martes, 5 de febrero de 2013

El Arte Asturiano en el camino del peregrino


'Verás la maravilla del Camino,
camino de soñada Compostela,
peregrino...'.
[Antonio Machado]
 
Como decía Antonio Machado, puedo afirmar, que no presumir, de haber andado muchos caminos. No tanto, quizás, con la añoranza de Compostela como por el deseo implícito de contemplar con mis propios ojos esas innumerables joyas de belleza y sabiduría que, fuera o no su intención cuando las levantaron, bien es cierto que nos legaron las generaciones pretéritas. De ellas, y por supuesto, lejos de menospreciar tantas y tantas otras, me rindo, resignado, ante la imponente majestuosidad de aquéllas que fríamente son consideradas como prerrománico asturiano, pero de las que, siquiera sea de corazón, comparto plenamente la definición de Jovellanos: Arte Asturiano. Un Arte propio, que rompe moldes, pero que nos introduce, a través de su genuina idiosincrasia, en la magia de una arquitectura sagrada cuyas piedras, desde la primera a la última, definen, cuando menos, las irreprimibles ansias de libertad de un pueblo.
Poco me importa, por otra parte, y dudo mucho que tal detalle le preocupe en el fondo al peregrino, que el racionalismo histórico -aquél que amparándose en los principios de la Ilustración, consintiera en venderse al absurdo de la etiqueta- califique a estas respetabilísimas joyas de acuerdo al periodo y reinado en el que fueron levantadas. Alfonsinas, Ramirenses, postramirenses, siloinas -digo esto, pensando en Santianes de Pravia y su famoso laberinto- no dejan de ser, en el fondo, ecos vanos de un concierto para sordos. Amo el Arte, aunque Dios no me haya dotado de inteligencia retrospectiva para saborearlo desde esos cimientos invisibles sobre los que se sustenta;y sin embargo, me compensa saber que mi corazón late como un caballo desbocado cada vez que tengo oportunidad de subir a mi añorado Norte y sentir esa voz cálida que brota de cada segmento de piedra de cualquiera de estos edificios, invitándome al relajo y la meditación. Esa voz hechicera, como la de una xana, que me tienta a tratar de descorrer el velo del misterio, aún a sabiendas de que soy ciego, mudo y sordo y que el Trivium y el Cuadrivium eran materias que en mis tiempos de infancia -¡ay, barquito de papel!- ni aún siquiera con sangre terminaban entrando. Feliz, no obstante, en mi ignorancia, que a nadie extrañe si en todos mis viajes, retorne como el hijo pródigo y dedique unos momentos a dejarme llevar por la magia de Santa Cristina de Lena. O que, aún detestando ser más gris todavía en la maldita urbanidad de las grandes ciudades, atraviese Oviedo como una flecha y me encarame a esa cima del mundo que es el Monte Naranco, presentando mis respetos a Santa María y San Miguel. E incluso, yendo aún más allá, me introduzca por caminos seguramente estrechos para una pareja de bueyes y en Bendones deje una prenda de amor colgada de una celosía.
Feliz soy, ¡qué diantres!, al poder hacerme eco de aquéllas palabras de Sócrates: sólo sé, que no sé nada. 
Feliz tú, peregrino, que hoy besas el suelo donde habitan mis amores.
Nostalgias de un Caminante