miércoles, 26 de octubre de 2011

El Sueño de una jornada de Otoño: Capricho de un hombre invisible



'El que realmente está comprometido con la vida nunca deja de caminar'

[Paulo Coelho: 'El Aleph']



Con el final del verano, desaparecieron los ocupas de Shakespeare, Oberón y Titania; y también los pececillos de colores que, como luciérnagas, pintaban grafitis armónicos bajo la superficie del estanque chico. Permanece ahora en ella, como una marea de chapapote crepuscular, una capa de limo plateada, tupida y oscura que, como el capote de un matador de toros, recoge en prenda las hojas sin sabia que el tiempo ha envejecido y la estantigua ha ejecutado. En el estanque grande, aquél que dibuja ilusiones de luz y sombra que oscilan a merced del viento, una cohorte de ánades acompaña en cortejo y porta las arras de dos cisnes negros. Observándolos, me siento como ese pérfido voyeur que asiste a hurtadillas a una privada danza de amor que ejecutan con sus cuellos, tal y como los observo a menudo en muchos capiteles románicos. Pienso que, dado su color, tal vez se trate de aquéllos cisnes negros a los que cantaba el cantante Basilio, allá por los felices años setenta, cuando España comenzaba a quitarse el taciturno sayal, y el pop y las chicas ye-yé tenían visos de convertirse en la camisa blanca de nuestra esperanza. Curiosamente, más allá de las costas donde la Armada Invencible naufragó, los Beatles le cantaban a Jude y en las entrañas de la Caverna sonaban las melancólicas notas de Yesterday.





Es el otoño, desde luego, el que me hace pensar que quizás mis palabras no tengan sentido y sean fácil presa de un viento que, aún sin llegar a ser cierzo legendario, y como decía, más o menos el poeta Neruda, las lleve en veloz carrera para enterrarlas junto al musguillo que trepa por los vanos de la puerta del hogar de la nostalgia. Tiempo en el que me congratulo con la palidez de las hojas mal heridas; me solazo con los tibios rayos de sol que se cuelan de rondón entre las ramas de los árboles afortunados, aquellos que por cobijar al gorrioncillo herido, según el cuento, fueron recompensados con mantener sus hojas durante todo el año. Y siento pena, no obstante, por esos otros que, egoístas cual humanos, despreciaron el precepto solidario y veo sus hojas precipitarse contra el suelo en caída libre, para terminar yaciendo en los caminos, cadáveres del color marrón del tabaco en los que las gotas de rocío se estancan y en la soledad lunar, gimen desconsoladas.

Es el otoño; tiempo de calabazas; de sustos o trucos; de casitas de gnomos creciendo como urbanizaciones sobre un litoral de hierba. Tiempo en el que la hiedra amarillea sobre la entrada del viejo búnquer y las enredaderas abrazan la planta octogonal, como el sueño geométrico de un arquitecto templario, de la Casa de la Abuela. El humo de las viejas chimeneas, alimentadas con la leña húmeda del recuerdo. De sombras que se alargan por los caminos, hasta desaparecer en el horizonte estremecedor del olvido.






La magia continúa inflexible, manteniendo el hechizo ancestral que inmoviliza al fiero jabalí precisamente en el lugar de nacimiento del vital arroyuelo que nutre las felicidades volumétricas del singular estanque. En su templo, Baco custodia, con más palidez, quizás, que nunca en su marmórea anatomía, el fruto vital que plantó el primer Noé y que más tarde, tratado y reconvertido, se transformará en el soma sagrado que alimente las visiones más recónditas del mundo occidental. Es el otoño, tiempo en el que las leyendas renacen y las ánimas se reencarnan en las proximidades de los mil y un sanjuanes de Duero del mundo; el señor del Segre cabalga de nuevo para enturbiar con pesadillas los sueños del hombre tranquilo y gris y el rayo de luna busca al incauto Manrique que ha de ser inmolado en los abismos fluviales donde mora la xana Caricea. En algún rincón del sueño, hay lugar también para un laberinto donde desterrar a esa sombra guerrera que, cual Minotauro, camina siempre conmigo.


