta como enclave sagrado y dedicado al culto, desde tiempos ancestrales como, por ejemplo, la Edad del Bronce. Prueba de mis afirmaciones, la podéis encontrar en ese pequeño corazón vital que recibe el nombre de cueva de la Santa Cruz, donde los hombres del mencionado periodo histórico dejaron testimonios de sus creencias animistas, en forma de cazoletas, grabados rupestres y otras representaciones de carácter funerario.

Si os detenéis un momento -siquiera por curiosidad o simplemente por entreteneros- en contar las cazoletas que adornan las paredes de la cueva, os sorprenderá saber que son más de dos millares; eso, posiblemente, sin contar aquellas otras cazoletas y aquellos otros esbozos artísticos irremisiblemente deteriorados por el tiempo, así como por la ignorancia de algunos hombres, que no tenían conciencia de lo que realmente estaban destruyendo.

Monasterio de Bonabal

Aunque me veáis así en la actualidad, desolado y triste, batidos permanentemente por el viento mis resquebrajados cimientos, tened siempre presente que en tiempos constituí las bases de una pequeña aunque próspera comunidad, posiblemente una de las principales en ésta parte de la Sierra del Ocejón.

Me motiva, sin embargo, hablar de mi, así como también del lugar en el que estoy enclavado. De manera que, apelando a vuestra imaginación, espero que amparéis mi nostalgia, permitiéndome que, a modo de presentación, resarza en parte mi herido orgullo, alegando que en tiempos fui otra de las joyas del Císter en tierras castellanas.

Fui fundado en 1164, año en el que el rey Alfonso VIII de Castilla -un monarca repoblador, como pocos- concedió a los monjes blancos el valle en el que me asiento, siendo mis primeros pobladores algunos monjes provenientes del palentino monasterio de Valbuena.

Pero no sólo fui objeto de veneración de reyes y nobles, sino también de particulares -como don García de Alfariela- que donaban a la comunidad monacal la totalidad o parte de sus bienes.

Buenafuente del Sistal

No me juzguéis severamente, ni tampoco lo achaquéis a una vana cuestión de orgullo, si en ésta, mi presentación, pongo de manifiesto que mis orígenes son más que antiguos, antiquísimos, y en la actualidad soy el único monasterio del Císter superviviente en activo en la provincia de Guadalajara.

De los orígenes a los que me refiero, y hasta donde me permiten éstas seniles cataratas que enturbian mi visión cuando remontarme en el tiempo deseo, apelo al recuerdo, aunque sea enfrentando lagunas más o menos impenetrables, para mencionar a unos monjes -de cuyos nombres, al igual que don Miguel de Cervantes, tampoco puedo acordarme- que representaban a la orden de San Agustín.

Recuerdo las alturas boscosas, en parte inaccesibles de la zona del Alto Tajo en las que me asiento, en tiempos de la dominación musulmana. Pero el acontecimiento clave de mi historia, mi alumbramiento, para ser más exactos -o al menos, procurarlo- se produjo ya avanzado el siglo XII, cuando el monarca castellano Alfonso VII reconquistó la región, dejando fortalezas y pequeños puestos con la intención de defender sus derechos territoriales sobre el lugar. Ocupados estos últimos por monjes-guerreros -templarios y de otras órdenes de carácter militar-, recuerdo, sin embargo, nombres como Alcallech, Grundes y Campillo.

Mi primera fundación, por decirlo de alguna manera, se remonta al año 1176.