domingo, 22 de mayo de 2011

Tradiciones y exvotos en el Camino de las Estrellas

'Somos tres andaluces, un callo y un pollo con el lema: de lo que llevas, te sobra la mitad y desa mitad, todavía te sobra, porque en el Camino se te caerán lágrimas como puños. Buen Camino que arrieros semos' (1).


Opinan algunos, que la pequeña ermita de San Miguel pertenece a un estilo prerrománico que, cronológicamente hablando, la situarían, cuando menos, entre los siglos IX-XI. La mayoría de sus motivos ornamentales, por no decir todos, se exhiben en la actualidad en el Museo de Navarra, situado en la emblemática localidad de Pamplona.

Se localiza la ermita, a las afueras de la población de Villatuerta, distante unos ocho kilómetros de Estella, y entre las cualidades o características de su entorno, cabe situarla junto a un pequeño Huerto de los Olivos. Por la situación de su altar principal -pegado al ábside- es de suponer que la liturgia estaba basada en el antiguo rito mozárabe. Con el tiempo, se añadió un segundo altar, delante del anterior, motivo que en el fondo resulta irrelevante, porque tanto uno como otro altar constituyen, a día de hoy, inertes custodios de otra clase de ritos que, probablemente basados en tradiciones anteriores, podrían ser definidos, a falta de una mejor denominación, como Ritos y Costumbres del Camino.





Tradicionalmente, y dentro de los itinerarios del Camino de las Estrellas, hay lugares en los que el peregrino -es posible que habiendo olvidado el origen y sentido de ésta costumbre ancestral- deposita una piedra; en ocasiones, a ésta la acompaña un mensaje, generalmente basado en la Experiencia personal que está realizando, e incluso de gratitud por haber llegado hasta ese lugar y sentirse con fuerzas y ánimo para continuar.

Por Tradición, así mismo, el lugar receptor de estas ofrendas del Camino, por antonomasia, es Fontcebadón, una aldea hoy día deshabitada, situado en las inmediaciones del Puerto del Monte Irago. En la cúspide, allí donde una sencilla cruz de madera marca la divisoria entre la Maragatería y el Bierzo, una pequeña pirámide de piedras indica el paso de innumerables peregrinos que se han detenido alli a lo largo de los años.

No habiendo tenido la ocasión, al menos hasta el momento presente, de visitar este lugar, me consuela saber, que en el fondo, hay otros lugares afines, como ésta milenaria ermita de San Miguel, donde el peregrino renueva unas tradiciones que, afortunadamente -al contrario que tramos y lugares del Camino, desaparecidos actualmente- continúan vigentes, constituyendo un interesante testimonio, tanto gráfico como cultural, que lleva implícito el que posiblemente sea una de las búsquedas más antiguas de la Humanidad: la Trascendencia.


(1) Palabras escritas en una sencilla hoja de papel, dejada en uno de los dos altares de la ermita de San Miguel de Villatuerta, Navarra.


jueves, 19 de mayo de 2011

Simplemente Torres del Río

Hay algo especial en ésta apacible localidad navarra que despide al peregrino en la frontera con La Rioja. Algo intangible, pero sutil, que va incluso más allá del magistral misterio que envuelve a un icono de la arquitectura románica de planta octogonal, como es su peculiar iglesia del Santo Sepulcro.

Puede que sea un brote de paz interior que, irradiando de un objeto de poder -permítaseme tal expresión- como es su Santo Cristo, crucificado sobre una cruz florenzada, se desparrama por unas calles estrechas, algo enjutas en algunos tramos, pero donde las casas se hermanan con su proximidad.





Torres del Río sabe también a eclosión de ocas que atraen con el misterio de su esencia al peregrino trascendental que busca símbolos en su Camino. En sus calles se percibe el olor a ozono que dejan tras de sí los sudarios fantasmales de anónimos caballeros de la cruz paté, pobres en Cristo, que vagan en las medianoches sin luna, clamando reparación y justicia a una Historia prepotente que nunca quiso reparar en ellos.


Refugio tradicional de peregrinos; de misterios sin resolver; de partidas tradicionales afrontadas al calor de un fuego amigo; de bautizos de amistad; feudo de románticos que buscan huellas que malvados cierzos un día se llevaron, para no tornarlas nunca más.