Pero pido perdón por molestar. Tan sólo quería darme un Capricho...

lunes, 24 de octubre de 2011

Ruteando por Burgos con el Magister



'La tarde era cálida, deliciosa: inusitadamente cálida para la época del año. La suave fragancia del incienso, elevándose dulcemente en la atmósfera quieta, llenaba nuestro espíritu de calma. Envuelto en una gloriosa aureola, el sol se ocultaba en la lejanía, tras las altas cimas del Himalaya, dejando teñidos de púrpura, como un presagio de sangre que salpicaria el Tíbet en los años futuros, los picachos llenos de nieve...'.

[T. Lobsang Rampa (1)]


A veces cierro los ojos y miro atrás. Aunque parezca mentira, aún conservo una vela incandescente en el ataúd de la memoria por aquél joven chela y su maestro, el lama Mingyar Dondup, que durante tantas horas me acompañaron en una juventud que se las prometía muy felices. En aquélla época, mis sueños de aventura tenían dos nombres específicos; dos nombres exóticos, misteriosos y sobre todo mágicos, que se habían grabado a fuego lento en lo más recóndito de un alma que todavía permanecía aletargada bajo el disfraz de Peter Pan: Egipto y el Tíbet. Era una época dorada, no me cabe duda, en la que los sueños, aún descendiendo sus visiones por el peligroso cuerno de marfil del subconsciente, me dejaban un singular regalo al despertar. No era una moneda de veinte duros, como hacía el generoso Ratoncito Pérez cada vez que se me caía un diente y lo intercambiaba con el celestino beneplácito de la almohada y el cariño de los deudos, sino enigmáticas, desencarnadas palabras de ancestrales grimorios del Más Allá. A veces frases, ambiguas pero no menos enigmáticas, de las que recuerdo, especialmente, éstas: siete años de vida, siete años de muerte; doce suben y la llave de Osiris abre la puerta. Sin duda, soy un tipo raro, un subproducto de la especie, un experimento fallido en el atanor genético de un proyecto desconocido. Tan desconocido y poco brillante, que alguna vez mandé algún sueño a interpretar. La experta recomendación, aparecida al mes siguiente en alguna revista de esoterismos varios, cuyo nombre -apelo a la igualdad con Cervantes- prefiero no recordar, solía ser siempre la misma: búscate un maestro ascendido. Estoy seguro de que entendí mal el mensaje y en lugar de poner un anuncio en el periódico por si algún maestrillo de saldo se dejaba atrapar, siquiera fuera por las circunstancias cuando no por ego, decidí probar otro método, utilizando el soma de entonces: los combinados de ginebra y algunos cigarrillos embadurnados de marihuana que hace siglos que dejé olvidados en los campos de Marruecos. No dio resultado, es evidente, de manera que dejér de buscar. Me conformaba saber que, si bien el Tíbet había sido por fin invadido, tal y como habían profetizado los lamas videntes, al menos en España, aún sin clases particulares, comenzaba a amanecer una primavera mistérica de la mano de Atienzas, Musqueras y Alarcones; Paco Padrón contactaba impunemente con los extraterrestres en las Atlántidas Canarias y Juan José Benítez iniciaba sus cien mil kilómetros tras los OVNIs. Comenzaba, pues, una Edad de Oro para los esforzados spanish misterious investigators magisters, cuyos esfuerzos y buen hacer supieron aprovechar, sobre todo, dos editoriales de postín: Plaza & Janés y Martínez Roca.





Un mundo y veinte vidas después, me convertí en perquisitore solitario por esos caminos de la España profunda y, ¿por qué no?, también de esa otra España, menos profunda pero no por ello menos interesante, sin duda intentando proseguir la búsqueda de esos otros mundos que hay, como decía el filósofo francés Paul Elouard, y que afortunadamente aún están en éste. Es cierto que dejé de anotar mis sueños al despertar, y que nunca más se me volvió a ocurrir mandar clichés de recuerdo a sabios merlines de revista y folletín, para que los introdujeran en sus particulares máquinas de generar apuestas, ofreciéndote el consejo de tu vida. Como lobo estepario -con el permiso de Maese Hesse- aprendí una ley similar a la de la materia: los Maestros ni se buscan ni se anuncian, simplemente se encuentran. Por supuesto, como no podía ser menos, todo se reduce a una sencilla cuestión de Tiempo. La Vida es un programa previsto en un Karma en el que nada ocurre por casualidad. Tal vez este viaje también estaba previsto.


¡Va por Vd., Maestro!.




