Como colofón a esta pequeña
aventura por el siempre interesante entorno de los Montes Torozos, por la mente
inquieta del peregrino circula el recuerdo de un pequeño pueblo, que lleva
idéntico nombre que su iglesia parroquial: San Salvador. San Salvador, es un
pueblecito castellano –de esos que duermen la siesta en la canícula al compás
de las melancólicas cigarras-, situado entre Vega de Valdetronco –todo el que
llega a su altura por la autovía de La Coruña, observa con curiosidad el
armazón de una antigua iglesuca, situado prácticamente a pie de carretera-, y
Torrelobatón, localidad de cierta importancia que, no obstante, parece
relativamente pequeña en comparación con la fantástica mole de su bien
conservado castillo medieval.
De románica medievalidad
–recuerda gratamente el peregrino-, es la planta de la parroquial. Una
parroquial, que a pesar de las reformas que se evidencian actualmente en su
conjunto, puede presumir, desde luego, de mantener hasta cierto punto intacta
esa mencionada solera artística románica, definitivamente perdida en otros
pueblos del entorno, como el mencionado Vega de Valdetronco, Gallegos de
Hornija, Villasexmir, el propio Torrelobatón e incluso, algo más allá, y antes
de llegar a Wamba, el pueblo de Castrodeza, por no olvidar mencionar, de paso,
a Peñaflor de Hornija, de cuya parroquial románica, casualmente dedicada también
a la figura del Salvador, apenas quedan unas ruinas no exentas de cierto
entrañable romanticismo.
Es esta aparentemente
coincidencia en la advocación, la causante de que a la memoria del peregrino
acudan recuerdos de las antiguas rutas peregrinas; aquéllas que, denominándose
precisamente así –Ruta de los Salvadores-,
encaminaban por lugares de misterio a los peregrinos que emprendían el Camino del Conocimiento en su ruta hacia
el Oeste, siempre hacia el Oeste, en cuyo Finis
Terrae, aguardaba –simbólicamente hablando-, la etapa final, la añorada Casilla 64, el Jardín de la Oca. O lo que es lo mismo: ese concepto tan sufí de
Unicidad y retorno a la Fuente.
Por otra parte, si los peregrinos
de antaño encontraban mensajes trascendentes en el alma de la piedra de esta
arcana iglesia, en la actualidad, bien es cierto que su silencio es un olvido
relativo, pues como muy bien demuestran los pequeños capiteles historiados del
ventanal de su ábside, es de suponer que haberlos húbolos.
Aun así, el peregrino siente cierta nostalgia en el alma mientras se aleja del lugar, tarareando para sus adentros aquéllos inolvidables versos de François Villon, que nunca han dejado de preguntarse a dónde fueron las nieves de antaño.