Simplemente, Torres del Río: poco más, pero nada menos.



martes, 17 de mayo de 2011

Campos de Navarra: el espíritu de Van Gogh



Se nota, se siente...el espíritu de Van Gogh está presente. Qué curioso es el mundo de las sensaciones. Mientras nos desplazábamos de un lugar a otro dentro de una provincia tan rica en historia y arte como es Navarra, no podía evitar, al contemplar la belleza deslumbrante de estos campos, pensar en Van Gogh. Rememorar el genial impresionismo de las acuarelas del genio del pelo rojo; su pasión por la vida, a la que exprimía el color como quien exprime un limón hasta la última gota. La viveza de sus colores, similar, comparativamente hablando, a esos frescos románicos que eclosionaban en pequeños big-banes iluminando la sombría intimidad de los templos que esperaban la luz del gótico como agua de mayo.

Acudían a mi memoria los monótonos días de invierno pasados junto al cristal de la ventana, observando mohíno la lluvia caer; varado en tierra cual ballenato que ha perdido el rumbo, soñando con días claros en los que partir en busca de la inalcanzable línea del horizonte. Esos anhelos, esos deseos de partida, no podían, sino, augurar un sublime espectáculo en primavera. Campos de jaramargo, madre de la mostaza, campos de Navarra...en mi corazón os llevo.





lunes, 16 de mayo de 2011

Pueblos del Camino: Burguete

No puedo evitar dejarme llevar por una tibia sensación de romántica ensoñación cuando recuerdo mi breve, pero a la vez intensa permanencia en Roncesvalles y su entorno. Burguete es un pueblecito que, situado a la exigüa distancia de un kilómetro, nació a la vera de la comunidad religiosa, la hospedería, el hospital y los cientos de peregrinos que, procedentes de allende los Pirineos, hallaban un lugar en el que reposar de la fatiga y avanzar con esperanza e ilusión en dirección, supongo, al confín de un Mito universal.

El estilo carolingio de sus casas, de tejados picudos y agujas apuntando al sol consigue transmitir el curioso efecto de que el tiempo, cuando no el destino -como cantara aquél jovencísimo Adamo- parecen haberse detenido, hasta el punto de que se tiene la impresión de ver salir a Gretel o a Hamsel de esa casona centenaria cubierta de enredaderas, como el palacio encantado de la Bella Durmiente, situada en la calle principal. Y tras ellos, a una bandada de ocas cantarinas.

Los haces de leña, apilados en las esquinas de las casas; la ropa tendida en el balcón, tibia por el sol de la tarde y levemente mecida cual banderolas de paz por la suave brisa; las primeras amapolas brotando de un mullido colchón de tentadoras esmeraldas; los peregrinos que enfilan el camino del horizonte, recuperados de las difíciles pruebas del puerto de Ibañeta; el tractor aparcado en la puerta del zaguán, respetando mohíno el día de fiesta. Y sobre todo, el Color; Burguete es un pueblo donde el Color es un Espíritu elemental que derrocha energía por las cuatro esquinas.

Sí, ¡qué gran sensación de paz, qué intensa emoción me embargó paseando por sus calles!.

Recuerdos de peregrino, escritos en Madrid en el día de la fecha, pero soñados en Burguete el domingo 17 de abril del año en curso.




sábado, 14 de mayo de 2011

Roncesvalles: Claustro del siglo XVII, Capilla de San Agustín y Sepulcro de Sancho el Fuerte





Una de las más grandes victorias de la Cristiandad sobre el invasor árabe, se produjo en julio de 1212 en un lugar de la provincia de Jaén, conocido como Las Navas de Tolosa. A la batalla, también se la conoce desde entonces con el nombre del lugar donde se desarrolló, aunque además ha pasado a engrosar las páginas doradas de la Historia, con el sobrenombre de batalla de los Tres Reyes. Uno de tales reyes, era Sancho VII de Navarra, al que por su imponente constitución física y su estatura -medía cerca de dos metros, detalle muy poco corriente para la época- se le conocía con el justo apelativo de Sancho el Fuerte.

La batalla, desde luego, fue una auténtica carnicería, en la que ambos bandos dejaron miles de cadáveres en el campo de batalla. Cadáveres que, ante la imposibilidad de ser enterrados adecuadamente, quedaron expuestos la mayoría en los lugares donde habían fallecido, dando lugar a numerosas epidemias, cuyos efectos se dejaron sentir en la zona durante años. El resultado, pues, aunque decantado del lado cristiano, no fue tan venturoso, a excepción de una importante cuestión: terminó con una peligrosa amenaza, que no era otra, que el formidable poder almohade en la región.

