miércoles, 9 de enero de 2013

Un hito en el Camino de Madrid: la iglesia de San Ginés



Situada a escasos metros de esa Puerta del Sol -recordemos, que hasta ciudades trogloditas no exentas de encanto, como Tiermes, tuvieron también la suya- y ese poco menos que místico kilómetro cero, en plena calle del Arenal -lo que nos puede dar una idea aproximada de lo que era este lugar cuando después de la conquista agarena, la romana Madritum se convirtiera en la árabe Magerit-, la iglesia de San Ginés conserva, en las masónicas proporciones de su planta, una de las colecciones artísticas más amenas e interesantes, que la convierten, de hecho, en un pequeño y espectacular museo, que bien merece la pena visitarse. Es de este modo, como se puede llegar a la conclusión, de que la historia del lugar, aunque antigua y qué duda cabe, interesante, se reduce, no obstante, a un segundo plano, frente a los detalles de hermosura y heterodoxia que ha de proporcionar, posiblemente, claves discretas, no sólo para el peregrino que un día se acerca a Madrid utilizando los senderos -en su mayor parte, cubiertos de asfalto y paseados sin piedad por miles de automóviles diariamente- de las antiguas Cañadas Reales que convergían en la Villa y Corte, sino también para el buscador de misterios e incluso, para ir más lejos aún si cabe y afrontando el riesgo de excomunión, para todo inconformista que piense que la Historia, y sobre todo la Religión -al menos, desde el punto de vista generalizadamente partidista con el que nos las han contado-, no dejan de ser, después de todo, una irremediable artimaña, que utilizan en provecho propio, un subterfugio de Verdad. Cabe preguntarse, partiendo desde este punto de vista, por qué los grandes artistas, e incluso aquellos menos grandes, pero artistas al fin y al cabo -que todos merecen respeto, sobre todo, porque vivimos y vivieron en un mundo en el que, por desgracia, las oportunidades no son ni fueron iguales para todos-, dejaron gazapillos maliciosos en sus obras con el fin, es de suponer, que alguien, abandonando la postura eminentemente literalista con la que se le ha educado, a través de generaciones, se percatara de ello y sin necesidad de poner el grito en el cielo ni colgarse el sambenito de hereje en el pecho, se hiciera cuantas más preguntas, mejor.


Acuden éstas, las preguntas, cual si se tratase de una erupción cutánea al contacto con ortigas, apenas uno se va habituando a la serena calma chicha del templo y comienza a deambular por las capillas anexas a los lados de la Epístola y del Evangelio, integrándose, anónimamente, en espacios donde sombra y luz conforman un curioso efecto de marea que viene y va. Quizá también, motivado por ese ambiente, cause mayor impresión ese extraño cuadro de José Jiménez Donoso que, denominándose Cristo crucificado en ambiente nocturno, recuerda más el sacrificio ritual del hombre-dios de los Antiguos Misterios -léase Osiris, Dioniso, Baco o Mitra- que a la versión judeo-cristiana de la Pasión y Muerte de Jesús. Es más, ese Cristo intacto, sin mácula de martirio, sin horribles chorreones de sangre motivados por los lacerantes latigazos, sin herida de lanza en el costado, recuerdan más a aquél Cristo al que le cantaba Antonio Machado, que no era otro sino aquél que anduvo sobre la mar. No menos espectacular, quizás por su rareza, es observar, por encima de ese busto de San Jerónimo -que recuerda la devoción templaria por las cabezas, como de hecho se recuerdan los colores del Bauceant del Temple en el ajedrezado del suelo de la capilla del Santísimo Cristo de la Redención- ese magnífico cuadro que muestra a la Sagrada Familia...y uno más: ¿acaso San Juan Bautista Niño, motivo que, obviando la figura de San José, representó también un magistral Leonardo Da Vinci en una obra no exenta de polémica, como es aquella que lleva por título la Virgen de las Rocas?. Eso, por no mencionar la presencia de varias importantes representaciones de Vírgenes Negras, como son la de la Cabeza, situada por encima de una magnífica escultura de Nicola Fuma titulada Cristo caído -la túnica de éste, recuerda el color del vino, la bebida sagrada o soma con la que Noé, según la tradición se embriagó- la de la Barca, de Muxía y por supuesto, una de las más milagreras que existen en la Península: la riojana de Valvanera. Además de aquélla versión de la Virgen de Guadalupe que se venera en Úbeda, Jaén.
La vieira, que luce el pequeño ventanal que se levanta sobre otra genuina escultura de la escuela madrileña que representa a Cristo resucitado, símbolo ansiado de todo peregrino, pata de oca encubierta y a la vez marco insuperable en el que se basó Bottichelli para su Nacimiento de Venus. O la rareza de aquél otro óleo de Gerard Seghers, titulado El Buen Pastor con dos niños pastores, de iconografía poco común, que muestra a Jesús llevando a hombros su destino y símbolo de sacrificio: el Cordero de Dios. El número de estrellas que conforman el halo beatífico de varios lienzos de la Inmaculada Concepción -como aquél de José Antolínez o ese otro, anónimo, de la Escuela sevillana del siglo XVIII, basado en la te´cnica de Murillo-: doce estrellas, doce apóstoles, doce planetas, doce signos del Zodíaco, doce trabajos de Hércules. O incluso la paloma, presente en numerosas representaciones como símbolo del Espíritu Santo, pero que, en realidad, ya estaba, en el Antiguo Egipto, asociada por la Diosa Isis. Tantos símbolos, tantos enigmas..
Por eso, peregrino que llegas a Madrid y visitas San Ginés, pon atención y no lo hagas nunca con prisas. Y cuando vuelvas a salir por la puerta de este templo, donde todavía se conservan las partidas de nacimiento de notables del Siglo de Oro español, como Quevedo y Lope de Vega, medita sobre lo que has visto y no dejes de hacerte preguntas. Porque tal vez, digo sólo tal vez, puedas hallar la respuesta a alguna clave que el Camino te plantea.