domingo, 30 de septiembre de 2012

Peregrino en Coaña


'Al rey, rico cabaleiro,
y al señor de la Altamira,
junto al Teso del Campeiro,
áureos bolos divertían...' (1)

La Arqueología, ciencia que debe mucho -pese a quien le pese- no sólo a los grandes Clásicos, sino también a los grandes Soñadores -a Schliemann pongo por ejemplo y como testigo, a él me remito- sitúan la Cultura Castreña, y por lo tanto, este Castelón de Villacondide -llámese Castro de Coaña, si así, y de manera popular se prefiere- en esa edad que, inmediatamente posterior a la del Bronce, se denomina, caóticamente, como del Hierro. Y digo caóticamente, porque ya lo dice el refrán: quien a hierro mata, a hierro muere. Y hierro, en efecto, encontraron sus habitantes, a los que poco, o más bien nada, les importaban el César, el Imperio Romano y el Urbi et Orbi que vendría después, posiblemente más artero, retrógrado y dañino que los anteriores. ¡Joder, si no lo digo, reviento!. A Ágora y Alejando Amenabar, me remito y que Dios me perdone, pues lejos de creer en ese Deus lo vult, y aún a riesgo de ser pasado a cuchillo, me consta que Él reconocerá a los suyos. Cierto que, herederos también del estigma de Abel y Caín, tenían de vez en cuando alguna escaramuza,desavenencia o rifirafe mamporrero con sus vecinos, pues desde el famoso hermanicidio, la Humanidad ha tenido siempre muy claro lo que cuesta mantener un plato de lentejas. Pero una vez éstas resueltas, los castrenses -por favor, no confundir con esa otra clase, typical spanish, chusquera, levantisca y dispuesta siempre a mantener el concepto indivisible de Dios y Patria a costa de la libertad y la opinión del pueblo- volvían a sus laberínticas ciudades -porque ese, en mi opinión, es el esquema generalizado de los castros, y quien lo dude, tome un plano y póngase con paciencia a dibujar las formas y situación de las cabañas y no tardará mucho en encontrarse con algunos de los símbolos universales del celtismo- y aqui lentejas y después gloria, que de eso, al fin y al cabo se trata.
Resulta penoso decirlo, pero creo que es una gran verdad, que la Gloria sólo se alcanza después de muerto. Entiéndase, desde cualquiera de las realidades, filosóficas o virtuales que mejor se avengan a los sentimientos y creencias de cada uno. Porque claro, en vida, quién le iba a decir, al celtilla de turno -posiblemente harto de ver el agua resbalar, creando lenguas bífidas de serpiente por las rotondas de sus chozas un día sí y otro también- que miles de años después de palmarla -algunos por un exceso de hierro, otros por un exceso de años y aún los menos, quizás por un ataque de gota, que para eso tienen a un paso la ría de Navia- el tourist -esa mayoritaria clase descafeinada que sustituiría sin compasión a los auténticos travellers de todos los tiempos- regresarían a sus lugares de residencia, portando -si no en su alma, al menos sí en sus maletas, donde guardan con mimo las tarjetas SD de sus modernas cámaras analógicas- la inolvidable sensación de haberse tropezado con otra Troya en las inmediaciones de un pueblín rodeado de monte y campillos de labor.