(1) T. Lobsang Rampa: 'La Caverna de los Antepasados', edición especial para Discolibro de Ediciones Destino, 1973, página 11]

jueves, 20 de octubre de 2011

Ruteando por Segovia: pequeño diario de una etapa en el Camino



Querido Diario:


He estado en un bosque. Había un río y también un promontorio rocoso, en cuyo vientre de piedra, la vida se desarrolló en el líquido amniótico de la Historia. Estamos en agosto, pero eso ya lo sabes. Por la mañana, horas después del canto vespertino de los gallos, ese toque de diana rústico e imperativo, que pone en movimiento a los reclutas del corral y hace infelices a los humanos, que ven que sus sueños se escapan por la ventana abierta, desvaneciéndose en el aire como el humo.

Allá lejos, en la parte donde el Duratón forma arcos de ballesta, como diría Maese Machado refiriéndose al Duero a su paso por Soria, las sombras se niegan a retirarse, ocupando, con espartana determinación, barricadas de silencio. El silencio de los santos eremitas que un día ocuparon hasta el último recodo de su vientre natural, para renacer, con espiritualidad nuevemesina, a una nueva vida de sacrificio y sabiduría.

A ésta otra parte, donde nuestros pasos provocan lamentos borincanos en las hojas secas, los rayos de ese mismo sol -egipcíaco, atónico y triunfante- dibujan fantasmas sobre los claroscuros del suelo y posteriormente surfean la superficie del río, vestidos con trajes de guirnaldas y lentejuelas, cual bicetiples de bombo y cabaret. La corriente, irremisible imán, apunta siempre hacia el polo magnético del mar. Me pregunto si las gotas que arrastra, antes del tránsito final, atraviesan ese túnel blanco, precursor de la totalidad del Nirvana.

Estoy ahora en otro campo, quizás en otro planeta. Hay otros seres que, como el Principito, miran siempre hacia el sol. Se llaman girasoles y aún a pesar de la fugacidad de su existencia, tengo la curiosa sensación de que al menos la Naturaleza les compensa, otorgándoles la gracia de un atisbo de felicidad. Junto a ellos, arca varada en una isla de recuerdos, una pequeña iglesia muestra parte de sus antiguos sueños románicos. Sus ijares lucen numerosos graffiti de peregrino, mortificaciones simbólicas que conducen a la más subjetiva de las encrucijadas. Veo rostros impasibles, burlándose desde la materia eterna de la piedra; arpías de siniestro aspecto, deseando rasgar con sus afiladas garras las frágiles cortinas del alma; un pie de druida o una estrella de cinco puntas, disimulada en le medio cielo superior de su ábside; un gorrión curioso, cuando no ocupa, revoloteando por un nido de cigüeña abandonado; el eco de una risa alegre, verso en el estío, fundiéndose con el mortero de una piedra que no puede atravesar.

Un pueblo tranquilo, perdido en una infinita paramera de doradas tonalidades trigueñas, mordido su corazón por una carreterilla cuyo asfalto serpentea hacia todos los lugares en general y a ninguno en particular. Con geometrías basadas en la delineación técnica del libre albedrío, muestran las tejas de sus casas la intensidad macilenta tan propia del vino añejo, que a fuerza de reposo, los años han convertido en gran reserva. Historia viva de lo que hemos sido y vía crucis camino de un imaginario Calvario para aquellos otros que hemos empeñado nuestra alma en una mefistofélica mentira llamada Urbania.

Hay mortajas de piedra, de ancestrales deudos, que crían espinos en verano y recogen las lluvias del otoño, convirtiéndose en improvisadas fuentes sin caño donde ocasionalmente abrevan los ganados merinos. Un viento, cálido aunque fugaz como esos besos que incendian las costas donde naufragan nuestras pasiones, que hace levantar el vuelo a ese polvo de hadas que por falta de imaginación se convierte en alergia en la nariz de los hombres. Al otro lado de la carretera, una bicicleta descansa apoyada en la arcada porticada de un templo milenario en el que ya nadie consulta la hora en los relojes solares grabados en sus sillares, pero del que todos tienen algo que decir, excepto la auténtica intención del magister muri que lo levantó, sin duda soñando con ese séptimo cielo al que conduce la escalera de otro soñador de nombre Jacob.

Suerte desigual, una malvada madrastra, llamada Despoblación, ha convertido a los feligreses de este otro templo, en rastrojos y maleza que alargan sus brazos hacia unas paredes desnudas, desde las que sueñan con los estrellas, en las noches de verano, los sin techo de un mundo feliz. Unos escalones, de piedra de siglos, conducen a las cuencas vacías de una espadaña, el recuerdo de cuyas campanas atormenta las noches de insomnio de suicidas emigrantes a la gran ciudad.

