sábado, 16 de marzo de 2013

Una joya al alcance del peregrino: los maravillosos tapices flamencos de la catedral de San Salvador de Zamora


Ambrose Bierce, un gran escritor y a la vez, un Maestro insuperable en el fino Arte del cinismo -con permiso de nuestro gruñón e internacional don Francisco de Quevedo y Villegas, que de santo poco tenía y aun así fue caballero de la Orden de Santiago, aunque blasfemase como un templario- opinaba que la Historia es un relato, casi siempre falso, de las hazañas, casi siempre carentes de la menor importancia, que realizan gobernantes, casi siempre deshonestos, y soldados, casi siempre necios (1). Es una gran verdad. Una verdad, que el mundo viene padeciendo, como un lastre colgado en el cuello de los pueblos, a lo largo de los siglos; como verdad es, también, que estos artistas flamencos, que hilaron sueños y rozaron la perfección por encargo de esos mismos gobernantes -generalmente deshonestos- y de esos mismos soldados -casi siempre necios, pues donde impera el bigote de poco o nada sirve el capote-, comulgaron por encargo, aceptando esos defectos, mundanos y molientes, pero salvaguardando, no obstante, su dignidad, con el anonimato y la Belleza. La Belleza -entiéndala o búsquela cada uno a su manera- es un bien abundante; un bien travestido, con un pañuelo de lunares similar a aquél que ocultaba el rostro de los antiguos bandoleros románticos y que, como éstos, te asalta sin la menor piedad, en cualquier encrucijada del camino, arrebatándote en prenda un pedazo del corazón.
En este camino, denominado Vía de la Plata, muchos han sido los viajeros, a lo largo de los siglos, que se han dejado sorprender por la belleza bandolera de Zamora y su provincia, aunque no todos, por desgracia, pudieron disfrutar de tan insuperable poema visual, que da vida -como cuenta laa leyenda sobre aquél rabino capaz de crear vida del barro- a oscuros pasajes de la Historia, con adornos de virtud heróica, ensalzando la abominable costumbre bíblica de solucionar las diferencias a base de garrote, borrones sangrientos y matanzas despiadadas.
Tal vez, en el fondo, ensalzar guerras como la de Troya o la guerra sin cuartel del cartaginés Aníbal contra los opresores romanos, responda a una necesidad imperiosa, latente en el ser humano, de llegar a la senectud teniendo un buen montón de eso que se ha dado en llamar batallitas que contar a los nietos y que, basado también en una antigualla meritoriamente humana, da continuidad a una tradición oral, tan desvirtuada por los Santos Tomás de hoy en día, cuya autoridad responde a una cuestión alejada de esa fuerza capaz de mover montañas, que no es otra cosa que el ver para creer.
Por eso, ver para creerlo, es mi recomendación para todos aquellos que un día, sin importar de dónde vienen ni a dónde van, y mucho menos cómo y por qué lo hacen, se dejen caer por la catedral de Zamora y dediquen un buen rato a relajar sus ojos, dejándolos resbalar por una Belleza que, de cualquier manera, está llena de sutiles subterfugios. Salvaguardando la cuestión de que, al cabo de poco tiempo de estar contemplando los tapices, se tiene la incierta sensación de que las figuras cobran vida de tan perfectas como son, es posible que tanto el turista, como el viajero o como el peregrino que se dirige a Compostela henchido de emociones y recuerdos, se dejen llevar por la suspicacia, y se pregunten -es sólo un ejemplo-, por qué, entre las docenas de figuras, cuyo realismo está fuera de toda duda, todas representan a la raza blanca, a excepción de una que, para variar, es negra; la cual, paradójicamente, lucha codo con codo, con una sarta de guerreros barbudos y solares que, después de todo, le desprecian, considerándole inferior. O por qué, en otras escenas, que en realidad, nada tienen que ver con el Camino de Santiago, algunos de los personajes se adornen cual peregrinos, enfrentados a situaciones ajenas a su naturaleza. O qué pinta la paloma, símbolo del Espíritu Santo, en escenas que, supuestamente, pertenecen a episodios históricos o protohistóricos anteriores a su adopción por los simbólicos del Cristianismo, o por qué el pobre cordero, siempre ha sido el animal mejor dispuesto para el sacrificio, regando con su inocente sangre, muchas de las descabelladas ceremonias del género humano.
Suspicacias o estupideces, quién sabe; pero es bueno liberarse, aunque sea utilizando el lenguaje de los pájaros -como dirían algunos- de esas oscuras golondrinas que -con permiso de Maese Bécquer- revolotan por esa Sevilla interior, que es la mente de cada uno, transformándose en pensamientos que quizá un día partan, para nunca más volver. Ahora bien, lo que es seguro, es que sería un completo sacrilegio visitar Zamora y marcharse sin darse la oportunidad de visitar esta sala que, después de todo, no deja de ofrecer con su Belleza -vuelvo a repetirlo- una mágica experiencia.
 


