domingo, 28 de septiembre de 2014

De Wamba a Urueña: Nª Sª de la Anunciada


Después de dejar atrás Wamba y sus ancestrales misterios, el peregrino recuerda la advertencia de Vicente Herbosa (1), relativa a Urueña, y posiblemente como aquél, una vez puestos los pies en tan singular villa, sienta, con un genuino estremecimiento de placer, que en su ruta iniciática por esta zona tan determinada de los Montes Torozos vallisoletanos, todavía se puede saborear un sorprendente esbozo del olvidado mundo medieval. Cierto es -no puede evitar pensar a continuación, con sobrecogedora nostalgia-, que nada es eterno y que las poderosas huestes del Padre Cronos y sus más pérfidos aliados, la mercenaria hombruna, también han pasado por aquí, aunque quizá no de forma tan determinante como en otros lugares de alrededor. Cierto es, así mismo, que Urueña aún conserva buena parte de sus antiguas murallas, y al igual que en otros lugares, como Betanzos, su iglesia gótica de Santa María -situada justamente a la sombra de su puerta principal- aún recuerda. en su adjetivo calificativo, del Azogue, parte de esas raíces sarracenas que, al igual que la palabra zoco, determinaban el mercado que se celebraba intramuros de la ciudad, independientemente de que haya opiniones tendentes a relacionarla con la antigua ciencia de la alquimia. Pero mucho más interesante aún, piensa el peregrino, mientras recorre en solitario unas calles en cuya rancia heráldica no faltan referencias a la más que probable presencia de nobles generosamente recompensados y órdenes militares como las del Temple y la de San Juan, sea el propio nombre de la villa, derivado, según los expertos, de la palabra prerrománica Uru-anna; es decir, agua que mana. Un importante vocablo que, en opinión de este incansable buscador de misterios, posiblemente diga mucho sobre los orígenes de este lugar y sobre todo, del lugar, extramuros, donde se asienta una joya arquitectónica, cuya armonía tan sólo se ve restada por los estúpidos añadidos realizados en los siglos XVII-XVIII, aquéllos lustros de ceguera arquitectónica en la que, como bien diría la guía del recinto, algunos minutos después, apenas se daba importancia al Patrimonio Artístico de épocas anteriores. Es más que probable -independientemente de las rapiñas modernas y los dólares americanos-, que buena parte de un románico que tuvo que ser excelente en la región, se hay perdido irremisiblemente.
En efecto, situada extramuros de la villa, junto a un hermoso trigal recién segado pero que aún muestra ese halo de dorada santidad con la que el verano comienza a dotar a los sufridos campos de la vieja Castilla, algunas fuentes de agua clara -esas venas de Anna, comparativamente hablando-, señalan el tranquilo, cuando no idílico lugar, donde se levanta una hermosa iglesia, cuyo nombre ya constituye, en sí, todo un enigma: Nª Sª de la Anunciada. Tal vez por eso, a medida que permanece en el lugar, los pensamientos del peregrino -como celosos cupidos intentando atravesar con sus flechas los tenaces corazones de las Musas del Pasado-, vagan hacia la oscuridad de unos orígenes imprecisos que, no obstante las pistas, piensa -hace horas que el sol ya salió por Antequera-, que en época indeterminadas de la Historia, bien pudieran haber estado consagrados a la Gran Diosa, a la Ana primordial que el tiempo y el Cristianismo convertirían en Santa Ana; es decir, en la Madre de la Madre.
De sus mistéricos orígenes, quizás lombardos, como apuntan algunas fuentes, el peregrino recuerda que generalmente se supone -y recalca lo de supone- que fueron auspiciados por doña María, hija del conde Ansúrez y esposa de Armengol IV del Sobrarbe, pero ahora bien, observando su estructura, esa familiar forma de basílica, en la mente de éste va tomando fuerza la impresión de que quizás éstos fueran más antiguos y se remontaran, cuando menos, a esa época perdida del reino visigodo. Le llama la atención, así mismo, ese magnífico cimborrio, de forma hexagonal, cuyas referencias orientales pudieron haber sido una herencia de la arquitectura que los cruzados importaron de Tierra Santa, teniendo o no sus antiquísimos orígenes en esa feliz Armenia -como piensan algunos estudiosos y amigos, como el profesor retirado Jesús García Castillo-, en cuyo monte Ararat, la tradición sitúa que recaló el Arca de Noé.
En el interior, abovedado y sobrio, en el que impera su cabecera trilobulada, el camerino central está ocupado por una talla original de la Virgen de la Anunciada, cuya auténtica belleza queda eclipsada por un ropaje que, ajeno, la oculta realmente a la contemplación de los fieles. Este detalle, común por otra parte a numerosas imágenes de época, consigue, en opinión del peregrino, que la atención se centre sobre otras piezas. Tal es así, que entre ellas, desde luego, destaca un pequeño retablo, algo deteriorado y no ajeno al polvo de los años, que si bien en su parte central muestra a San Jerónimo Penitente, con la calavera y el león como compañeros, en los laterales, hecho bastante inusual, muestra las figuras de seis santas, mientras que en la parte de abajo, risueños en ambos laterales, dos pequeños querubines se muestran indolentes e irrespetuosos con tibias y calaveras, tal vez felices de saberse portadores del verdadero secreto que se esconde detrás de lo que ocultistas y teósofos conocen como el Velo de Isis.


