Después de observar con genuino
interés esa cruz procesional o Lignum
Crucis que, según se dice, perteneció a los caballeros templarios de
Ponferrada, y dejarse llevar por el subyugante magnetismo de las formidables
imágenes marianas que se localizan principalmente en la planta baja del museo,
el peregrino centra ahora su atención, en el hechizo de los magníficos retablos
góticos, que constituyen, qué duda cabe, otra de las glorias inherentes al
lugar. Anónimos, aunque pertenecientes a reconocidas escuelas europeas, ofrecen
una idea de ese tráfico cultural que, amparado en las vías de comunicación
afines a los Caminos de Santiago, fue
creciendo y evolucionando también, a medida que el estilo argótico –como lo definía ese gran enigma moderno que fue
Fulcanelli- iba sembrando de maravillosos bosques de piedra –las catedrales-
las principales ciudades de Occidente. Sus detalles y sus temáticas, no
obstante, inducen en el pensamiento del peregrino ideas, preguntas y dudas, en
algún caso tendenciosas, como tendenciosos son, supone, con cierto grado de
causa, aquellos temas que bien podrían encuadrarse dentro de los misterios del Cristianismo.
La temática del primero de los
retablos, que lleva el genuino título de La
invención de la cruz, hace que su imaginación vuele lejos, a aquellos
primeros tiempos del Cristianismo y a la figura, secundaria en este caso, de un
emperador, Constantino, que fue el primero o de los primeros, según dicen, en
utilizar los beneficios de la Religión como arma política de Estado, una vez
asegurado el poder, después de los relevantes acontecimientos ocurridos supuestamente
antes, durante y después de la batalla de Puente Milvio y la derrota definitiva
de su rival, Magencio. En el retablo no aparece Constantino, pero sí Helena, su
madre, aquélla que, después de peregrinar a los Santos Lugares se hizo, según
la tradición, con la auténtica Vera Cruz, la cruz donde Cristo fue crucificado,
el talismán sagrado que marchaba siempre al frente de los ejércitos cruzados
cuando iban a entrar en batalla y que se perdió irremisiblemente en 1271 en la
batalla de los Cuernos de Hattin, que
fue el comienzo del fin del Reino Cristiano de Jerusalén y también, una vez
perdida definitivamente Tierra Santa, parte del principio del fin de la más
carismática de las órdenes religioso-militares de la época: la Orden del
Temple.
Óleo sobre tabla, del siglo XV, al peregrino le resultan curiosos algunos de los detalles en los que, piensa, la imaginación del artista anónimo recreó un paisaje idílico, europeo, impropio de la aridez de un lugar como Jerusalén y sin duda muy alejado de la -en teoría- siniestra constitución de un monte, el Gólgota -reposo, presumiblemente también, de Adán- donde supuestamente el santo madero quedó enterrado y olvidado. A Santa Helena la acompaña un número muy específico de damas, tres, y el peregrino, si no meticuloso al menos sí suspicaz, se pregunta si tal vez en la mente del desconocido ejecutor flotara el heterodoxo tufillo alusivo a la Triple Diosa, ego las Tres Madres Celtas, ego las Tres Marías.
Más curioso le resulta aun si
cabe, otro óleo ejecutado sobre tabla y con técnica similar al anterior, igualmente
del siglo XV, que llevando por título Aparición
de Cristo resucitado a los apóstoles, muestra al racional e incrédulo Tomás -que no el Dídimo-
introduciendo los dedos en la llaga producida en el costado por la lanza de
Longinos, y se pregunta, intrigado, por qué a Tomás se le permite ese
tocamiento –ver para creer, que no creer para ver- y la reacción, supuestamente
ante el primer testigo de la Resurrección, María Magdalena, constituya todo un
rechazo, bajo la fórmula de las palabras noli
me tangere, es decir, no me toques,
que suelen acompañar siempre esa otra representación.
Se pregunta a continuación el peregrino, observando las sobrenaturales escenas que acompañan la Vida, tentaciones, tormentos y muerte de San Antonio Abad -algo más modernas que las anteriores, pues pertenecen, según los especialistas, al primer cuarto del siglo XVI- si quizás el anónimo maestro también se inspiró en las grotescas concepciones del Infierno de Dante a la hora de representar a esos enojosos y eternos anarquistas de la tentación y la tortura beatífica, presentes en la vida de todo eremita, que son los demonios. Hay, no obstante, reflexiona el peregrino, algo decididamente familiar en ese tirar la casa por la ventana, que siglos después de muerto San Antón, se puso de moda en la Hesperia abatida y humillada del siglo VII y que originó hermosas leyendas, dignas de la más pura nobleza baturra, en la carismática vida de santos crepusculares, como San Frutos y San Saturio.
Más real, sin embargo, le parece la presencia del Ángel Negro, el Ángel de la Muerte, posiblemente mantenido a raya por ese Ángel de la Guarda, que en ocasiones no es tan buen pastor, pero que cuando está presente no permite que el otro haga trampas -como en las psicostasis románicas- con el reloj vital del humano -santo o no- elegido.
Posiblemente, más extraña e incluso una probable rareza, sea, por último, la representación de San Francisco -santo que firmaba, precisamente con la Tau que distinguía al bueno de San Antón-, y no por las señales de los estigmas de la Pasión -que ya hubo precedentes modernos que también dieron el campanazo, como los hermanos Bongiovanni- sino por la extraña representación de un Cristo dotado de alas, quizás representando a ese simbólico pelícano que se abre el pecho para alimentar a sus hijos, pero que, a la vez, y a través del dolor, también ofrece parte de ese Cáliz Amargo que otro ángel, a su vez, le presentó en el Huerto de los Olivos, antes de que el gallo cantara tres veces, Pedro le negara otras tantas y el madero esperara su carne y su sangre.