(1) Ambrose Bierce: 'El diccionario del Diablo', Ramdon House Mondadori, S.A., 1ª edición, octubre de 2007, página 244.

domingo, 10 de marzo de 2013

Zamora: la catedral de San Salvador


''El viajero la viene viendo ya desde lejos. Desde que avistó Zamora al doblar una colina, lo primero que vio de ella es esta torre cuadrada, robusta, de fortaleza, que ahora tiene frente a él. Es la única del templo y, por tanto, la que le hace de estandarte. Aunque es infinitamente más conocido, en Zamora y fuera de ella, el original cimborrio que se alza justo detrás y que recuerda de alguna forma a Bizancio, con su cúpula redonda y sus crestas y tambores gallonados. Algo que no debería extrañar trampoco, pues, según los estudiosos, es, en efecto, de inspiración bizantina, que traerían a Occidente los primitivos cruzados...' (1).
 
El Caminante ha dejado atrás la hermosa vista del puente medieval que se levanta airoso al paso de un viejo amigo: el Duero. No le consta la presencia de Machado en el recuerdo de esa ribera que podría ser -piensa, contemplando melancólico el paso silencioso de unas aguas cantarinas, que comienzan a echar de menos los  ritmos de fado con los que son recibidas en Portugal- otro sendero de los enamorados, similar a aquél que, en Soria, despide al río por la orilla donde se asientan el que fuera monasterio templario de San Polo -hoy día, propiedad particular- y la ermita de San Saturio. Como en Soria, aquí en Zamora, en la ribera del Duero, también hay gente que corre; gente que pasea; gente que se deja llevar por su perro y parejas de enamorados que contemplan embelesados las aguas, entrelazadas sus manos mientras el tráfico se acrecienta, en uno y otro sentido, sin preocuparse de los antiguos portazgos medievales. El Caminante la ha venido siguiendo desde la iglesia de Santa María de la Horta, el segundo de los templos románicos que ha visto -el primero, cercano al hotel Doña Urraca, donde se aloja, ha sido el de San Juan de Puerta Nueva-, y ahora, como el viajero Llamazares -culpable, en buena parte, de su decisión de visitar Zamora- busca en el corazón de la antigua urbe dos veces arrasada por los moros y dos veces reconstruída por el rey de León, la imponente e inconfundible torre románica de su catedral.
Como si se dirigiera a las alturas del Machu-Pichu, asciende -más cansino que perezoso- la imponente Cuesta de Pizarro, donde, casi al final y a mano izquierda, se da con la puerta en las narices de una cerrada Oficina de Turismo. Pasa casi media hora de las dos, consulta su reloj, y continúa su camino en dirección al corazón de Zamora que es su pequeña catedral. Frente a él, la iglesia de San Pedro y San Ildefonso permanece unida a un convento de franciscanos, por un arco pétreo que hace las funciones, en su imaginación, de un cordón umbilical. Se detiene a contemplar la portada oeste, donde sobresalen, como en otras iglesias del lugar, los modillones de tipo mudéjar y los motivos foliáceos de los capiteles. Hay algunas sencillas marcas de cantería y también algunos graffiti de peregrino, que utilizan el modelo monxoi que determina el tipo de cruz que les acompaña en su camino. De hecho, un modelo bastante popular. Llegado a la plaza que lleva el nombre de uno de los dos santos titulares del templo -San Ildefonso-, se sienta en un banco frente a la portada principal, y toma algunas notas en su cuaderno de viaje. San Pedro, en el fondo, es un personaje que no le cae demasiado bien, ni siquiera como portador de las Llaves del Cielo. El Caminante piensa que era