Autor, cuando menos, del libro 'El Románico en Valladolid', Ediciones Lancia, S.A., León, 2003.

Publicado también en Steemit, con fecha 12 de diciembre de 2017. Enlace: https://steemit.com/spanish/@juancar347/uruena-enigmatica-iglesia-de-nuestra-senora-de-la-anunciada

sábado, 20 de septiembre de 2014

La iglesia de Santa María de Wamba


Como el tiempo, el tránsito estelar tampoco detiene su camino. El ciclo de Virgo está tocando a su fin y la inminente entrada de Libra anuncia la proximidad del otoño. El calor es menos sofocante y los días son más cortos que allá, a mediados de junio, cuando el peregrino, cansados sus ojos de vagar en solitario por las inconmensurables infinidades de los Montes Torozos, recaló en éste, un lugar, sin duda cargado de Historia y de Misterio: Santa María de Wamba. Apenas pone un pie en su interior, sabe perfectamente que no es necesario llegarse hasta el relativamente cercano Monasterio de la Santa Espina, para que un amable monje le susurre, confidencialmente y mientras se atusa con cansancio unos mechones de cabello que el tiempo ha ido cubriendo progresivamente de amarillenta escarcha, que tan sólo con el sencillo acto de subir unos breves escalones -cuatro, a lo sumo cinco, que son los que separan parte del antiguo claustro románico de la actual rectoría y de la iglesia-, el espíritu atraviesa, como Alicia a través del espejo, varios siglos en cuestión de segundos. De manera que, con cierta relativa seguridad, el peregrino sabe que aquí, en Wamba, la Historia, al igual que en la Troya de Schliemann, se superpone en estratos desiguales, pero inequívocamente interesantes. Visigodo, prerrománico, románico, renacentista o barroco no impiden, sin embargo, que en la inseparable compañera y amiga que es su libreta de notas, éstas se alternen con desorden, creando, no obstante, una cuando menos curiosa melodía. Tal vez no posea el melancólico carisma imprimido por William Shakespeare a sus inolvidables personajes de Oberón y Titania, pero allí está, gracioso, desafiante, luciendo sus dos pequeños cuernecillos, las manos ocultando el caramillo entre la floresta que le sirve de lecho, el alegre dios Pan. Un arcano celta, que parece observar con atención no exenta de ironía, la terrible lucha que mantienen el Diablo y San Miguel, en una psicostásis o pesaje de almas, en la que siempre el primero intenta hacer trampas. Algo más allá, semioculto en una resacosa penumbra que apenas logran diluir los diversos focos distribuidos a lo largo de la nave, un zapatero, ajeno a la lujuria, como piensan algunos y quizás también despreocupada su alma de otros méritos que no sean los propios de su trabajo, masca pacientemente la suela del calzado que está preparando. Algunos de los capiteles de la cabecera no son originales de la primera época visigoda, pero lo disimulan muy bien. Más difícil, sin embargo, de vislumbrar, son las maravillosas pinturas que en su día decoraron el ábside principal, de cuyos rastros, vegetales y animales, algún autor, seguramente sin temor a los terribles fuegos de la Inquisición, aventuró en su momento que podría tratarse de una alusión a la Kabbalah hebráica. Gótico y de una maravillosa ejecución, el pequeño retablo situado a la derecha de la nave, no muy lejos de la puerta principal, nos muestra, seguramente basado en el Pseudo Beda, el fuscus -como diría Álvaro Cunqueiro-, o rey negro, no obstante sin corona, en una magnífica escena de la Adoración. Pero sin duda, una vez visto ese poema al Leteo o río del olvido que es la Muerte, la parte más espectacular, situada en el mismo y geométrico ángulo sacro que la pequeña sala capitular, es esa no menos pequeña capilla, marcada por el Árbol de la Vida que, con forma inequívoca de palmera, hace de puerta a un pequeño oasis donde, aún depauperadas las antiguas pinturas, entre ellas se observa -y quizás por ello, el peregrino se pregunta a qué extrañas ceremonias se sometían allí los sanjuanistas-, una preciosa cruz de Malta.
 
