Portomarín es un espejismo en el Camino de Santiago; una villa reconvertida aún más si cabe en marinera cuando se llevó a cabo la creación del embalse de Belesar, bajo cuyas aguas y en un lecho de limo y olvido, yacen eternamente muchas de las casas del antiguo pueblo. Por eso, poco o nada es lo que parece, pues incluso su monumento histórico-artístico más destacado, la iglesia de San Nicolau o de San Xoán, como es más conocida, tampoco está en su lugar original, sino que fue trasladada piedra a piedra de su emplazamiento a la orilla del río. Y aún así, no obstante, quien visita Portomarín y se detiene a contemplar ésta insigne maravilla que en tiempos formó una de las encomiendas más importantes de la Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén en la provincia de Lugo, miente si afirma que no le impresionó. Y es que, contemplando la soberbia estructura de templo-fortaleza que tiene esta emblemática joya arquitectónica cuyos orígenes se remontan al siglo XIII, es difícil no pensar en la catedral de Santiago y escuchar, siquiera sea en la imaginación, el sonido maravilloso de esas prodigiosas campanas, reconquistadas a la morisma siglos más tarde de la terrible razzia de Almanzor, que alentaron con su dulce tañido la sublime creación del Maestro Mateo. Porque aquí, en la belleza y la perfecta factura de sus tres pórticos vemos, cuando menos, parte de esas sutilezas anímicas de un Maestro y de una Escuela que, a base perfección y equilibrio, fueron situando estratégicamente diferentes enciclopedias pétreas para maravilla de unas gentes, peregrinos principalmente, que acudían a Compostela sabiendo -o mejor, intuyendo- que en su duro camino se encontrarían con los mensajes de una escuela subliminal, especialmente preparada, cuya gramática, pura y universal, se basaba, principalmente, en la fuerza que conlleva el rey supremo de los arquetipos que subyacen en lo más profundo del alma colectiva de los pueblos: el Símbolo.
Alentado, quizás, por esa música celestial que, desafiando al tiempo y a la imaginación, parecen interpretar los veinticuatro ancianos del Apocalipsis en peremne sinfonía desde el estrado de su portada oeste o principal -recordemos que como en el caso de las iglesias del entorno de O Cebreiro el peregrino entraba, simbólicamente, de la muerte al renacimiento, del ocaso a la luz-, el peregrino sabe que su próximo etapa queda tan sólo al tiro de piedra que suponen los 9 kilómetros que lo separan de Paradela y los veintitrés de Sarriá.