Y no obstante, mi querido Diario, todo esto que te he contado hoy, en el silencio de nuestra hermana intimidad, sólo son falacias y basiliscos, en comparación con ese gesto materno, de ternura inigualable con el que una madre amamanta a sus crías.

Y es que, después de todo, tú bien sabes que siempre ha habido brujerías en el mundo.




martes, 18 de octubre de 2011

Pueblines del Camín: La Piñera



No podía falta, y con esto termino por el momento el pequeño ciclo dedicado a algunos pueblines asturianos, otro emblemático lugar, también situado en las inmediaciones del Monsacro y beneficiado, por tanto, al menos teóricamente, de la magia, la tradición y el telurismo ancestral que emanan desde sus misteriosas entrañas, desparramándose como un torrente por el entorno: La Piñera.

La Piñera conlleva para Asturias, lo que Calatayud para Aragón: arrastra una coplila maliciosa, que a base de repetición y cachondeo popular, se ha convertido en pieza indiscutible de todas las floridas romerías; una coplilla que soportan, como una especie de rito de iniciación, cuando no de paciencia -permítaseme el símil- todos los párrocos que se van relevando en el lugar, y que se basa en los deslices carnales de un cura con una molinera (1). Por cierto, que tuve ocasión de comprobarlo el pasado 24 de julio, durante la romería celebrada en la cima del Monsacro. El párroco, don Miguel Ángel (2) estaba precisamente a mi lado cuando sonaron los acordes, y el pobre hombre, resignado -¡qué remedio!- sólo acertó a comentar, encogiéndose de hombros: ya se están metiendo conmigo. Y es que en todos los sitios cuecen habas, pero eso es otra historia.

De la historia que puede interesar aquí, basta saber, por ejemplo, que la iglesia de La Piñera , aunque no quede ninguna huella -al menos en su estructura exterior- fue levantada con los restos de una iglesia más antigua, que se levantaba en el denominado prado de San Juan, situado en la vecina aldea de Llavandera, y que también, dentro de su término, encontramos un curioso ejemplo de ermita privada cuya restauración, acogiéndose al denominado Plan A de adecuación interior, curiosamente se va a ver beneficiada con dinero público. Pero esto no es que sea otra historia; es simplemente política, que es -y perdón por la redundancia- algo mucho peor.
Pero La Piñera tiene también una cierta conexión con Oriente, en esos felinos trotamundos que, denominados de angora, retozan perezosos en el porche de las casas o vagan confundidos por los descansillos de los hórreos, preguntándose, quizás, por dónde contertulian unos ratones que en ocasiones son tan pequeños como una cucaracha.

Y también hay cruces ancestrales; algunas, de tipo sospechosamente monxoi que, cual eternas imaginarias, custodian nuevos cuarteles, derruidos en el olvido inmemorial aquellos otros, detrás de cuyos dinteles, monjes y guerreros velaron armas fervorosamente en pro de una Tradición, poco menos que perdida hoy en día.

Pueblines del Camín, raiganos de esencia astur.





(1) 'Al señor cura de La Piñera, toca la gaita la molinera...'.
(2) También es párroco de La Piñera.

domingo, 16 de octubre de 2011

Pueblines del Camín: La Vara




La Vara es otro de esos interesantes pueblines asturianos del Camín, en el que dada su elevada situación, no resulta extraño que el orbayo -tan familiar y tan asturiano también- haga pertinaz acto de presencia durante la mayor parte del año. Atardecía una hermosa tarde de septiembre, cuando llegamos al lugar, si no buscando misterios -que habélos, haylos, no faltaría más- sí al menos con la esperanza de encontrar a cierto concejal -de presencia tradicional en las romerías del Monsacro- que pudiera orientarnos. Lo encontramos; interrumpimos una celebración familiar; nos comentó cosas no tan largo y tendido como hubiéramos deseado pero sí interesantes si las lleva a cabo, y cuando nos despedimos de él, dimos un corto pero agradable paseo por el pueblo.