demasiado bruto incluso para llevar nombre de piedra, y tampoco fue de los apóstoles más despiertos y avanzados que siguieron a Jesús. ¿Por qué, entonces -se pregunta-, se le dá tanta relevancia, y por qué Jesús decidió relegar en él, como la piedra sobre la que se levantaría su Iglesia?. Se encoge de hombros, pensando que los designios del Señor son inescrutable y encendiendo un cigarrillo -sabe que es un vicio que tarde o temprano le pasará factura- continúa su camino siguiendo, comparativamente hablando, esa Osa Mayor que es la ya mencionada torre románica que sobresale, babélica, por encima de la catedral y los tejados de la ciudad.
Prácticamente se topa con ella, tras doblar el recodo de una calle flanqueada en ambas aceras, por unos árboles, que esperan con ansia la llegada de una primavera y un sol, que logren el milagro de volver a hacer brotar las hojas en unas ramas que todavía permanecen desnudas y ateridas con los rigores del invierno y el gélido aliento de Bóreas, cuya mitológica madre, lleva el nombre de un despoblado alavés: Araia. Apenas se ve un alma, si se exceptúa la presencia de un africano, que deambula como un alma en pena por los alrededores de la catedral. El Caminante le ve venir y prepara algunas monedas, sin duda interesado en dedicarse a contemplar aquél símbolo de argóticas referencias que tiene delante, sin que nadie le moleste. Si la torre románica es espectacular, el cimborrio es, sencillamente, colosal. Independientemente de su estilo bizantino, se considera también basado en las características de la iglesia del Santo Sepulcro, en Jerusalén, modelo traído por los cruzados que regresaban a Europa procedentes de Tierra Santa y modelo, por añadidura, que aviva la polémica sobre cierta orden religioso-militar y algunos sublimes monumentos religiosos que todavía sobreviven en algunas partes de la Península. Que el africano tiene el alma blanca, es algo que le queda muy claro al Caminante, mientras da la vuelta a la catedral -a su izquierda, queda el palacio de Arias Gonzalo, más conocido como Casa del Cid- para enfrentarse con la denominada Puerta del Obispo, del siglo XII y la única visible de las tres que tiene la catedral. Cuando aborda a una mujer, que lleva unas bolsas en la mano, él rechaza la proposición de comprarle un bocadillo. El negro sólo quiere dinero. En definitiva, y siguiendo la Ley de Murphy, el negro tiene el alma blanca.
La del Obispo, es una puerta interesante. Y a la vez, revestida con el encantador subterfugio de la leyenda. Del conjunto escultórico destaca, por su calidad, la Virgen Theotokos o Sedes Sapientiae, que ocupa el tímpano. Una Virgen sedente, entronizada, con el Niño en su regazo y escoltada por dos ángeles. A un lado, dos magníficas esculturas de San Pablo y San Juan Evangelista. En el otro lado, aún se ve una curiosa cabeza, que algunos identifican con el caudillo árabe Ahmed ben Morawia, sitiador de la ciudad en 901 y perdedor de la llamada batalla de el Día de Zamora, a mano de las fuerzas del rey Alfonso III. Hay otros, mucho más románticos, qué duda, que ven en esa cabeza a un ladrón que entró a robar en la catedral y al ir a salir por la ventana, ésta se cerró milagrosamente, dejándole atrapado como castigo a su osadía. Pero el Caminante recuerda algnos casos similares -en Roncesvalles y Santa María de Olite- y puede, si no, pensar en las palabras del Magister Alkaest, preguntándose si quizás no fue un ardid del propio Magister Muri para representarse a sí mismo, aún también desde el anonimato que les caracterizaba.

