martes, 16 de abril de 2013

Haciendo camino por Orense


'Al terminar la jornada, el peregrino loco se subió a una loma cercana al albergue con la intención de contemplar la puesta de sol sobre los tejados del pueblo.
Estando allí, se le acercó uno de los peregrinos con los que había hecho la jornada.
- ¿Qué observas con tanta atención? -le preguntó el peregrino al ver su expresión concentrada.
- Me asombra cuántos detalles puede llegar a tener esta alucinación...(1)

Cuenta la leyenda, que allá por el año 138 a. de C., el general romano Décimo Junio Bruto Galaico, tuvo que cruzar el río Limia y gritar el nombre de sus soldados desde la otra orilla para convencerles de que no era el terrible Letheo, y por lo tanto, no había peligro alguno de perder la memoria al cruzar sus aguas. Posteriormente, y una vez llegados al Finis Terrae, estos mismos legionarios, curtidos en cientos de combates contra feroces enemigos, se espantaron, textualmente, al ver cómo el sol era engullido por las aguas del Océano. Esto es Galicia: una región donde Mito y Realidad, al cabo de los milenios de existencia, continúan estrechamente ligados, como amantes condenados a permanecer juntos durante toda la eternidad, para maravilla y sonrojo de propios y extraños. Tal vez, precisamente por eso, cuando alguien foráneo traspasa por primera vez la frontera de cualquiera de las provincias que conforman este perdido mundo celta, siente, de alguna inexplicable manera, que acaba de cruzar el peligroso río Letheo –pase o no, cerca de Guinzo de Limia- y que, una vez en la otra orilla, su aventura comienza de cero. De poco o nada sirven los planes, las rutas y los deseos trazados de antemano, porque los Viejos Dioses, que a pesar de todo, todavía sobreviven detrás de cada banco de neblina, de cada árbol o de cada fuente del camino, envían a Pan y los sonidos mágicos de su caramillo para que -siguiendo la canción mágica de los siglos, marcada por las notas sobresalientes de una Naturaleza sin igual-, inviertas la dirección y te dejes llevar por la fuerza irresistible de ese inescrutable imán, que es siempre lo Desconocido. La sorpresa, el factor X, adquieren en el ánimo el carácter inequívoco de retos y el subconsciente, indómito como un caballo desbocado, vuela a su antojo sopesando mil y una posibilidades.
Entrar en Galicia es, por tanto, tener la seguridad de que se viaja por los feudos de un sempiterno burlón; de un invencible espadachín que, de nombre Maese Destino, es capaz de enseñarte una finta certera en una recta del camino y atravesarte después el corazón apenas doblas la siguiente curva. Es el tributo que han de pagar los peregrinos, caminantes, walkers, tourist o travellers –que cada uno adopte el traje que mejor se ajuste a su percha- al pasar por estos feudos cargados de ilusión. Requiencant in pace, amigo: estás en o terra galega; terra de meigas -¡coño, que las hay!-, capaces, con sus ancestrales sortilegios, de provocar una lepra afectiva incapaz de sanar con los remedios de los viejos y tradicionales lazaretos. ¿Cómo, si no, se puede llegar a sentir que se desprenden pedazos de corazón cuando uno llega, después de un tortuoso camino, hasta una inconmensurable Ribeira Sacra, accediendo a lugares como el mosteiro de Santa Cristina de Ribas de Sil o el de San Pedro de Rocas?. ¿Cómo no sentir ese desgarro, esa convulsión de arcano misterio cuando, caminando por caminos de peregrino, los pies hoyan un lugar llamado Santa Mariña de Augas Santas y aún más allá, atravesando un bosque férico y tan antiguo como esta tierra, acceder a una cripta o forno da santa –una santa, por cierto, que según algunos autores, nunca existió- y encontrarse con un lugar extraño, atípico, en el que incluso las losas sepulcrales –ajenas al sepulcro, si alguna vez lo tuvieron- lucen extrañas simbologías, como si anticipándose a las de Noia, señalaran otro foco de muerte y resurrección, por la que tenían que pasar, en su iniciación, los aspirantes al Conocimiento?. ¿Cómo no deleitarse, con un lugar delicioso y a la vez imposible, como es el templo de la Vera Cruz, en Carballiño, y no recordar con nostalgia los modelos basados en Donna Gaia de un visionario moderno de la geometría sagrada, como fue Gaudí?.


