martes, 21 de agosto de 2012

Zalduondo: Palacio de los Lazarraga y Museo Etnológico




'Continuamos sentados duerante largo rato en silencio, y entonces hablé de Conway tal y como yo lo recordaba, pueril y encantador..., de la guerra que lo había alterado y de tantos misterios del tiempo, de la edad, y del espíritu, y de la pequeña manchú, que era tan vieja, y de aquel extraño sueño de la Luna Azul.
- ¿Tú crees que habrá llegado a su destino? -pregunté'. (1)

No cabe duda, de que uno de los mayores atractivos del Camino de Santiago a su paso por la provincia de Álava -una vez dejadas atrás esas impresionantes montañas que conforman el paso de San Adrián, y la arcana ermita de los santos Julián y Basilisa- lo encuentra el peregrino, caminando libremente por la llanura alavesa, en este imponente palacio de los Lazarraga, en la actualidad, reconvertido en museo etnológico por iniciativa poco menos que altruísta y popular. Situado enfrente de la colosal iglesia de San Saturnino -ya de por sí, el nombre de este santo debería recordarnos sus oscuras y simbólicas connotaciones- merece la pena detenerse unos minutos y, dejándose llevar por la curiosidad, atreverse a franquear el umbral y enfrentarse sin temor a los fantasmas históricos que moran en este pequeño oasis cultural, deseosos de dar a conocer su historia. Una historia, que comienza con la fascinación que provocan -incluso antes de que el amable amigo custodio se deshaga en explicaciones- los objetos que se localizan primorosamente distribuídos por las salas y habitaciones que una vez ocuparon personajes de alcurnia y relevancia, como don Juan López de Lazarraga y su esposa, doña Juliana Díez de Santa Cruz. De hecho, el enorme escudo exterior que luce el palacio, lleva precisamente las armas de ambos.
Llaman primeramente la atención, las estelas funerarias, romanas y medievales que, junto a otros objetos de ancestral artesanía, descansan en el pasillo o recibidor. No faltan, entre sus simbólicos y variados motivos, alguna referencia solar y diferentes tipos de cruz, entre ellas, aquélla denominada del tipo paté o patada que, sin ser de su exclusividad, portaban en su hábito monjes-guerreros conjutados con el martirio, como fueron, por ejemplo, los templarios. Pero merece la pena no dejarse llevar por disquisiciones que en principio no conducen sino a otra de las hipotéticas encrucijadas medievales, y continuar la visita, atraídos por la fascinación de la mayoría de objetos que conforman un estupendo atlas antropológico de la inmemorial cultura vasca. Mentiría si no dijera que me impresionó la calidad artesanal de los muebles, con su simbología solar -de hecho, entre estos muebles, localicé uno exactamente igual y con motivos muy similares a otro que sirve como peana para contener un pequeño retablo y un hermoso Cristo gótico con cruz de gajos en una pequeña aldea asturiana cercana a la sierra del Aramo- pero los que más me llamaron la atención, quizás por su maravillosa simpleza, fueron especialmente dos: aquél que tenía dos sillas unidas pero separadas por una pequeña tabla en el medio donde el matrimonio realizaba su comida y, por supuesto, nostalgia de simbólica libertad, la casa, o mejor dicho, la txabola del pastor.
Evidentemente, también merecen especial mención, una vez que se asciende al piso superior -no sin antes, reparar en las curiosas pinturas del siglo XVI, anónimas, que representan temas del Antiguo Testamento, como evangélicos y simbólicos- las representaciones folklórico-festivas, que aún conserva sus milenarias raíces, entre las que destaca, no obstante, por su interesante simbolismo, el disfraz que representa al hartza u oso. Cerca de ellas, en las salas aledañas, algunas reliquias sacras, relacionadas algunas con el Camino Jacobeo, despiertan un interés que se acrecienta a medida que la visita va tocando a su fin. Así, entre ellas, por ejemplo, una estatua de Santa Marina -recordemos uno de los más imponentes santuarios en tiempos del Camino, como es Santa Marina de Augas Muerta- encontrada en 1983 en los enterramientos de la iglesia de San Saturnino, algunas piezas fragmentadas del siglo XIV, planos y descripciones del Camino por el Paso de San Adrián, o incluso antiquísimas partituras de música sacra.
Y en medio de tantas maravillas, aquéllas extraordinarias piezas de madera, modernas y realizadas por un vecino de Zalduondo que, a modo de bastones, muestran en su empuñadura las mismas cabezas que aquélla otra de piedra que llama la atención del visitante y que se localiza en el jardín anexo al palacio. Unas cabezas que muestran rostros mistéricos, hieráticos, de tensa convicción, ancestrales y, en definitiva, desconocidos como desconocido continúa siendo, al cabo de los milenios, el verdadero origen de un pueblo, el vasco, que bien merece la pena, al menos, un intento de conocer.
Por eso, amigo peregrino, si alguna vez desciendes por el paso de San Adrián y llegas a Zalduondo, no lo olvides y detente unos minutos en este palacio museo de los Lazarraga: cuando continúes tu camino, tendrás la certera sensación de que ha merecido la pena.