 
Son prácticamente las siete de la tarde, cuando el Caminante regresa a la catedral. Apenas tiene una hora para echar un vistazo por su interior, antes de que cierren. Comparada con el alma del africano, la del Episcopado zamorano debe de ser de un blanco purísimo, piensa el Caminante mientras abona los cuatro euros de entrada y un euro extra por adquirir, bajo la forma de una pegatina de color rojo que ha de llevar puesta en lugar visible, el derecho de tirar fotografías sin flash. Afortunadamente, ese derecho no se ve limitado por el número de exposiciones. Frente a la taquilla, se extienden varias salas con obras artisticas, algunas de las cuales, embelesan al Caminante. Pinturas y esculturas donde, aparte de su belleza, éste localiza algunos detalles que le llaman poderosamente la atención. Son casi todas anónimas y pertenecen al siglo XVII, a excepción de la pintura de San Jerónimo penitente con la Virgen y el Niño, que es del siglo XVI. Magnífica, no obstante, le parece la Virgen de Belén, de Sebastián Ducete y Esteban de Rueda; y también, el Cristo crucificado, obra ésta atribuída a Gil de Ronza. Curiosa y novedosa a la vez, se le antoja la anónima ruleta para votaciones del siglo XVII. En otra de las salas, descubre gozoso la magia de la escultura policrómica, retazos de belleza exonerados de numerosos lugares de la provincia. En el piso superior, el Caminante -como un explorador perdido en el Nuevo Mundo- se deja llevar, fascinado, por la magia de los tapices góticos, otro de los motivos que le ha llevado -también por culpa de Llamazares- a visitar Zamora y su catedral. Con prisas, desciende los escalones y penetra en el corazón de la catedral.
Cuando lo hace, casi se da de bruces con una gigantesca representación de un desconcertante Polifemo que ya lleva tiempo atrayendo su atención: San Cristóbal. ¿Casualidad o causalidad?, piensa el Caminante, mientras observa a aquél poco ortodoxo santo, cuyo simbolismo y presencia en lugares y santuarios en los que sobresalen ciertas imágenes marianas, le están sugiriendo un apasionante estudio que tiene en mente. Digno exponente de la magia gótica, el bosque de columnas se pierde en una oscuridad infinita, astral, tal vez ese universo divino que esperaban alcanzar con la magia del número y la proporción los anónimos canteros medievales. Como en los diferentes círculos que conforman el viaje espiritual de Dante, el Caminante se detiene en cada una de las capillas, cuyo acceso está vedado por una infranqueable verja de hierro, que protege las inconmensurables obras allí atesoradas: el Retablo Mayor, traza de Ventura Rodríguez, con un maravilloso relieve en mármol de la Transfiguración; el de San Juan Evangelista, que muestra al autor del Apocalipsis pluma en mano, cual escribiente -a veces, el Caminante se pregunta por qué no se le considera Patrón de los Escritores- y el águila, su animal simbólico a los pies; el soberbio Cristo de las Injurias, del siglo XVI, obra atribuída a Arnau Pella y que perteneció al monasterio de San Jerónimo; la imagen gótica de Nª Sª de la Majestad, popularmente conocida como la Virgen de la Calva, magnífica talla datada en el 1300 y labrada en piedra arenisca y con fama de muy milagrera...Y aún más allá de las capillas y de la fatalidad de que prácticamente a oscuras, apenas se puede tener una visión del maravilloso cimborrio, el Caminante no puede, si no, rendirse a la belleza de los sepulcros policromados de algunos personajes relevantes de la época, verdaderas obras de Arte, indignas, piensa, de servir de casulla a la corrupción de la carne. Precisamente de carne, es la cruz milagrosa, extraña, inaudita y legendaria, que permanece oculta a cal y canto en el tabernáculo de la Capilla de Santa Inés. Salvo ésta y el coro, que también permanece fuera de miradas indiscretas, el Caminante abandona la catedral, alejándose hacia la calle de los Notarios y la Rúa de los Francos, como un beodo, embebido de Arte y Belleza, pensando que ha estado en simple sala de ese universal museo que es el Mundo. 
 