Y no obstante, cambiando el tercio -que Hispania, gústenos o no, siempre ha sido taurina y promiscua en celebraciones- tal vez pocos sean conscientes, cuando caminan obnubilados por las ruinas, hasta el punto de tropezar y hacer malabarismos, no por salvar a su cabeza de un peligroso coscorro que amenace con una peligrosa pérdida de serrín -por supuesto, empezando por el que suscribe, experiencia que me consta, y así pongo de manifiesto, me ocurrió en el lugar no una, sino varias veces en el transcurso de mi afortunada expedición en solitario-, sino por poner a buen recaudo su máquina -de la que es esclavo incondicional- de un accidente irreparable -que para encontrarse con el Demonio o con su mensajero, el Diañu, no hace falta peregrinar a las alturas del Monte Tabor- de que en realidad, están pisando Territorio Comanche. Un Territorio Comanche, afín a ese maravilloso mundo legendario de los Sueños, en el que cabe -que las malas lenguas, siempre terminan sacándolo todo a la luz- tener un increíble encuentro con los jinas, visitar su mundo subterráneo y regresar a la superficie siendo el afortunado agasajado con un estupendo juego de bolos de oro, o con una reproducción en miniatura, de oro también, por supuesto, del toro o la vaca sagradas que animaban les fiestes en el llugar. Y por si esto fuera poco, pregúntese el peregrino que continúa su camino hacia Boal y Grandas de Salime, y más allá, a la magia de la provincia de Lugo, por qué, este mito de los jinas se repite en lugares tan dispares como la India, Persia y mis Asturias.
Tácheseme de aprendiz de teósofo, o de rosista en ciernes, pero créase o no, enfilé el camino de regreso a Granda de Siero, llevando un pequeño tesoro en mi corazón. Para bien o para mal, en cuanto a este Castelón de Villacondide, que sea otro el que hable con mediasverdades de Historia.
Et in Arcadia Ego
Coaña, 6 de Septiembre de 2012



(1) Mario Roso de Luna: 'El Tesoro de los Lagos de Somiedo', Editorial Eyras, 1980, página 36.

Publicado en STEEMIT, el día 3 de Febrero de 2018: https://steemit.com/spanish/@juancar347/cronicas-de-un-peregrino-atipico-el-castro-de-coana

martes, 25 de septiembre de 2012

Peregrino en Tazones


Es inevitable, pero hablar de Tazones implica, necesariamente, comentar, siquiera sea por aquello tan español de nobleza obliga, la anécdota histórica que une a este pinturesco pueblecito pesquero de la Ría de Villaviciosa, con la figura del emperador Carlos I de España y V de Alemania. Buenas o malas, las lenguas-que en España hay muchas, y bien sueltas, por cierto- afirman que una tormenta -desgraciadamente, nada dicen si fue provocada por bruxas, nuberos, ventolines o espumeros- alejó el navío en el que viajaba tan preeminente viajero, de su destino -probablemente uno de los principales puertos cántabros de la época, como Santoña, Laredo o Santillana del Mar, lugares, así mismo, de arribe de peregrinos, algunos de los cuales continuaban el Camino de la Costa o descendían por el puerto del Escudo hacia los misterios de las Merindades burgalesas, continuando viaje hacia la tumba del Apóstol, habiendo recogido el azufre tradicional de lugares como San Pantaleón de Losa, San Pedro de Tejada o Santa María de Siones- obligándole a recalar aquí, en la costa de Tazones y pernoctar cuatro noches en una recia casona de Villaviciosa, actualmente en reformas, situada a escasos metros de aquélla otra donde naciera uno de los ilustres, sapientes y recordados hijos de este entrañable Concejo de Maliayo: D. José Caveda y Nava.
Cuenta la anécdota, que motivados y evidentemente cansados de las sucesivas incursiones de rapiña y saqueo, o puede que quizás mal aconsejados por ese duende marujón de andar por casa, perverso por derecho de nacimiento, al que por estos lares hacen referencia como el diañu burlón -que por algo Asturias es un país de grandes y viejos Mitos- el emperador y sus acompañantes fueron confundidos con piratas, y a punto estuvieron de ser convenientemente escarmentados. ¡Y votu al diablu, lo terco que en ocasiones puede llegar a ser un asturianu cuando le resuenan los bemoles con un tema de invasión!. Díganselo a Don Pelayo y sus treinta asnos (1), y la que liaron en el Monte Auseba, convirtiéndose en los primeros ensalmadores que pusieron, así mismo, la primera cura contra la fiebre islámica, aplicando el infalible remedio de la estaca.