Tierra donde todavía las queimadas y los conxuros están a la orden del día y donde es preciso contentar a los manes para augurarse un buen camino, solicitando protección debajo de los cruceiros. Porque caminos haylos, carayu, tantos y tan variados, que los GPS se vuelven cariocas y bailan a ritmo de samba la canción del olvido, como aquél soldado de Nápoles que se fue a la guerra. Y es que en el fondo, hay que ser bailón y bailar sin pudor al son que marcan unos senderos que hechizan el alma de tal manera, que cuatro de cada cinco veces uno tiene que preguntarse dónde diablos está y hacer cábalas polares para no perder el norte y continuar haciendo camino. Sobre todo, cuando la voz del GPS –metálica, vacía, fría e ignorante- dice aquello de: ha llegado Vd. a su destino. Y uno mira a su alrededor, ve un lugar frondoso, idílico incluso, que todavía conserva ocres dourados del outono mientras el jaramargo le recuerda que hubo también otro genio, esta vez del impresionismo y de nombre Van Gogh, que pintaba sus cuadros haciendo orgasmar a los colores, y piensa: decididamente existen. Han sido as meigas, que han conxurao el pueblo y se lo ha tragado el bosque.
Esto, después de todo, imprime carácter a la aventura. Porque todo viaje, en el fondo, es una aventura. Poco o nada importan los motivos. En Orense, el Juego de la Oca -aparte de mosteiro en mosteiro y vuelvo a otro mosteiro porque me toca- transcurre por lugares que nunca han visto el mar; y sin embargo, sueñan con el mar. Lugares, tierra adentro, donde las augas son santas, benéficas, milagrosas y en los que se recuerda, con inusual fuerza, la leyenda de Noé. Quizás por eso, cause una sentida emoción detenerse en lugares como Allariz y contemplar el paso cimbreante, cual cintura de odalisca, de un río cuyas aguas llevan el sugestivo nombre de Arnoia. E incluso no muy lejos de allí, entre Pinto y Valdemoro –como diría Gonzalo de Berceo, a quien le debemos el Román paladino- pasar por un lugar llamado Ponte Noalla. La ensoñación, al fin y al cabo una de las mejores cualidades del ser humano, despierta, la cara recién lavada con auga clara de la fonte. A trancas, que no a barrancas, el camino continúa hacia todas y ninguna parte, pues ese es, en el fondo, el secreto de la búsqueda: dejarse llevar. Y en los desplazamientos, vertiginosos cuando se va por autopista, se dejan atrás carteles que indican que apenas una insignificante distancia separa al viajero de ese gran Axis Mundi que es Santiago de Compostela. Un deseo largamente acariciado; una tentación; una trampa, una treta del diablo que te dice que con sólo estirar la mano, puedes tocar nada menos que el Pórtico de la Gloria, y pasando altivo a través de su umbral, alcanzar la gran Perdonanza, el corazón mismo de la Inventio. Y mientras el caballo de batalla devora distancias con el suave sonido de su satisfecho corazón de hojalata, se piensa, estúpidamente, que en menos de una hora -¡Dios, qué insensatez en comparación con los incontables milenios de existencia de esa tierra que ennegrecen los zapatos de goma del jamelgo en el que te asientas!- se puede aspirar, incluso, al Conocimiento dándose cabezazos contra la testa pétrea del Maestro Mateo. Ridículos pensamientos que vienen y van, como ese eterno ciclo de tormentas y sol, tormentas y sol, sol y tormentas que se convierten en inseparables compañeros de camino. Se llegará a Santiago en otra ocasión. Pero todavía no, todavía no…¡Qué tontería!. ¡A Santiago se va o no se va!. Pero lo especial, después de todo, reside en el interior de uno mismo -¿consuelo de tontos?, ¡quizás!- y en la manera en cómo se planifique y digiera todo aquello que puede llegar a mover el resorte interno de la propia trascendencia. Santiago, pues, queda atrás en un desvío del camino, y en stand by, mientras la proa de la nave -¡oh, capitán, mi capitán!- enfila inmutable en dirección a Pontevedra, a la que el viajero tampoco llegará en este viaje, pues ésta recalará en los verdes puertos de interior del Concello de Boborás, algunos kilómetros más allá de Carballiño, donde alguien, quizás tan loco y soñador como él, supuso un día, cuando hablar de la España mágica estaba de moda y la gente comenzaba a soñar con otros horizontes situados mucho más allá del NODO, que por esos pagos aún quedaban rastros de la escurridiza sombra de os bruxos templarios.


Después, en el retorno, y sin escatimar desvíos y distancias, el viajero piensa en el notable Arte de la Alquimia después de visitar Oseira y se consuela dejándose llevar por la ilusión, la perfección y la policromía de esa maravillosa Puerta del Paraíso que, también atribuida al Maestro Mateo y su Escuela duerme su sueño de siglos en las vitrubianas soledades góticas del corazón de Orense. Una de las catedrales más pequeñas de España, cierto, pero ¡rediós, qué gran maravilla!. ¡Qué gran templo!.
Porque así continúa este pequeño viaje iniciático por parte del corazón de Galicia: de oca en oca; de misterio en misterio; de magia en magia. ¿Alguien se apunta a la partida?. Invitados quedáis.



(1) Grian: 'El Peregrino Loco', Ediciones Obelisco, 1ª edición, febrero de 2006, página 32.