(1) Julio Llamazares: 'Las Rosas de Piedra', Santillana Ediciones Generales, S.L., 2008, página 129.

miércoles, 6 de marzo de 2013

Románico perdido en el Camino Portugués: el monasterio de Santa María de Moreruela


'La memoria de las personas conserva las sagradas historias en relación a las reliquias de estos grandes peregrinos. Y la fantasía las adorna con las más bellas guirnaldas.
¡Ah, estos tesoros ocultos! ¡Qué ambición se dirige hacia ellos!'. (1)

Dando un rodeo, y antes de adentrarse por las numerosas circunstancias históricas y culturales que hacen de Zamora una ciudad, sin duda interesante para viajeros y peregrinos, el Caminante se dirige hacia unas ruinas románticas, por cuyas heridas gime un viento que hiende, en su opinión, el corazón y el alma con puñaladas de melancolía. En realidad, si tuviéramos que echar mano del cuaderno de bitácora de éste, sabríamos que el monasterio de Santa María de Moreruela fue uno de los primeros lugares que visitó, apenas su pies se posaron sobre este terruño perdido del antiguo Reino de Asturias que, según el escritor Julio Llamazares, es la provincia de Zamora. Resulta difícil no preguntarse, frente a la visión de tan espléndida decadencia, cuántos peregrinos –tanto pequeños como grandes- no descansaron aquí sus molidos huesos, cubiertos por el polvo de mil caminos, y aliviado las llagas de su aventura trascendente, al cobijo de unas paredes que rezuman sabia antigua.
Dicen que Mendizábal fue el juez implacable que dictó la sentencia, pero pocos son los que recuerdan –y al pensar en ello, el Caminante vuelve a sentir una dolorosa punzada en el corazón- que al final fueron los hombres sus verdaderos verdugos y ejecutores. No disculpa tampoco al clero por su mal ejemplo y su insaciable avaricia, y en silencio, maldice a unos y a otros por su manifiesta insensibilidad. Y es que la cuestión, dos milenios y trece años después, sigue manteniendo en jaque –Deus nos absolva- la injusta pauta que, establecida ya desde la época medieval, hizo que la Iglesia fuera políticamente terrenal, el bruto más analfabeto y el guerrero, más guerrero todavía, más bruto inclusive y más brazo ejecutor de los designios de aquélla.
Y aun así, comparado con otros lugares de los que no ha sobrevivido ni una sola piedra –el Caminante no puede, sino recordar con nostalgia su búsqueda infructuosa por Asturias, donde de los aproximadamente cien monasterios que había, apenas sobreviven media docena-, se puede tener la feliz sensación de que, después de todo, no deja de ser un golpe de auténtica suerte que aquí, en Santa María de Moreruela, todavía sobrevivan los suficientes elementos como para comprender que, por sus características, se encuentra frente a un lugar decididamente único. El mejor ejemplo de ello, sin duda, se localiza, sin ir más lejos, en la cabecera. A ella se refiere precisamente, y en primer lugar, el vigilante que amablemente atiende al Caminante, una vez que le ha preguntado por su lugar de origen para consignarlo en los estadillos de visita. El hombre es manco, pero a veces la memoria es tan frágil y delicada como una pompa de jabón, de modo que, curiosamente, si se le preguntara, el Caminante no podría asegurar, con absoluta certeza, cuál es brazo malogrado. Tampoco hace falta, pues el hombre se maneja perfectamente, detalle que demuestra que la fuerza de voluntad de una persona puede superar cualquier obstáculo.
Por otra parte, y no bien las descubre, amontonadas en un rincón junto a otras venerables piedras, su curiosidad se vuelca sobre los diseños de algunas estelas funerarias, sabedor de que detrás de ellos –generalmente, crucíferos y solares- se esconde todo un mundo simbólico que siempre merece la pena estudiar con atención. Ese detalle, le recuerda uno de los motivos principales por los que, entre otras cosas, decidió emprender viaje a Zamora: las espectaculares marcas de cantería, de este monasterio de Santa María de Moreruela.Al preguntarle acerca de ellas, el hombre se vuelca y abriendo uno de los cajones de su mesa, saca un grueso volumen –agotado y difícil de encontrar, añade, es de suponer que percatándose de los ojos codiciosos del Caminante- donde hay varias páginas dedicadas al tema. Por la cantidad de signos que se aprecian en dichas páginas, al Caminante no le cabe duda de que superan con creces el centenar. Observando su interés, el hombre le muestra, incluso, algunas hojas donde se consignan muchas de ellas, pacientemente dibujadas a carbonilla: serpientes, cabezas de aves, cruces, espirales, patas de oca, entre otras, que comprenden un muestrario de lo más interesante y significativo, que conforma piezas inestimables de un lenguaje arcano, fundamental y universal. Incluso, como podrá comprobar minutos después el Caminante, se agrupan por zonas, detalle que parece determinar los movimientos y distribución de los diferentes grupos compañeriles que se dedicaron a la titánica labor de hacer del lugar semejante obra de Arte y precisión. No deja de preguntarse, apenas comienza a encontrarse con ellas, por qué algunas de las más interesantes, y de hecho, significativas -por ejemplo, serpientes, patas de oca y cruces cuyos extremos conforman también las extremidades de la simbólica ave-, se localizan, principalmente, en lugares de importancia estratégica dentro del conjunto, como pueden ser las formidables basas sobre las que habrían de sustentarse las espectaculares columnas que, haciendo la función de hercúleos atlantes, habrían de soportar el techo abovedado de la nave.