Ahora bien, el pueblo, colgado como un delicado farolillo chino sobre la pequeña bahía de aguas color esmeralda, mantiene esa distribución urbanística hermestina y trismegista, tan propia de los Antiguos Misterios, con su barrio de Arriba, dedicado a San Miguel -seguramente, hubo algún avispado arquitecto medieval que leyó a Vitrubio y copió sus consejas para honrar de manera decorosa y geométrica a los dioses, en base a sus características y méritos- y su barrio de Abajo, más terrestre, apiñado, íntimo en sus rincones, oficiante de sudor, cal y teja, dedicado a un inquieto e inquietante santo caminero, como es San Roque. Si en el primero destaca, aunque eso sí, dándole la espalda a la mar bravía -que nunca se sabe lo que se va a quedar en aguas profundas y lo que puede recalar en la playa- la iglesia que, de cuna románica, cuyo rosetón sugiere rosas simbólicas con mimo en los laboratorios alquímicos cistercienses, en el segundo, qué duda cabe la Casa de las Conchas representa la magia informal de los caminos, a base de la acumulación del Símbolo por antonomasia, la vieira, rindiendo culto -con permiso de la Inventio, faltaría más- a la figura de un apóstol de armas tomar, tal Pelayo evangélico, como es Santiago el Mayor.
De la ancestral historia peregrina de Tazones, ofrecen digno testimonio las icnitas o huellas de dinosaurio repartidas por la costa que, aunque a merced de los valses naturales marcados por la subida y bajada de las mareas, recuerdan la más antigua de todas las peregrinaciones: la del hambre y la supervivencia.
En menor medida por motivos de supervivencia, aunque sí de hambre, y hambre verdaderamente golosa -sabiendo que lo que te vas a llevar a la boca es natural, fresco y rico, rico, que nada tiene que ver con el fiambre con sabor a serrín que te venden en los comercios de las grandes capitales- las mesas de los restaurantes, alineadas sobre ambos extremos de la avenida principal -y de hecho, la única, posiblemente despejada en los años sesenta, por si acaso Míster Marshall se perdía por Tazones, como se perdiera Carlos I- esperan, somnolientas y con la madera dorando al sol la brillantina de la sidra, la glotonería de unos turistas que ya comienzan a hacer las maletas, guardando los buenos recuerdos estivales en un rincón de éstas, junto al jabón de afeitar, el after shave y la pasta de dientes. Cerca de ellos, quizás por un curioso efecto de asociación, hay una tienda de artesanía que, de nombre La Ballena Azul, me recuerda a aquélla otra Ballena Alegre, situada en los bajos de un histórico y finado Café Lyon y la magia de unas tertulias o filandones que también el mar tragó. Recuerdos de un Madrid que ya no existe.
Como esa barquita solitaria, balanceándose suavemente al compás de las olas, mis recuerdos me dejan un agridulce sabor a pasado. Quiérase o no, siempre he sido un sentimental. Y créase o no, de Tazones siempre me he llevado un buen recuerdo, sin dejar -júrolo por la Santina- ningún recuerdo personal en el malecón.

(1) Eso creían los ejércitos de Munuza, ignorantes, qué duda cabe, del incendio que puede provocar la más leve de las chispas. Lo que demuestra, que la prepotencia puede terminar como Narciso: ahogada en su propia imagen.


Publicado en Steemit (talentclub), el día 18 de mayo de 2018: https://steemit.com/spanish/@juancar347/pueblos-pintorescos-de-espana-tazones

