domingo, 10 de marzo de 2013

Zamora: la catedral de San Salvador


''El viajero la viene viendo ya desde lejos. Desde que avistó Zamora al doblar una colina, lo primero que vio de ella es esta torre cuadrada, robusta, de fortaleza, que ahora tiene frente a él. Es la única del templo y, por tanto, la que le hace de estandarte. Aunque es infinitamente más conocido, en Zamora y fuera de ella, el original cimborrio que se alza justo detrás y que recuerda de alguna forma a Bizancio, con su cúpula redonda y sus crestas y tambores gallonados. Algo que no debería extrañar trampoco, pues, según los estudiosos, es, en efecto, de inspiración bizantina, que traerían a Occidente los primitivos cruzados...' (1).
 
El Caminante ha dejado atrás la hermosa vista del puente medieval que se levanta airoso al paso de un viejo amigo: el Duero. No le consta la presencia de Machado en el recuerdo de esa ribera que podría ser -piensa, contemplando melancólico el paso silencioso de unas aguas cantarinas, que comienzan a echar de menos los  ritmos de fado con los que son recibidas en Portugal- otro sendero de los enamorados, similar a aquél que, en Soria, despide al río por la orilla donde se asientan el que fuera monasterio templario de San Polo -hoy día, propiedad particular- y la ermita de San Saturio. Como en Soria, aquí en Zamora, en la ribera del Duero, también hay gente que corre; gente que pasea; gente que se deja llevar por su perro y parejas de enamorados que contemplan embelesados las aguas, entrelazadas sus manos mientras el tráfico se acrecienta, en uno y otro sentido, sin preocuparse de los antiguos portazgos medievales. El Caminante la ha venido siguiendo desde la iglesia de Santa María de la Horta, el segundo de los templos románicos que ha visto -el primero, cercano al hotel Doña Urraca, donde se aloja, ha sido el de San Juan de Puerta Nueva-, y ahora, como el viajero Llamazares -culpable, en buena parte, de su decisión de visitar Zamora- busca en el corazón de la antigua urbe dos veces arrasada por los moros y dos veces reconstruída por el rey de León, la imponente e inconfundible torre románica de su catedral.
Como si se dirigiera a las alturas del Machu-Pichu, asciende -más cansino que perezoso- la imponente Cuesta de Pizarro, donde, casi al final y a mano izquierda, se da con la puerta en las narices de una cerrada Oficina de Turismo. Pasa casi media hora de las dos, consulta su reloj, y continúa su camino en dirección al corazón de Zamora que es su pequeña catedral. Frente a él, la iglesia de San Pedro y San Ildefonso permanece unida a un convento de franciscanos, por un arco pétreo que hace las funciones, en su imaginación, de un cordón umbilical. Se detiene a contemplar la portada oeste, donde sobresalen, como en otras iglesias del lugar, los modillones de tipo mudéjar y los motivos foliáceos de los capiteles. Hay algunas sencillas marcas de cantería y también algunos graffiti de peregrino, que utilizan el modelo monxoi que determina el tipo de cruz que les acompaña en su camino. De hecho, un modelo bastante popular. Llegado a la plaza que lleva el nombre de uno de los dos santos titulares del templo -San Ildefonso-, se sienta en un banco frente a la portada principal, y toma algunas notas en su cuaderno de viaje. San Pedro, en el fondo, es un personaje que no le cae demasiado bien, ni siquiera como portador de las Llaves del Cielo. El Caminante piensa que era demasiado bruto incluso para llevar nombre de piedra, y tampoco fue de los apóstoles más despiertos y avanzados que siguieron a Jesús. ¿Por qué, entonces -se pregunta-, se le dá tanta relevancia, y por qué Jesús decidió relegar en él, como la piedra sobre la que se levantaría su Iglesia?. Se encoge de hombros, pensando que los designios del Señor son inescrutable y encendiendo un cigarrillo -sabe que es un vicio que tarde o temprano le pasará factura- continúa su camino siguiendo, comparativamente hablando, esa Osa Mayor que es la ya mencionada torre románica que sobresale, babélica, por encima de la catedral y los tejados de la ciudad.
Prácticamente se topa con ella, tras doblar el recodo de una calle flanqueada en ambas aceras, por unos árboles, que esperan con ansia la llegada de una primavera y un sol, que logren el milagro de volver a hacer brotar las hojas en unas ramas que todavía permanecen desnudas y ateridas con los rigores del invierno y el gélido aliento de Bóreas, cuya mitológica madre, lleva el nombre de un despoblado alavés: Araia. Apenas se ve un alma, si se exceptúa la presencia de un africano, que deambula como un alma en pena por los alrededores de la catedral. El Caminante le ve venir y prepara algunas monedas, sin duda interesado en dedicarse a contemplar aquél símbolo de argóticas referencias que tiene delante, sin que nadie le moleste. Si la torre románica es espectacular, el cimborrio es, sencillamente, colosal. Independientemente de su estilo bizantino, se considera también basado en las características de la iglesia del Santo Sepulcro, en Jerusalén, modelo traído por los cruzados que regresaban a Europa procedentes de Tierra Santa y modelo, por añadidura, que aviva la polémica sobre cierta orden religioso-militar y algunos sublimes monumentos religiosos que todavía sobreviven en algunas partes de la Península. Que el africano tiene el alma blanca, es algo que le queda muy claro al Caminante, mientras da la vuelta a la catedral -a su izquierda, queda el palacio de Arias Gonzalo, más conocido como Casa del Cid- para enfrentarse con la denominada Puerta del Obispo, del siglo XII y la única visible de las tres que tiene la catedral. Cuando aborda a una mujer, que lleva unas bolsas en la mano, él rechaza la proposición de comprarle un bocadillo. El negro sólo quiere dinero. En definitiva, y siguiendo la Ley de Murphy, el negro tiene el alma blanca.
La del Obispo, es una puerta interesante. Y a la vez, revestida con el encantador subterfugio de la leyenda. Del conjunto escultórico destaca, por su calidad, la Virgen Theotokos o Sedes Sapientiae, que ocupa el tímpano. Una Virgen sedente, entronizada, con el Niño en su regazo y escoltada por dos ángeles. A un lado, dos magníficas esculturas de San Pablo y San Juan Evangelista. En el otro lado, aún se ve una curiosa cabeza, que algunos identifican con el caudillo árabe Ahmed ben Morawia, sitiador de la ciudad en 901 y perdedor de la llamada batalla de el Día de Zamora, a mano de las fuerzas del rey Alfonso III. Hay otros, mucho más románticos, qué duda, que ven en esa cabeza a un ladrón que entró a robar en la catedral y al ir a salir por la ventana, ésta se cerró milagrosamente, dejándole atrapado como castigo a su osadía. Pero el Caminante recuerda algnos casos similares -en Roncesvalles y Santa María de Olite- y puede, si no, pensar en las palabras del Magister Alkaest, preguntándose si quizás no fue un ardid del propio Magister Muri para representarse a sí mismo, aún también desde el anonimato que les caracterizaba.