Pero para el Caminante, aún a pesar de la fascinación que siente por el mundo tenebroso de las hermandades compañeriles medievales, este monasterio de Santa María de Moreruela significa mucho más que saber –por alguno de esos inesperados pases de verónica con los que a veces se hacen oír hasta las voces muertas- que entre estos artistas, generalmente anónimos, participó como Maestro de obras, un alarife mudéjar –cuyo nombre, recogido en numerosos documentos, era Petrus Mori, Pedro el Moro- que aplicó parte de una milenaria sabiduría oriental, en cuya búsqueda Cluny realizó un despliegue singular, comparable, por decir algo, a esa desenfrenada búsqueda de documentos relacionados con la Alquimia que se produjo en Europa inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial.
Posiblemente fueran de Cluny, los primeros monjes que se instalaron en lo que por aquél entonces era conocido como el yermo de Morerola, al que se le añadió la coletilla de Frades , allá por los siglos XI-XII, aprovechando lo que aún quedaba de un monasterio anterior, de origen mozárabe, destruido por Almanzor en una de sus mortales expediciones. En 1042, bajo el reinado de Fernando I, el lugar se encontraba, como no podía ser menos, teniendo en cuenta su ubicación, bajo la advocación de Santiago. Pero la reforma definitiva –y el Caminante se estremece, cuando relaciona tiempo y perfección- tiene lugar hacia 1132, cuando el rey Alfonso VII, preocupado por el tema de la repoblación, entabla conversaciones nada menos que con el Abad de Citeaux: San Bernardo de Claraval, quien, apenas unos años antes, había redactado su famoso Liber ad milites Templi de laude novae militiae; es decir, el Elogia a la nueva milicia templaria, dando por sentadas las bases por las que habrían de guiarse los integrantes de la orden monástico-militar más famosa de la Edad Media. No le resulta difícil imaginarse, entonces, que el buen hacer y aprovechamiento del lugar por parte de los monjes, no tardó en rendir una próspera productividad. De forma gradual, según crecía el monasterio, crecían también a su alrededor las huertas, las conducciones del agua para el regadío, en definitiva, el yermo se transformaba en un vergel. No es de extrañar, tampoco, que dentro del recuerdo de este monasterio, se rinda homenaje a las órdenes militares -incluída la del Temple, piensa un fascinado Caminante- y aún pueden verse algunos de los escudos que las caracterizaban pintados en lo más alto de la cabecera. Tiene su lógica, teniendo en cuenta la formidable labor de repoblación ejercida por éstas, generalmente con la confianza de los monarcas, que con sus otorgamientos, continuaban con sus acciones de reconquista, dejando bien asegurada la retaguardia.
Prodiga en emociones, la continuidad de la visita por las diferentes dependencias, proporciona no sólo deleite en sus ojos cansados, sino que también ofrece, en sus múltiples detalles, sensaciones de deja-vú en sus pensamientos. Éstas sensaciones, son posiblemente más pródigas cuando el Caminante se adentra en los mundos interiores -hay otros mundos, pero están en este, recuerda la famosa frase de Paul Elouard- de la Sala de Convexos y de la Sala Capitular. La primera se le antoja tan familiar, que inmediatamente piensa en Santa María de Huerta, ese arcano monasterio con el que el Císter se asentó en la provincia de Soria, en cuyo interior todavía se encuentran el magnífico sepulcro de uno de los triunfadores de la crucial batalla de las Navas de Tolosa, así como sus restos mortales: el arzobispo de Toledo, Rodrigo Ximénez de Rada. Lo que más le maravilla de la Sala Capitular es que, una vez dentro de ella, es difícil no imaginarse en el interior de un bosque de palmeras. Como si el alarife -recuerda el Caminante- hubiera pensado en uno de los pasajes del Corán para inspirarse. Aquél, precisamente, en el que se describe como la Sagrada Familia se detuvo a descansar debajo de una palmera, durante su huída a Egipto y cómo el árbol, sagrado, inmemorial y qué duda cabe, Vitae, les ofreció un tributo tan significativo, como los ofrecidos por los Magos: alimento y agua; simbólicamente hablando: Vida y Conocimiento.
Por otra parte, la cabecera, vista desde el exterior, aparte de un deleite visual sin duda superlativo, le parece -las comparaciones, por muy odiosas que nos parezcan, no dejan de ser humanas- un monumental huevo de Fabergé, en el que encajan a la perfección formas aplicadas de una matemática divina: siete ábsidiolos, siete círculos soportando un heptágono sobre el que, a su vez, se asienta un hexágono, todo ello soportado por la magia de cubos y rectángulos, que vuelven a recordarle -como experimentaría después- el placer de conocer unos apellidos de regias dimensiones: Peso, Medida, Equilibrio...En definitiva, Perfección.
Cierto que hoy las dependencias del albergue y hospital que debió de tener en tiempos, apenas son lienzos que claman ateridos bajo la cúpula de las estrellas y el polvo de los caminos levantado por el viento, pero el Caminante no se imagina a un sólo peregrino que pase de largo por el lugar. En silencio, pero cargado de matices, el Caminante abandona Moreruela haciéndose cábalas. En los sefiroths de sus pensamientos, un rebelde Lucifer se separa de Hotmath (la Corona): emprender la aventura en solitario, después de todo, ha merecido la pena.