domingo, 23 de septiembre de 2012

Peregrino en Luarca



Dentro del Camino Norte que recorre la costa asturiana, hay una pequeña perla conocida por todos los peregrinos que siguen este precioso sendero en su rumbo hacia el Oeste. Se trata de una ciudad muy especial para mí, pues no en vano, de sus cercanías son mis raíces paternas, y siento su singular hechizo desde aquellos felices y lejanos tiempos de infancia, en los que pasaba largas temporadas estivales. Hace unos días, he tenido la oportunidad -después de algún tiempo de sentirme atrapado por la venenosa morriña inoculada por ese pérfido y traidor demonio Meridiano, que me hizo recordarla con añoranza, quizás por segunda vez en poco tiempo en las páginas de este peregrino blog- de volver a los caminos astures y dar rienda suelta, entre otros rumbos, a ese caprichoso placer, a ese placentero derroche existencial, de hacer magia con el tiempo, sin importar otra cosa que rememorar aquél pasado feliz, no obstante con paseos y ojos del presente.
Con ojos del presente, siempre recomendaré empezar la visita por su parte alta; aquélla donde la visión de la ciudad, ofrece a los ojos del visitante, un pequeño jardín de cielo firmemente amarrado en la tierra; donde se sitúa el faro, guía talismán de marineros, delator de ventolines, espumeros y sirenas en las negras noches sin luna; el cementerio, considerado como uno de los más hermosos del mundo, con sus ilustres moradores y las blancas sepulturas, siempre mirando al mar, con sus cruces florecidas que semejan navíos élficos con las velas desplegadas apuntando hacia las eternas brumas del ocaso, hacia ese lugar al que se dirigían los antiguos peregrinos, situado siempre hacia el Oeste, hacia los estigios confines del Finis Terrae; y la ermita más marinera y venerada de los contornos: la de la Virgen Blanca y el Cristo Nazareno, en cuyo Retablo Mayor se puede admirar una auténtica obra de Arte, preciosa y románica, de los confines, nada despreciables, de esos oscuros siglos XII-XIII, que representa a la Madre de la Madre, o lo que es lo mismo, una Santa Ana que protege en su regazo a la Hija y al Nieto.
Creo firmemente que, si iniciamos nuestro viaje de esta manera, podremos llegar a entender, con el alma abierta a la poesía, aquélla cancioncilla tradicional, que describe a Luarca como un balanceo de cuna mirando al mar. Un mar, del que cuenta una de las versiones de la Leyenda, que llegó el Arca Santa con las Reliquias que trajo Santo Toribio de Jerusalén, y que, permaneciendo ocultas en la cima del Monsacro, se velan y custodian en la catedral de Oviedo. Un mar, el Cantábrico, por el que debieron arribar, también, parte de esos invasores celtas que trajeron consigo una cultura y unos dioses, entre los que figura el que quizás sea el más enigmático de todos, pero cuyo nombre fue raíz y árbol de vida en la fundación de numerosas ciudades: Lug. ¿Serán imaginaciones mias, o encuentro cierta relación entre ambas cosas, Arca y Lug, Lugarca?. Arca, como denominan los vecinos gallegos a los dólmenes, pues no en vano, fue precisamente aquí, en el Norte, y allá, en el Levante, donde se desarrolló con más intensidad la extraordinaria cultura megalítica peninsular.



Muchos son los hostales de acogida, tanto de turistas como de peregrinos, una vez desaparecido, hace siglos, el hospital que los templarios tenían en la Villa. Hay quien dice, que éste estuvo situado en el lugar que ocupa hoy la iglesia de Santa Eulalia que, aunque ya no lo parezca ni remotamente, sus orígenes se remontan al año 912 en que fue donada a la iglesia de Oviedo, por el rey Fruela II. Otros, por contra, tienden a situarlo en el número 10 de la Plaza, alli donde se localiza el Ayuntamiento; pero si uno se entretiene en buscar este misterioso número diez y ver en qué se ha convertido en la actualidad el fenecido hospital de los fratres milites, observará, cariacontecido, que el número diez no existe, por lo que puede que sospeche de ese edificio en cuya fachada se ven los número 9 y 11, como el dragón que terminó devorándolo en algún ignoto momento histórico.
Sí existe, por fortuna, esa tiendecilla de paredes blancas -no muy lejos del viejo quiosco de Herminia-, cuya esquina semeja la cabina de mando de un barquito pesquero, en la que me compraron mi primer flotador; un flotador que semejaba un caballito de mar, con el que desafiaba las olas cargadas de algas que a veces, airado, Neptuno enviaba contra la playa de las Salinas y sus bañistas.
Detrás de la iglesia, aunque algo más arriba, en la Plaza de la Constitución, todavía se conserva un curioso escudo, de esos de edad indefinida y cabalística simbología, en el que se aprecia a un personaje con las manos atadas a la espalda y a la vez una cuerda alrededor de su cuello, atada a un árbol. Y me pregunto, si quizás pertenece a una de las familias más ilustres del Concejo de Valdés: los Villa de Moros. Valdés, un apellido que, procedente de Inglaterra -según Tirso de Avilés (1)-, tuvo a uno de sus ilustres miembros como señor de Beleña. Y yo me vuelvo a preguntar, si quizás este lugar de Beleña no sea otro que aquélla de Sorbe, sita en la mesetaria provincia de Guadalajara, famosa, entre otras cosas, por el fantástico calendario agrícola que se muestra en su bizantina iglesia. Aunque, quién sabe, quizás se refiera a Beleño, en el Concejo de Ponga.
De lo que no cabe duda es de que, a pesar de que uno tiene la sensación de que nada ha cambiado en Luarca en estos más de treinta años que separan a este caminante de sus recuerdos, en la ría, a pesar de la presencia de un viejo conocido -Juan Salvador Gaviota- se echa de menos la presencia de truchas y anguilas, que antiguamente pululuban en sus aguas en tal cantidad, que podían sacarse a puñados con las manos. Por lo demás, hasta la Cofradía de Pescadores aparece inmutable, con sus melancólicos recuerdos y la ancestral divisa de sus aguerridos marinos: Arponeros astures de Luarca, dura raza, Señora del Océano, domadora del viento y de la ola, rival del ballenato entre la espuma...