Aunque los tres reyes -Alfonso VIII de Castilla, Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra- tuvieron un destacado papel en la contienda, alentados por un personaje de la talla de Rodrigo Ximénez de Rada, arzobispo de Toledo, siempre me ha llamado la atención el papel preponderante del bravo rey navarro. De hecho, estuvo a punto de capturar a An-Nasir, el Miramamolín almohade, que se libró por los pelos de no terminar muerto o prisionero cuando el gigante navarro, irrefrenable a lomos de su caballo de guerra, arrolló la posición, cortando las cadenas que rodeaban su tienda. Esas cadenas, constituyen desde entonces el escudo de Navarra y se pueden admirar en la Capilla de San Agustín, que es donde reposan los restos mortales de tan valeroso monarca.









No es de extrañar, habida cuenta de lo que acabo de contar, que uno de los deseos que más me placían si alguna vez tenía la ocasión de pisar Roncesvalles, era visitar el sepulcro de Sancho el Fuerte de Navarra.

Se accede a la capilla de San Agustín, a través de un austero claustro del siglo XVII, que reemplaza al original claustro románico anexo a la colegiata de Santa María. Situado en el centro del recinto, el sepulcro en sí costituye una auténtica obra de Arte, mostrando al rey poco menos que tal cual era en vida; es decir, un gigantón de casi dos metros de altura, como ya he dicho, que, según parece -y así lo dejó de manifiesto el artista- tenía un defecto en su pie izquierdo. Aparte del magnífico rosetón que domino el frontis interno de la capilla, y las no menos magníficas vidrieras que desde el pórtico de entrada, dotan de una voluptuosa luminosidad al lugar, destaca en especial una, situada en el lado derecho, según se accede, que, monumental, espectacular y sugestiva, muestra una de las más representativas escenas de tan importante batalla. Y por supuesto, en primera línea, como un auténtico jabato, liderando la carga de la caballería navarra en las Navas de Tolosa, este singular rey.

Rey, por otra parte, que bien merece un pequeño homenaje que, en el fondo, es la auténtica intención de la presente entrada.




domingo, 8 de mayo de 2011

Roncesvalles: Colegiata de Santa María



'...los dos mundos que permanentemente convergen en Roncesvalles: el carolingio y el jacobeo...' (1)


La primera visión que tiene el peregrino que desciende las estribaciones del puerto de Ibañeta, una vez dejados atrás el obelisco conmemorativo que recuerda la lucha legendaria de Roldán con el gigante Ferragut y la pequeña ermita de San Salvador, son varios edificios, de destacado estilo carolingio, que corresponden a las dependencias de los monjes, archivo, museo y hospedería. Encajonada entre ellos, como dama enrocada celosamente protegida por sus peones, la colegiata recibe a peregrinos y visitantes, mostrándose lozana y deslumbradora, sobre todo de puertas hacia dentro, con uno de los más puros y admirables ejemplos del gótico francés, o Ille de France, como es denominado por los expertos en la materia.

Dejando a un lado las modificaciones realizadas a lo largo de la Historia por diversas y divergentes circunstancias, como, por ejemplo, la portada o el claustro del siglo XVII, en modo alguno sería exagerado poner de manifiesto la genuina sensación que se tiene de volatibilidad, empeñecido el hombre frente a un infinito cielo abovedado que se extiende por encima de una nave en la que destacan, cual aurora boreal desparramándose por su zona absidial, un número determinado de vidrieras, enhiestas como columnas, a cuyo través un alquimista de nombre Helio transmuta en alegría la aparente soledad de unas sombras que se desvanecen en el recuerdo de una edad románica.

En el sancta-santórum de este pequeño big-bang de altura, luz y color, una dama gobierna inmutable a través de las edades del hombre, aunque éste, aprendiz de funcionario, se empeñe en otorgarle una edad aproximada de setecientos años. Entronizada y hierática, mostrando una enigmática sonrisa en los labios, Nª Sª de Roncesvalles recibe a peregrinos y turistas. En su trono, San Miguel alancea al Dragón, mientras el Niño, vuelto el rostro hacia la Madre, avisa a navegantes sosteniendo un pequeño globo terráqueo en su mano.




No muy lejos de ellos, y antes de la figura del Apóstol Santiago, el Gran Peregrino por antonomasia, una pequeña capilla, cerrada al público por una verja de hierro, muestra una extraordinaria figura Crística que llama la atención sobre la Magia de los Números, mostrando la cantidad de clavos que le unen a la Cruz: cinco.