(1) Nicolás Roerich: 'Shambhalla', Grupo Libro 88, S.A., 1ª edición, 1992, página 93.

sábado, 2 de marzo de 2013

Una joya en el Camino Portugués: la iglesia visigoda de San Pedro de la Nave


'En la raíz de la historia hay una fuerza cósmica que impulsa al hombre hacia el oeste, algo que la trasciende y se inscribe en el mito'. (1)
 
Poco después del canto del gallo, es un decir, el Caminante atraviesa la calle principal de un pequeño pueblo zamorano, llamado El Campillo. Como es habitual, por el pueblo no se ve un alma, si se exceptúa -y en esto el Caminante, echa mano de las creencias budistas- la de algún perro, cuyos ladridos -molestos, aunque no dejan de ser un detalle, que a fuerza de costumbre se puede llegar a considerar tradicional- rompen la magia de un silencio, que bien podría compararse con ese ángelus que precede al canto de los monjes en monasterios como Silos. El Caminante piensa -sin hacer caso de los ladridos del perro, que cansino le persigue unos metros calle arriba-, que quizás, sólo quizás, es en detalles tan banales como éste, donde puede que se encuentre el origen popular que se refiere al paso de un ángel, cuando entre dos o más conversadores, se llega a un punto muerto en el que el silencio se convierte en protagonista y a la vez moderador. El silencio, después de todo -piensa-, es la voz dormida de la Historia: esa princesa encantada, que sueña con el beso que libere el recuerdo y deje constancia de los anales de su vida. Es una idea que le vuelve a asaltar, apenas unos insignificantes metros más arriba, cuando localiza, durmiente y en silencio, cual la princesa del cuento, uno de los motivos de su viaje: la iglesia visigoda de San Pedro de la Nave.
Su silencio, no obstante, piensa el Caminante, es un grito atronador que, paradójicamente, se repite a lo largo de los siglos, sin que su persistencia rompa otro molde, en la mente de los hombres, que el de pasar de largo y tener un bonito recuerdo. El Caminante, después de todo, no deja de ser un hombre; y aunque intente apartar de su mente, detalles en el fondo, tan superficiales, como son aquellos que diferencian al verdadero viajero del simple turista, no puede evitar, sin embargo, dejarse llevar por la fuerza de la costumbre, echándose sobre los hombros esos simuladores de eternidad, que son las cámaras fotográficas, para continuar la contemplación de la maravilla que tiene delante, con la mente angular de un fotógrafo. De ángulo en ángulo, pues, se convierte, comparativamente hablando, en el astro rey, que inicia su recorrido por el este, hasta volver al punto de destino que, algunos minutos después, paradójica o relativamente, según se mire, se convierte en el oeste, y por lo tanto, simboliza ese ocaso que tan imperiosamente persigue el peregrino. En su recorrido, ha podido admirar la perfecta colocación de unos sillares que desprenden un inconfundible olor a antiguo; a piedra labrada con el sudor de una frente pitagórica, que conoce la importancia del número y la aplica para levantar una obra de Arte en cuya ecuación básica se conjugan, entre otras sublimes características, peso, medida, proporción, mesura y equilibrio, capaces de conmover hasta los más oxidados resortes del alma humana.
Humanas son, por otra parte, las manifestaciones externas con las que, de una manera atemporal, curiosos y peregrinos han violado la arenisca original de los sillares, para dejar un testimonio de su paso por el lugar. Un testimonio humano, ajeno a una perfección que ya no parece de este mundo, que bajo su condición de graffitis, puede que obedezca a un deseo de perdurar; deseo que, obviamente, está lejos de ser una característica en el género humano. El Caminante se pregunta, cuántas no habrán sido las generaciones a las que habrá visto nacer y morir este templo, tanto desde su posición original -a dos kilómetros de aquí, en la otra orilla del río Esla- como a ésta, en la que fue trasladado piedra a piedra en aquéllos años sesenta, en los que la fiebre de los pantanos estaba haciendo más daño en nuestros monumentos histórico-artísticos, que cualquiera de las múltiples razzias organizadas desde el Califato cordobés, en los tiempos de mayor esplendor de la dominación musulmana en la Península. Por poner un símil, en la mente del Caminante toma forma la idea de que, si Almanzor fue el azote de Dios, el Plan Hidrológico ideado por Franco y sus ministros, fue el azote de sus templos.