(1) Tirso de Avilés: 'Armas y linajes de Asturias y Antigüedades del Principado', GEA, Grupo Editorial Asturiano, reimpresión de 1999, en conmemoración del IV Centenario de la muerte del autor (1599).

domingo, 16 de septiembre de 2012

Peregrino en Lena



'Santa Cristina se levanta, como una voz tiernísima, en la colina que está dominando todo el valle, conocido por el nombre de Vega de Rey, sobre el río Lena, próxima al pueblo de San Pedro de Felgueras...' (1).

No lo puedo evitar: siento una especial predilección por esta maravillosa iglesuca de Santa Cristina. No ha de extrañar, por tanto, que cada vez que emprendo la aventura de subir a mis Asturias queridas, una de las paradas obligatorias, sea precisamente aquí. Me agrada esa apacible tranquilidad que se siente cuando se deja atrás ese endiablado trasiego de prisas y circunstancias, de metas y locuras de acelerador, que es la Autovía Ruta de la Plata y se desliza uno como en una nube, por pueblines de casas dispersas, entre el cacareo vespertino de los gallos, el ladrido ocasional de los perros y ese sutil olor a pan recién cocido que escapa de las entreabiertas ventanas, mezclado con los aromas fuertes del café. Las ristras de panochas de maíz colgadas de los balcones de los hórreos. Los huertos ordenados, con las rabizas esperando ese caldero mágico donde se mezclarán con las patatas, las alubias y el copango para convertirse en ese maravilloso brebaje revitalizador que se llama pote. Ese camino empedrado, testimonio de una de las múltiples calzadas romanas que asciende hacia lo alto, flanqueado a un lado de árboles que dan sombra cuando la canícula amenaza con sofocar hasta al más aguerrido de los peregrinos, y al otro lado por extensos prados de hierba recién segada, donde retozan algunas vacas haciendo sonar constantemente las campaninas que cuelgan de sus cuellos. La visión de esa pequeña cueva, en la ladera, a mitad de camino, cerrada con una verja de metal, que posiblemente en tiempos albergara el cuerpo sacrificado y consumido de algún eremita pero que, siguiendo la tradición de todas las cuevas astures, seguramente sea la morada de un temido ser mitológico: el Cuélebre.
Tenía miedo de que las remodelaciones hubieran restado, siquiera una mínima parte de su encanto; acotado, siquiera una mínima nota de esa dulce voz a esta gloriosa arquitectura del período llamado Ramirense. ¿Seguiría intacto, en su interior, el maravilloso cancel visigótico, con sus diversas cruces, sus espirales y demás soberbias filigranas, heredad de un tiempo perdido?. ¿Habría invadido la deleznable luz artificial, esa cálida penumbra, esas suaves candilejas que invitan a dejarse llevar por el sosiego y el recogimiento, en un ejercicio de paz poco habitual?. ¿Seguiría conservando esa vieja puerta de madera, mostrando, no obstante orgullosa, los polisquélicos símbolos de unos ancestros celtas?. ¿Sería la guardiana, la misma persona que el año anterior, a la que apenas se siente y en la que nada interviene, una vez realizado el óbolo o pago de la entrada?.
Ultreia: todo seguía hechizadoramente igual. La iglesia permanecía inmutable, sólida en su soberbia constitución; ajena a los ruidos de la cercana Autovía; esperando, como el regazo abierto de una madre a los peregrinos que, una vez sosegada el alma y reposado los pies, no tardarían en emprender camino, dirigiéndose hacia el puerto de la Cobertoria para enlazar con la denominada Ruta de las Reliquias, atravesando concejos, viejos de pura Historia y memoria olvidada, como Quirós, Proaza y Teverga.
Et in Arcadia ego.