Si bien no son nuevas las teorías que sostienen la rotura de rodillas, sí son poco corrientes las representaciones que muestran a Cristo con las rodillas unidas al madero por sendos clavos. He aquí, posiblemente, otro de los enigmas de Roncesvalles.


Al fondo de la nave, y a la derecha, muy cerca de la entrada, una tumba en la que destaca la cruz abacial, alberga los restos de tío y sobrino: Juan de Egüés y su sobrino Fernando, priores de Roncesvalles a finales del siglo XV y principios del XVI, respectivamente. Por encima de la sepultura, coronándola, una cruz del tipo utilizada por el Temple llama la atención. Es posterior a la desaparición de la Orden, evidentemente, cuya presencia en Roncesvalles, de todos modos, no debería de sorprendernos si tenemos en cuenta que este es el paso de penetración en la Península más común para todos aquellos asentados en el país vecino.


Aún reserva la colegiata numerosas sorpresas que no estaban accesibles, por desgracia. Entre ellas, la formidable cripta y su decoración pictórica. Un motivo, sin duda, para volver.
(1) Fermín Miranda García y Eloísa Ramírez Vaquero: 'Roncesvalles', Colección Panorama nº27, Gobierno de Navarra, Departamento de Cultura y Turismo - Institución Príncipe de Viana, 2ª edición revisada y ampliada, 2010, página 35.



miércoles, 4 de mayo de 2011

Roncesvalles: la Canción de Roldán

'Muy altos son los montes, tenebrosos y grandes,

los valles son profundos y violentas las aguas.

Resuenan los clarines por detrás, por delante,

todos al olifante responden con su son...'

[La Canción de Roldán, CXXXVIII]


Si me despojara de esa racionalidad fría que cierra como una losa de granito las profundidades del sepulcro donde yace el alma, no podría dar rienda suelta a la ensoñación, ni tampoco permitir a mi mano escribir obediente al dictado de la imaginación, una vez situada ésta en una pequeña colina del puerto de Ibañeta, solitaria y constamente batida por esos Hijos de Horus de la mitología egipcia, que no serían otra cosa, a mi modo de entender, que unos vientos de distinta procedencia que por alguna curiosa razón, deciden encontrarse precisamente aquí, en el lugar en el que la Tradición -bendito tesoro- sitúa uno de los grandes mitos del Medievo: el combate de Roldán y el gigante Ferragut.

Buena prueba de la fidelidad del hombre medieval por sus mitos, héroes y villanos, la encontramos en este épico episodio, cuyo recuerdo se ha perpetuado mucho más allá de la influencia carolingia y un purisimo estilo Ille de France, que caracteriza la zona, para asentarse como uno de los grandes motivos de un arte románico, cuyos canteros, siglos después de la hazaña, e itinerantes a través de unos teritorios que comenzaban a ser reconquistados al invasor musulmán, alcanzan a fijar la mirada en los modelos de una fuente cultural de relevante calidad llamada Silos.

Sobreviviendo a unos tiempos y a unos cronistas nacidos siglos después, el mito renace, no obstante, en la piedra, siendo recordado, entre otros lugares de particular relevancia, en el Palacio de los Reyes de Navarra, en Estella, situado enfrente de otra gloria románica no menos relevante, como es la iglesia de San Pedro de la Rúa.





Ensoñadoramente quisiera pensar, por otra parte, situado de nuevo en la cima de la colina, que el alma -dormida, aunque sonámbula, después de todo- retorna, si no a todos, sí al menos a aquellos lugares que por alguna razón, fueron especiales en una existencia anterior. Y no es que un exceso de imaginación sea el vehículo que impulse ningún tipo de pretensión a considerarme la rencarnación -suponiendo que creyera en ella- de Roldán o de Oliveros -cuyas osamentas se pensó haber descubierto en 1934, durante el transcurso de unas excavaciones arqueológicas realizadas en la ermita de San Salvador, situada algunos metros por debajo- pero por alguna desconcertante razón, que no acierto a definir, sí es verdad que sentí una curiosa sensación de familiaridad; una repentina, aunque pasajera experiencia de déja-vû; una irrepetible sensación de retorno a un lugar del que no sabía que hubiera partido alguna vez.