Cuando éste sale de la iglesia de Santa María de Wamba y deja vagar sus pensamientos mientras pasea sin rumbo fijo por calles que, como ya se dijo en la anterior entrada, recuerdan hitos y lugares del Camino de las Estrellas, una extraña sensación invade su espíritu. Y al igual que François Villon, él tampoco puede evitar preguntarse, si no referido a la belleza, sí a los fascinantes enigmas de la Historia, ¿dónde estarán las nieves de antaño?.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Wamba, cuando la Muerte es un Arte


El peregrino se aleja de tierras palentinas, y se adentra en esos misteriosos Montes Torozos, que caracterizan una zona muy singular de la vecina provincia de Valladolid. Sin olvidar los agridulces momentos proporcionados en San Juan de Baños, en su ánimo parece resurgir, quizás con más ímpetu, aún si cabe, ese mundo perdido de los visigodos y se encamina, con el ánimo bien dispuesto, hacia un lugar que, a pesar del tiempo transcurrido, aún conserva en su nombre el recuerdo de uno de sus reyes: Wamba.
Wamba es, después de todo, uno de esos lugares privilegiados donde el Misterio parece haberse instalado eternamente, para alertar al peregrino -no olvidemos, que entre sus calles figuran nombres como Foncalada o Platerías-, de que nada es casual y de que todo aquello con lo que se tropieza en su largo camino, no tiene otro fin que el de templar su espíritu, con lecciones más o menos amargas.
Por eso he querido que, antes de adentrarnos en los pormenores de su fascinante iglesia de Santa María, echemos un vistazo a su impresionante osario y pensemos por un momento, en esa pertinente compañera cuya sombra llevamos adjunta a la propia desde el mismo momento de nacer. El osario no está, en la actualidad, y a pesar de los pesares, en tan magníficas condiciones a como estuvo antaño. Pero observando las numerosas calaveras que alberga, difícil es no pensar en que, después de todo, cuando llega el momento, a la Parca se la recibe de dos maneras definitivamente contrastadas: con alivio y una sonrisa o con dolor y espanto. Al menos, eso es lo que sugieren los gestos anónimos de sus numerosas calaveras. Ahora bien, que cada uno saque sus propias moralinas.
Non nobis, Domine, non nobis, sed Nomini Tua da Gloriam.
Wamba, cuando la Muerte es un Arte.


Publicado en Steemit (@talentclub), el día 14 de mayo de 2018: https://steemit.com/spanish/@juancar347/wamba-cuando-la-muerte-es-un-arte

jueves, 4 de septiembre de 2014

Baños de Cerrato: la fuente milagrosa del rey Recesvinto


Otra pequeña joya de ese mundo perdido de los visigodos en la provincia de Palencia, la encontramos apenas a una distancia insignificante, que no supera la cincuentena de metros del solar donde se alza la iglesia de San Juan: la fuente milagrosa del rey Recesvinto. Separada de ésta, por la carretera general que atraviesa la población, la fuente forma parte, en la actualidad, de un pequeño parque, cuyos extremos, desiguales, se ven coronados en sus extremos por un edificio de antigua solera y un restaurante que posiblemente posea unas merecidas estrellas de calidad.
 
De la fuente, situada en lo más bajo del montículo, cuanta la tradición, cuando no la leyenda, que en sus fértiles aguas, este rey godo, Recesvinto, encontró alivio para el reumatismo del que adolecía, hecho considerado como milagroso en la época en cuestión -no muchos años antes de que los agarenos comandados por Tarik, invadieran la Península-, y posiblemente derivado de tal suceso, se decidiera levantar en sus proximidades la basílica de San Juan, que ya tuvimos oportunidad de ver en la entrada anterior.
 
En la actualidad, bien visible en la fuente, hay un cartel que especifica que sus aguas no son potables. Ahora bien, hay gente que, como la guía de la basílica, que afirman beber frecuentemente de cualquiera de sus tres caños y sentirse fenomenalmente. Compuesta de tres arcos, aunque más antigua, apenas difiere, en cuanto a su diseño, de otras fuentes similares, aunque de periodos posteriores -como el románico-, que todavía, con un poco suerte, pueden encontrarse en algunos lugares de la geografía hispana, como Fuentelisendo, en la provincia de Burgos o, yendo un poco más allá, a esas lejanas tierras de pastoreo y misterio que componen Extremadura, la que hay, no hace muchos años restaurada, en Tejeda de Tiétar, provincia de Cáceres, y algunas otras, dentro del mismo término pero en fincas privadas, que responden a nombres sugestivos como fuente de la paloma y fuente de la oca.
 
Y un pequeño dato más a tener en cuenta: en cualquiera de ellas, no es difícil hallar parte de esa antiquísima tradición, que todavía subsiste en numerosos lugares, relativa a las ninfas y a las donas del agua, que tantos y simbólicos relatos ha dejado recopilados en el mundo de las leyendas.