Datos de interés:

La iglesia de Santa Cristina de Lena:

Abierta de diciembre a marzo: de 11 a 13 y de 16 a 18 hs.
Abierta de abril a octubre: de 11 a 13 y de 16,30 a 18,30 hs.
Noviembre cerrado por vacaciones.
Lunes, cerrado por descando.
Persona de Contacto: Dª Mª Inés Faes Cienfuegos
Teléfonos: 985.490.525 y 609.942.153


(1) Jaime Federico Rollán Ortiz: 'Iglesias del Arte Asturiano', Editorial Everest, S.A., 1991, página 72.

sábado, 1 de septiembre de 2012

Ruteando por el entorno de Silos



- Mensajero eres, amigo,
no mereces culpa, no;
que yo no he miedo al rey,
ni a cuantos con él son.
Villas y castillos tengo,
todos a mi mandar son,
de ellos me dejó mi padre,
de ellos me ganara yo:
los que me dejó mi padre
poblélos de ricos hombres
las que me hube ganado
poblélas de labradores;
quien no tenía más de un buey,
dábale otro, que eran dos;
al que casaba su hija
dóle yo muy rico don:
cada día que amanece,
por mí hacen oración;
no la hacían por el rey,
que no la merece, non;
él les puso muchos pechos
y quitáraselos yo. (1)