Conectado con La Carballosa por un caminillo rural que posiblemente hollaran en tiempos sandalias romanas, cuando no peregrinas, a diferencia de otros lugares, sólo encontramos una genuina Cruz de la Victoria -incompleta- en el dintel de una casa. Su propietaria, que abrió la puerta alertada por los ladridos de un perro vanduendo, como diría mi abuela, lo único que pudo decirnos, es que esa piedra llevaba ahí toda la vida. Es el eterno problema de los pueblines asturianos, que tienen una enorme riqueza cultural repartida entre los dinteles de sus puertas y una memoria frágil, inexistente para recordar una Historia que, paradójicamente, fue rica e importante.

Fue precisamente ella quien nos orientó hacia un caminillo que se perdía en oscuras frondosidades, en bosques de zarzas y helechos que se metamorfoseaban en castillos encantados a la pálida luz de la luna, guardianes de sortilegios, en definitiva, hogar sui géneris de seres mágicos arrinconados por el avance de la civilización humana.

Al lavadero le habían limpiado la cara, otorgándole un aspecto moderno, es cierto, pero cerca de él, un pilón centenario recogía las aguas, genuinamente límpidas, de un arroyo que presumiblemente naciera en el útero misterioso de la Sierra del Aramo, para terminar vadeando alegre la ladera y unirse, quizás al pie del valle, con esos afluentes del Caudal que, de nombre Morcín y Riosa, lamen las veredas cercanas al Monsacro. Poco me hubiera sorprendido encontrarme con una xana atusándose los largos cabellos con su peine de oro, cantando una canción melancólica, como melancólica es la antigüedad del lugar y melancólicos sus numerosos secretos. Había un extraño silencio allí; un silencio de siglos, sólo roto por el repentino chapoteo de alguna gota rebelde precipitándose al vació desde el trampolín del caño.

Una curiosa sensación a esencia mágica envolvía mis pensamientos de regreso al pueblo, y a hurtadillas miraba hacia la espesura con la esperanza de toparme, no con los ojos tristes e indiferentes de aquél viejo lobo con el que me encontré en la aldea familiar siendo niño, pero sí, quizás, con la vana esperanza de sorprender a algún xanino, a algún trasgu o algún diañu. Nada de eso ocurrió, evidentemente, pero algo debió de haber, sin duda, pues, como pude comprobar días después, los orbes hilaron fino por La Vara en aquél atardecer.





martes, 11 de octubre de 2011

Pueblines del Camín: Bueño



Sus orígenes, como el de los vaqueiros, son inciertos; se ocultan detrás de ese enigmático velo de Isis en el que los teósofos pretenden vislumbrar una cosmogonía universal muy diferente a la visión fría y racional que nos han vendido los academicistas, y a la que van a parar todos los huérfanos de toda época y lugar, conformando capítulos incompletos, relativos a diferentes culturas y civilizaciones. Me refiero, como habréis adivinado, a la Historia. Y en algún apartado rincon de ésta, desde luego, a los hórreos.

En cierto modo, no debe de resultarnos extraño que hombres relevantes, independientemente de la época y sus circunstancias, hablaran de ellos e incluso les hicieron partícipes de metafísicos milagros, haciéndose, cuando menos, preguntas acerca de sus orígenes y características. Uno de tales hombres, fue el soberano Alfonso X, no en vano apodado el Sabio, quien ya olisqueara el hórreo para ilustrar el milagro de la Cantiga número 187. Otro, más actual e ilustre gijonés de nacimiento, fue Jovellanos.

Referente a estos emblemáticos edificios, en Bueño hubo una acertada iniciativa: la de crear un museo del hórreo, aprovechando los numerosos ejemplares que, en relativo buen estado de conservación, conlleva que se le califique como el pueblo de los hórreos. Una iniciativa que, por las circunstancias que fueren, se quedó en agua de borrajas, impidiendo, en parte, que el forastero y el curioso que se dejan caer por allí no lleguen a asumir y a conocer con más profundidad, la historia -o mejor dicho, la pseudo historia- y las peculiaridades de tan singulares elementos tan estrechamente ligados a la cultura y el modo de vida astur.

Dado que ningún lugar es perfecto, en la actualidad el fantasma de la expropiación se cierne sobre algunas propiedades del municipio, situados en la ladera. El motivo, en este caso, es la ampliación de la cercana cantera. Una cantera que posiblemente haya sido explotada durante siglos y cuya piedra forme parte de los monumentos religiosos más representativos de los alrededores, incluida la capital, Oviedo.

Eso sí, el pequeño espacio habilitado para aparcamiento es sólo de uso exclusivo de los clientes del bar.