Dado que el hombre no es sólo una animal de costumbres, sino también de comparaciones, no estaría de más añadir que el lugar me pareció genuinamente similar -imagino que aparte de por la forma, también por la blanda y lechosa textura de la tierra- a esos misteriosos mounds o montículos funerarios característicos de algunas civilizaciones mesoamericanas asentadas en regiones de cierta pluvialidad, como Louisiana; montículos que, recordé, aparte de estar asociados, cual piedra de brujas, a un sin fin de leyendas, han sido utilizados por grandes maestros del género de terror, como H.P. Lovecraft, como entrada a alucinantes reinos subterráneos.

Y no obstante aquí, de cara a unos Pirineos inconmensurables, lo alucinante comienza cuando la caricia balsámica de los vientos se desparrama por unas sienes en las que, cual caldero de brujas, bullen un sin fin de ideas y sensaciones. Las armas, que a partir de 1967 consagraban el obelisco como un recuerdo del buen combate entre dos caballeros -¿o habría que pensar sólo en Ferragut, por su inocencia infantil al descubrir al otro su único punto débil, cual talón de Aquiles?- ya no están. Cualquiera que llega por primera vez, pensaría que nunca existieron, si no fuera por el detalle de los clavos que las unían a la carne inmortal del obelisco. Pero en el fondo, aunque molesto, es un detalle que no trasciende; y no trasciende, porque después de todo, el hombre tiene el dón de la ensoñación, y aunque no vea las armas qjue conmemoraban el épico enfrentamiengto, en su imaginación vislumbra el duelo de los dos contendientes, e incluso, más allá en el tiempo, el grito de guerra de los belicosos vascones, el sonido aterrador del olifante de un moribundo Roldán y el llanto amargo de un poderoso rey: Carlomagno.





Publicado en STEEMIT, el día 21 de febrero de 2018: https://steemit.com/spanish/@juancar347/roncesvalles-la-cancion-de-roldan

martes, 3 de mayo de 2011

Roncesvalles

'Y es que la peregrinación a Compostela es, junto al mundo carolingio, el argumento esencial de Roncesvalles: el paso de los puertos, vencido el Sumo Pirinero, donde las estrellas señalaban ya sin vacilar el camino jacobeo...' (1).



Apenas han pasado un par de semanas, pero cuando recuerdo Roncesvalles, no puedo evitar un ligero estremecimiento, pensando en la gran verdad que subyace en una célebre frase de Paulo Coelho; una frase que viene a decir, a grosso modo, que cuando se desea algo con cierta intensidad, el Universo conspira para que se consiga.

Muchas rutas, quizás demasiadas para unas cortas, cortisimas vacaciones en una provincia tan interesante y con tantos atractivos como Navarra. Curiosamente, en ningún momento se mencionó Roncesvalles; de hecho, creo que ni tan siquiera figuraba como candidatura -ni principal, ni secundaria- en las rutas programadas. Y sin embargo, sin saber cómo ni por qué, vi cumplido un deseo largamente acariciado: pisé Roncesvalles.

Mi visión de Roncesvalles, es necesariamente entusiasta; no podría ser de otro modo. Cuando me bajé del coche y puse los pies en éste mítico lugar, no pude por menos que reencontrarme con una parte importante de ese tiempo de sueños que fue mi juventud. Tal vez por eso estaba tan inquieto: estaba pisando Historia; una Historia que se remontaba, cuando menos, a ese siglo VII y sus postremerías, donde se había desarrollado una de las canciones épicas que, junto con la Odisea de Homero, el ciclo Artúrico e incluso la historia hecha cuento de los Siete Infantes de Lara, habían proporcionado numerosas horas de sueño a mi febril imaginación: el Cantar de Roldán.

Casual o causalmente, el gran Carlomagno había perdido aquí, según la tradición, a Roldán, el más noble de todos sus pares. La casualidad o la causalidad, quiso también que fuera aquí, en Roncesvalles, donde me despedí de un amigo de corazón. Sea, pues, a él, a quien dedico ésta y las próximas entradas que constituyen mi visión de Roncesvalles.

Pongo por testigo al sepulcro del rey Sancho el Fuerte de Navarra, que fue un placer conocerte, Rivi.








(1) Fermín Miranda García/Eloísa Ramírez Vaquero: 'Roncesvalles', Colección Panorama Nº27, Gobierno de Navarra, Departamento de Cultura y Turismo-Institución Príncipe de Viana, 2ª edición revisada y ampliada, 2010.