No deja de tener cierto regusto nostálgico patalear por la Vieja Castilla y detenerse, siquiera por unos minutos, a saborear es vino ancestral que, de tan añejo, ha quedado convertido hoy en día en fuerte coñác, donde quizás su cálida quemazón se haga más evidente en ese bastión histórico que es la región del Arlanza. Hablar, pues, de la Vieja Castilla y de ésta demarcación en particular, conlleva, no obstante, la obligación de dejarse llevar por la antigua magia hechicera de lugares de evidente trascendencia histórica como Santo Domingo de Silos, San Pedro de Arlanza y Covarrubias. Sin olvidar, desde luego, la figura legendaria -mítica, quizás, en su hercúlea dimensión- de un héroe con la suficiente fuerza combativa como para alinearse en las filas de los Roldanes, los Ferraguts y los Campeadores: el conde Fernán González. Resulta imposible, cuando no impertinente, hablar de esta zona y no hacer siquiera referencia a este Conde Burgos, como lo denominaba Berceo, desquitándose de Lucas, el obispo de Tuy, quien, en la Crónica Tudense lo tildaba poco más o menos de forúnculo en las reales posaderas del monarca de León y obstinado cabeza de clavo en el martillo de Almanzor.
Hablando precisamente de éste, no deja de ser curiosa la voluptuosidad con que la Historia juega con los acontecimientos humanos, repartiendo suertes, en ocasiones, como en una vulgar corrida de toros. Calatañazor, qué duda cabe, se llevó el mérito, quizás porque la Historia quiso reservarlo y lo dejó escapar, maltrecho pero con su atambor intacto, en el cercano desfiladero de la Yecla, situado a escasamente tres kilómetros de Silos. Quizás, esa misma Historia caprichosa a la que aludo, compensara este desafuero, sobornando a la Diosa Fortuna para que las razzias del acertadamente llamado azote de Dios, pasaran de largo por lugares igual de cercanos, con la intención de que alguna inconmensurable perla llegara poco menos que intacta hasta nuestros días. Sería el caso, qué duda cabe, de esa armónica y cautivadora ermita mozárabe que, enclavada en el término municipal de Barriosuso, se encuentra bajo la advocación de Santa Cecilia.
Desigual suerte, evidentemente, corrieron otros templos cercanos, detalle que confirma el antiguo recelo de los pastores a dejarse entusiasmar por otros sonidos celestiales que no sean los del propio viento que les acompaña por valles, mesetas y quebradas. De tal manera, que desigual suerte, como digo y me repito, corrieron lugares como Castrillo Solarana y Revilla Cabriada. Y sin embargo, qué ingrato sería si dijera que una segunda visita a los templos de dichas poblaciones, no me dejó un dulce sabor de boca. Cierto, que en el caso de Castrillo Solarana, el viejo cementerio le ha ido ganando el terreno a una portada, que en tiempos fue principal, en la que ocas, árboles vitae y arpías rivalizan por congratularse con el débil corazón humano, amparadas, gracias a Dios, por la increíble belleza de un ábside salomónico, en cuyas arquerías ciegas el Magister anónimo quiso que el espectador navegara por los apacibles mares de una sabiduría que se perdió en el secreto de las logias canteriles cuando aún rechinaba en el fragor de las batallas el viejo grito guerrero de Santiago y cierra España. Yo me pregunto, en el caso de haber sobrevivido, qué magisterio sublime no acompañaría al ábside de la vecina iglesia de Santa Elena, en el pinturesco pueblecito de Revilla Cabriada. Pero acaso sea un ingrato si me adelanto y no menciono la bendita disposición de unos vecinos orgullosos de mostrar las maravillas artísticas de una iglesia que, a pesar de todo, constituye, de puertas para adentro, un pequeño Museo Thyssen, en el que el espectador se regodea con un sin fin de detalles. Si empezáramos a apreciarlos por su Retablo Mayor, posiblemente nos sintiéramos hechizados por esas dobles columnas salomónicas que, aunque barrocas, como versión janística de las originales Jakim y Boaz, cobijan a una Santa Elena gótica que nos recuerda a una Santa Cruz de cuyos pedazos salieron innumerables Lignum Crucis, compañeros de procesiones y milagros en tiempos en los que muchos caballeros pataleaban estos mismos contornos en su eterna quest y demanda del Santo Grial. Un Santo Grial que, precisamente aquí, reconvertido en pila bautismal, muestra en su borde la magia de los arcos de San Juan y en su centro, dos formidables cruces paté. Líbrome yo solo, Dios mediante, de ser mal pensado y tapándome los ojos a semejante tentación -vadre retro, Satanás, non nobis- prefiero dejarme encandilar por un retablo cercano, en el que un calvario con las figuras de la Virgen y el Evangelista, se ven escoltadas, a ambos, por las figuras sublimes de una Madre de la Madre y una Mater con Niño, anónima y de brazos amputados, que mira hacia el Retablo Mayor, quizás preguntándole a Santa Elena por qué le ha robado el protagonismo. Arriba en el coro, donde todavía se conserva la costumbre de ser lugar reservado para los hombres, la encandiladora belleza del artesonado, anticipa la magnificencia de aquél otro que luce con orgullo el claustro de Silos. Y digo yo, ¿cómo puede concentrarse un monje en medio de tanta exquisitez?.


