miércoles, 6 de marzo de 2013

Románico perdido en el Camino Portugués: el monasterio de Santa María de Moreruela


'La memoria de las personas conserva las sagradas historias en relación a las reliquias de estos grandes peregrinos. Y la fantasía las adorna con las más bellas guirnaldas.
¡Ah, estos tesoros ocultos! ¡Qué ambición se dirige hacia ellos!'. (1)

Dando un rodeo, y antes de adentrarse por las numerosas circunstancias históricas y culturales que hacen de Zamora una ciudad, sin duda interesante para viajeros y peregrinos, el Caminante se dirige hacia unas ruinas románticas, por cuyas heridas gime un viento que hiende, en su opinión, el corazón y el alma con puñaladas de melancolía. En realidad, si tuviéramos que echar mano del cuaderno de bitácora de éste, sabríamos que el monasterio de Santa María de Moreruela fue uno de los primeros lugares que visitó, apenas su pies se posaron sobre este terruño perdido del antiguo Reino de Asturias que, según el escritor Julio Llamazares, es la provincia de Zamora. Resulta difícil no preguntarse, frente a la visión de tan espléndida decadencia, cuántos peregrinos –tanto pequeños como grandes- no descansaron aquí sus molidos huesos, cubiertos por el polvo de mil caminos, y aliviado las llagas de su aventura trascendente, al cobijo de unas paredes que rezuman sabia antigua.
Dicen que Mendizábal fue el juez implacable que dictó la sentencia, pero pocos son los que recuerdan –y al pensar en ello, el Caminante vuelve a sentir una dolorosa punzada en el corazón- que al final fueron los hombres sus verdaderos verdugos y ejecutores. No disculpa tampoco al clero por su mal ejemplo y su insaciable avaricia, y en silencio, maldice a unos y a otros por su manifiesta insensibilidad. Y es que la cuestión, dos milenios y trece años después, sigue manteniendo en jaque –Deus nos absolva- la injusta pauta que, establecida ya desde la época medieval, hizo que la Iglesia fuera políticamente terrenal, el bruto más analfabeto y el guerrero, más guerrero todavía, más bruto inclusive y más brazo ejecutor de los designios de aquélla.
Y aun así, comparado con otros lugares de los que no ha sobrevivido ni una sola piedra –el Caminante no puede, sino recordar con nostalgia su búsqueda infructuosa por Asturias, donde de los aproximadamente cien monasterios que había, apenas sobreviven media docena-, se puede tener la feliz sensación de que, después de todo, no deja de ser un golpe de auténtica suerte que aquí, en Santa María de Moreruela, todavía sobrevivan los suficientes elementos como para comprender que, por sus características, se encuentra frente a un lugar decididamente único. El mejor ejemplo de ello, sin duda, se localiza, sin ir más lejos, en la cabecera. A ella se refiere precisamente, y en primer lugar, el vigilante que amablemente atiende al Caminante, una vez que le ha preguntado por su lugar de origen para consignarlo en los estadillos de visita. El hombre es manco, pero a veces la memoria es tan frágil y delicada como una pompa de jabón, de modo que, curiosamente, si se le preguntara, el Caminante no podría asegurar, con absoluta certeza, cuál es brazo malogrado. Tampoco hace falta, pues el hombre se maneja perfectamente, detalle que demuestra que la fuerza de voluntad de una persona puede superar cualquier obstáculo.
Por otra parte, y no bien las descubre, amontonadas en un rincón junto a otras venerables piedras, su curiosidad se vuelca sobre los diseños de algunas estelas funerarias, sabedor de que detrás de ellos –generalmente, crucíferos y solares- se esconde todo un mundo simbólico que siempre merece la pena estudiar con atención. Ese detalle, le recuerda uno de los motivos principales por los que, entre otras cosas, decidió emprender viaje a Zamora: las espectaculares marcas de cantería, de este monasterio de Santa María de Moreruela.Al preguntarle acerca de ellas, el hombre se vuelca y abriendo uno de los cajones de su mesa, saca un grueso volumen –agotado y difícil de encontrar, añade, es de suponer que percatándose de los ojos codiciosos del Caminante- donde hay varias páginas dedicadas al tema. Por la cantidad de signos que se aprecian en dichas páginas, al Caminante no le cabe duda de que superan con creces el centenar. Observando su interés, el hombre le muestra, incluso, algunas hojas donde se consignan muchas de ellas, pacientemente dibujadas a carbonilla: serpientes, cabezas de aves, cruces, espirales, patas de oca, entre otras, que comprenden un muestrario de lo más interesante y significativo, que conforma piezas inestimables de un lenguaje arcano, fundamental y universal. Incluso, como podrá comprobar minutos después el Caminante, se agrupan por zonas, detalle que parece determinar los movimientos y distribución de los diferentes grupos compañeriles que se dedicaron a la titánica labor de hacer del lugar semejante obra de Arte y precisión. No deja de preguntarse, apenas comienza a encontrarse con ellas, por qué algunas de las más interesantes, y de hecho, significativas -por ejemplo, serpientes, patas de oca y cruces cuyos extremos conforman también las extremidades de la simbólica ave-, se localizan, principalmente, en lugares de importancia estratégica dentro del conjunto, como pueden ser las formidables basas sobre las que habrían de sustentarse las espectaculares columnas que, haciendo la función de hercúleos atlantes, habrían de soportar el techo abovedado de la nave.