 
Son prácticamente las siete de la tarde, cuando el Caminante regresa a la catedral. Apenas tiene una hora para echar un vistazo por su interior, antes de que cierren. Comparada con el alma del africano, la del Episcopado zamorano debe de ser de un blanco purísimo, piensa el Caminante mientras abona los cuatro euros de entrada y un euro extra por adquirir, bajo la forma de una pegatina de color rojo que ha de llevar puesta en lugar visible, el derecho de tirar fotografías sin flash. Afortunadamente, ese derecho no se ve limitado por el número de exposiciones. Frente a la taquilla, se extienden varias salas con obras artisticas, algunas de las cuales, embelesan al Caminante. Pinturas y esculturas donde, aparte de su belleza, éste localiza algunos detalles que le llaman poderosamente la atención. Son casi todas anónimas y pertenecen al siglo XVII, a excepción de la pintura de San Jerónimo penitente con la Virgen y el Niño, que es del siglo XVI. Magnífica, no obstante, le parece la Virgen de Belén, de Sebastián Ducete y Esteban de Rueda; y también, el Cristo crucificado, obra ésta atribuída a Gil de Ronza. Curiosa y novedosa a la vez, se le antoja la anónima ruleta para votaciones del siglo XVII. En otra de las salas, descubre gozoso la magia de la escultura policrómica, retazos de belleza exonerados de numerosos lugares de la provincia. En el piso superior, el Caminante -como un explorador perdido en el Nuevo Mundo- se deja llevar, fascinado, por la magia de los tapices góticos, otro de los motivos que le ha llevado -también por culpa de Llamazares- a visitar Zamora y su catedral. Con prisas, desciende los escalones y penetra en el corazón de la catedral.
Cuando lo hace, casi se da de bruces con una gigantesca representación de un desconcertante Polifemo que ya lleva tiempo atrayendo su atención: San Cristóbal. ¿Casualidad o causalidad?, piensa el Caminante, mientras observa a aquél poco ortodoxo santo, cuyo simbolismo y presencia en lugares y santuarios en los que sobresalen ciertas imágenes marianas, le están sugiriendo un apasionante estudio que tiene en mente. Digno exponente de la magia gótica, el bosque de columnas se pierde en una oscuridad infinita, astral, tal vez ese universo divino que esperaban alcanzar con la magia del número y la proporción los anónimos canteros medievales. Como en los diferentes círculos que conforman el viaje espiritual de Dante, el Caminante se detiene en cada una de las capillas, cuyo acceso está vedado por una infranqueable verja de hierro, que protege las inconmensurables obras allí atesoradas: el Retablo Mayor, traza de Ventura Rodríguez, con un maravilloso relieve en mármol de la Transfiguración; el de San Juan Evangelista, que muestra al autor del Apocalipsis pluma en mano, cual escribiente -a veces, el Caminante se pregunta por qué no se le considera Patrón de los Escritores- y el águila, su animal simbólico a los pies; el soberbio Cristo de las Injurias, del siglo XVI, obra atribuída a Arnau Pella y que perteneció al monasterio de San Jerónimo; la imagen gótica de Nª Sª de la Majestad, popularmente conocida como la Virgen de la Calva, magnífica talla datada en el 1300 y labrada en piedra arenisca y con fama de muy milagrera...Y aún más allá de las capillas y de la fatalidad de que prácticamente a oscuras, apenas se puede tener una visión del maravilloso cimborrio, el Caminante no puede, si no, rendirse a la belleza de los sepulcros policromados de algunos personajes relevantes de la época, verdaderas obras de Arte, indignas, piensa, de servir de casulla a la corrupción de la carne. Precisamente de carne, es la cruz milagrosa, extraña, inaudita y legendaria, que permanece oculta a cal y canto en el tabernáculo de la Capilla de Santa Inés. Salvo ésta y el coro, que también permanece fuera de miradas indiscretas, el Caminante abandona la catedral, alejándose hacia la calle de los Notarios y la Rúa de los Francos, como un beodo, embebido de Arte y Belleza, pensando que ha estado en simple sala de ese universal museo que es el Mundo. 
 
(1) Julio Llamazares: 'Las Rosas de Piedra', Santillana Ediciones Generales, S.L., 2008, página 129.