Villa monumental donde las haya, que para eso vuelvo a repetir que Vieja es esta Castilla, siento un nudo en la garganta cuando intento hablar de Covarrubias. Covarrubias podría ser, metafóricamente hablando, esa Caja de Pandora que al abrise, es decir, cuando uno la descubre por primera vez, atiza los sentidos con un un penetrante olor a pachuli que despliega aromas inconfundibles de Arte, Historia y Tradición, hasta el punto de tirar para atrás. La Torre de Fernán González, el recuerdo imperecedero de la princesa Cristina de Noruega, la magnificencia de la Colegiata, repleta de exquisiteces, como fenomenales Ferrero Roché que invitan a la gula visual a todos los turistas, que luego solemos ser amonestados por utilizar el flash de nuestras cámaras intentando captar hasta el último detalle de sus panteones de nobles, de esas Vírgenes de la Redonda y de Mamblas,  de la monumentalidad y la riqueza simbólica de sus retablos, para después, medio borrachos de Arte, continuar embebiéndonos en la cercana iglesia de Santo Tomás, o Tomé, antes de abandonar la ciudad y sus brujas de la suerte -aunque brujas, según la dueña de la tienda de souvenirs, hay en todas partes- sacando la última foto, mientras nos despedimos de la Virgen de la Cereza, que ve el tiempo pasar desde su camerín, a las afueras de la antigua puerta que cercaba la ciudad.
Poco más allá de Covarrubias, y como telonero de una sinfonía románica monumental, el alma tiembla acongojada ante la visión de una empresa de titanes donde desamortizaciones, guerras e insensibilidad humana levantaron un ERE histórico, llevando a pique un proyecto sublime, que hoy permanece sumido en el olvido. Hay fantasmas en San Pedro de Arlanza; fantasmas que vagan en eterna soledad, entre las sombras de un pecho descubierto cuyo corazón se marchita al ritmo de las estaciones. Pero aún así, y a poco que uno se adentre entre las arterias de ese corazón fenecido, observará que pierde parte del suyo contemplando siquiera lo poco que la rapiña aún no ha devorado. Dejado atrás el esquelético armazón del claustro, entre cuyos huesos anidan quizás oscuras golondrinas, como las de Bécquer, que nunca volvieron a Sevilla, es difícil no sentirse pequeño contemplando el tamaño de las basas que servían de apoyo a las columnas de una iglesia que se desvaneció como el humo. En el firme, de cara a un altar donde hace siglos que las gargantas de los monjes no entonan el tradicional Te Deum laudamus, sepulturas de abades anónimos apuntan con sus báculos a un cielo que por momentos, comienza a cargarse de nubes. Nudos eternos y parte de la policromía original, sobreviven en unos capiteles huérfanos de ese mensaje primordial que se perdió cuando desapareció el conjunto.
De vuelta a Silos, uno recuerda los caprichos de la diosa Fortuna y siente rabia ante la desfachatez con que reparte suertes. Pero Santo Domingo de Silos, es otro mundo. Comenzó a serlo, posiblemente antes de aquél histórico 3 de junio de 954 en que Fernán González pasara por el lugar y decidiera congraciarse con Dios, permitiéndose el lujo de una generosa donación, que sangre, sudor y lágrimas, no obstante, estaba costando arrebatar a la morisma. Con Silos, uno se siente terriblemente mareado, preguntándose quién fue primero, si la gallina o el huevo.  Pero muchos son los que opinan que de ésta retorta de sabiduría salieron los exquisitos elixires que se repartieron por la Península, alardeando de un estilo monumental: el silense. ¿Cómo no sentirse vacío de cualidades, viendo la perfección de sus labras?. ¿Qué portentoso doctor Frankenstein medieval, fue aquél capaz de insuflar vida a los homúnculos de la piedra?. Tal vez la clave del enigma se oculte detrás de la sonrisa feliz del propio Santo Domingo quien, eternamente observado por la Virgen de Marzo, desde la materia incombustible de su cenotafio, se obstina en permanecer junto a los símbolos fundamentales de su magisterio: el báculo y el libro. Paradójicamente, mientras el claustro es vida, sus paredes albergan muerte: siglos ha, que sus abades encontraron refugio eterno en los nichos practicados en ellas. En esos mismos sillares, en los que los anónimos canteros dejaron su desafío burlón, en forma de signos lapidarios, que en algunas partes se confunden con cruces y estrellas con las que los hermanos legos comunicaban, no me cabe duda, mensajes que nos están vedados.
Sólo fueron unas horas, sí, pero a veces unas horas se tornan en una eternidad. Como eterno es ese Camino y eternas son las singularidades que custodia. Como decía Rudyard Kiplig: hay un mundo ahí afuera, ve y descúbreló.

(1) Romance del Conde Fernán González. 'El Romancero', introducción y selección Manuel Alvar. Editorial Magisterio Español, S.A., 1968, página 55.