Pero para el Caminante, aún a pesar de la fascinación que siente por el mundo tenebroso de las hermandades compañeriles medievales, este monasterio de Santa María de Moreruela significa mucho más que saber –por alguno de esos inesperados pases de verónica con los que a veces se hacen oír hasta las voces muertas- que entre estos artistas, generalmente anónimos, participó como Maestro de obras, un alarife mudéjar –cuyo nombre, recogido en numerosos documentos, era Petrus Mori, Pedro el Moro- que aplicó parte de una milenaria sabiduría oriental, en cuya búsqueda Cluny realizó un despliegue singular, comparable, por decir algo, a esa desenfrenada búsqueda de documentos relacionados con la Alquimia que se produjo en Europa inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial.
Posiblemente fueran de Cluny, los primeros monjes que se instalaron en lo que por aquél entonces era conocido como el yermo de Morerola, al que se le añadió la coletilla de Frades , allá por los siglos XI-XII, aprovechando lo que aún quedaba de un monasterio anterior, de origen mozárabe, destruido por Almanzor en una de sus mortales expediciones. En 1042, bajo el reinado de Fernando I, el lugar se encontraba, como no podía ser menos, teniendo en cuenta su ubicación, bajo la advocación de Santiago. Pero la reforma definitiva –y el Caminante se estremece, cuando relaciona tiempo y perfección- tiene lugar hacia 1132, cuando el rey Alfonso VII, preocupado por el tema de la repoblación, entabla conversaciones nada menos que con el Abad de Citeaux: San Bernardo de Claraval, quien, apenas unos años antes, había redactado su famoso Liber ad milites Templi de laude novae militiae; es decir, el Elogia a la nueva milicia templaria, dando por sentadas las bases por las que habrían de guiarse los integrantes de la orden monástico-militar más famosa de la Edad Media. No le resulta difícil imaginarse, entonces, que el buen hacer y aprovechamiento del lugar por parte de los monjes, no tardó en rendir una próspera productividad. De forma gradual, según crecía el monasterio, crecían también a su alrededor las huertas, las conducciones del agua para el regadío, en definitiva, el yermo se transformaba en un vergel. No es de extrañar, tampoco, que dentro del recuerdo de este monasterio, se rinda homenaje a las órdenes militares -incluída la del Temple, piensa un fascinado Caminante- y aún pueden verse algunos de los escudos que las caracterizaban pintados en lo más alto de la cabecera. Tiene su lógica, teniendo en cuenta la formidable labor de repoblación ejercida por éstas, generalmente con la confianza de los monarcas, que con sus otorgamientos, continuaban con sus acciones de reconquista, dejando bien asegurada la retaguardia.
Prodiga en emociones, la continuidad de la visita por las diferentes dependencias, proporciona no sólo deleite en sus ojos cansados, sino que también ofrece, en sus múltiples detalles, sensaciones de deja-vú en sus pensamientos. Éstas sensaciones, son posiblemente más pródigas cuando el Caminante se adentra en los mundos interiores -hay otros mundos, pero están en este, recuerda la famosa frase de Paul Elouard- de la Sala de Convexos y de la Sala Capitular. La primera se le antoja tan familiar, que inmediatamente piensa en Santa María de Huerta, ese arcano monasterio con el que el Císter se asentó en la provincia de Soria, en cuyo interior todavía se encuentran el magnífico sepulcro de uno de los triunfadores de la crucial batalla de las Navas de Tolosa, así como sus restos mortales: el arzobispo de Toledo, Rodrigo Ximénez de Rada. Lo que más le maravilla de la Sala Capitular es que, una vez dentro de ella, es difícil no imaginarse en el interior de un bosque de palmeras. Como si el alarife -recuerda el Caminante- hubiera pensado en uno de los pasajes del Corán para inspirarse. Aquél, precisamente, en el que se describe como la Sagrada Familia se detuvo a descansar debajo de una palmera, durante su huída a Egipto y cómo el árbol, sagrado, inmemorial y qué duda cabe, Vitae, les ofreció un tributo tan significativo, como los ofrecidos por los Magos: alimento y agua; simbólicamente hablando: Vida y Conocimiento.
Por otra parte, la cabecera, vista desde el exterior, aparte de un deleite visual sin duda superlativo, le parece -las comparaciones, por muy odiosas que nos parezcan, no dejan de ser humanas- un monumental huevo de Fabergé, en el que encajan a la perfección formas aplicadas de una matemática divina: siete ábsidiolos, siete círculos soportando un heptágono sobre el que, a su vez, se asienta un hexágono, todo ello soportado por la magia de cubos y rectángulos, que vuelven a recordarle -como experimentaría después- el placer de conocer unos apellidos de regias dimensiones: Peso, Medida, Equilibrio...En definitiva, Perfección.
Cierto que hoy las dependencias del albergue y hospital que debió de tener en tiempos, apenas son lienzos que claman ateridos bajo la cúpula de las estrellas y el polvo de los caminos levantado por el viento, pero el Caminante no se imagina a un sólo peregrino que pase de largo por el lugar. En silencio, pero cargado de matices, el Caminante abandona Moreruela haciéndose cábalas. En los sefiroths de sus pensamientos, un rebelde Lucifer se separa de Hotmath (la Corona): emprender la aventura en solitario, después de todo, ha merecido la pena.



(1) Nicolás Roerich: 'Shambhalla', Grupo Libro 88, S.A., 1ª edición, 1992, página 93.