Pero lejos de la mente del Caminante hacer política. Y menos tratándose de Zamora. No bien consigue contactar con el encargado del templo, de nombre Abilio -y no gracias a Vodafone, precisamente, que en las inmediaciones del templo, sólo alcanza a ofrecer al cliente llamadas de emergencia-, sobre la cabeza del Caminante vuelven a cernirse las oscuras golondrinas que determinaron no sólo su rechazo, sino también su indignación durante la intensa jornada del día anterior, mientras se pateaba la capital de templo en templo. Oscuras golondrinas, es cierto, que, a diferencia de aquéllas que atormentaban al poeta y nunca regresaron a Sevilla, éstas, enviadas por el Epicospado de Zamora, siempre regresan, con su amenaza velada, exigiendo los datos personales del visitante, vaya usted a saber con qué oscura y anti-democrática intención. Al Caminante se le revuelven las tripas, pero comprende a los que sólo son unos mandados. Por eso no discute con Abilio, y acuerda -todo lo pacíficamente que su ira contenida le permite- consignar sus datos personales en un listado, en el que por cierto, ese día le cabe el desagrado de poder afirmar que ha sido el primero en estrenar, para poder tomar fotografías del interior. Mientras consigna sus datos personales -los verdaderos, que al fin y al cabo el Caminante, al contrario que el Epicospado de Zamora, sí que puede decir bien alto que visita los lugares como Dios manda, con educación y respeto y en muchos casos, dejando amigos tras de sí- se pregunta si en ésta cuestión, la Diputación Provincial de Zamora no toma cartas en el asunto; y dado que parece que no lo hace, se pegunta, también, por qué, entonces, las oficinas de información y turismo de Zamora, no varían los eslóganes que patrocinan los valores culturales de la región, añadiéndoles la cierta coletilla de provincia poco amable para el turista y el visitante (2).
Cumplido el trámite, el Caminante no puede evitar pensar que se sumerge en un mundo de proporciones simétricas, donde la geometría sagrada se despliega ante sus ojos con la precisión de unas tablas de multiplicar -¿remedo, quizás, de aquéllas Tablas de la Ley recogidas por Moisés en la cima del monte Sinaí?-, que van enseñándole, como en sus tiempos de escuela, la magia de unos números en los que no falta ni sobra nada, porque están consignados en unos mandamientos que definen su justa medida, obedeciendo al propósito de perfección en el que se inspiró la mente del magister que diseñó el templo. Un templo que, transformado interiormente en basílica, eleva sus pilares centrales hacia un firmamento interior, en el que luz y sombra se conjugan armoniosamente, hasta el punto de parecer -o al menos, de simularlo en la imaginación del Caminante- estrellas que marcan una ruta peregrina por el universo áureo sobre el que se desenvuelven sus arcos de medio punto. A medio camino entre el suelo y la tierra, la belleza implícita en los capiteles, muestra parte de unas viejas historias, repletas de dinamismo simbólico: Daniel y los leones, el sacrificio de Abraham, las aves que picotean, quién sabe, quizás de un árbol de la vida que, a fin de cuentas, cumple su primigenia función de nexo entre la tierra y el cielo, unidos a motivos típicamente visigodos y celtas, que conforman frisos en los que también se alterna la cruz. Un tipo de cruz, de forma más elaborada que el basto madero sobre el que permanece ingrávido un Cristo, más allá de un presbiterio a través de cuyos estrechos ventanales, una difusa claridad rivaliza con unas sombras protegidas por el silencio.
Durante la visita, Abilio ha permanecido junto a la puerta, entreabierta, observando las evoluciones del Caminante, sin molestarle para nada. Quieto, en silencio, ha sabido respetar ese momento tan peculiar que, independientemente de las fotos, ha primado entre aquél y el lugar. Cuando el Caminante se despide de él, no puede dejar de pensar que, después de todo, quizás todavía no sea tarde para que el Epicospado de Zamora reconsidere su actitud y, dejando a un lado la coraza de cuervo de la Inquisición que parece que le caracteriza, piense que las personas que visitan Zamora y sus monumentos, no son frikis de feria, sino personas con la suficiente sensibilidad, respeto y pasión por el Arte,a las que no les importa darse una buena panzada de kilómetros, que bien merecen un trato más digno y más acogedor. 


(1) Tomás Álvarez Domínguez: 'El Camino de Santiago para paganos y escépticos', Ediciones Endymion, 2000, página 15.
(2) Lamento si ofendo, pero lo digo como lo siento. Y es más, el día anterior, sábado, 16 de febrero, mientras comentaba con la guardesa de la iglesia de San Claudio de Olivares, que esto de tener que dejar el Carnet de Identidad para poder tomar algunas fotografías, no sólo me parecía indecente, sino una vergüenza y una tacha para el turismo en Zamora, ella, una mandada, al fin y al cabo a la que nada reprocho y sí agradezco el trato recibido -vaya también esto por delante-, me comentaba que había recibido a algunas personas indignadísimas, porque habían hecho una buena colección de kilómetros, y no les habían permitido sacar una sola foto de recuerdo, precisamente en ésta iglesia de San Pedro de la Nave.