'...tal vez consiguiese entender un día que las personas llegan a la hora exacta al lugar en que se las espera...' (1)
No hay prisa, pues, de manera que estamos en un momento ideal para que el peregrino se relaje y disfrute, siquiera por unos breves instantes, de esa mágica supernova de expresivo colorido con la que el Otoño, puntual siempre a su cita, arbitra las irreconciliables diferencias entre dos estaciones netamente antagónicas, como son el verano y el invierno. Detallista, como de costumbre, las botas pisan sobre esa alfombra de hojas que previamente a desplegado el heraldo del viento norte y que él arrastrará unos metros en su camino; el aire se impregna de humedades y nostalgias y la tierra se convierte en arcilla que moldea amorosamente huellas anónimas que se pierden en la distancia. Se preparan las chimeneas, se rebusca en los armarios y se desempolvan los viejos jerseys. El ganado trashumante regresa a casa y las cigüeñas abandonan sus nidos en las torres y espadañas de las iglesias, rendidas a un silencio que se rompe los domingos a la hora de maitines. En algunas partes, el espíritu celta revive para celebrar el Samhain, mientras los cementerios esperan el tributo en avalancha de unas familias que rinden homenajes a unos seres amados que se fueron, cubriendo las sepulturas de primavera. El acebo está casi a punto y la Navidad, después de todo, espera impaciente detrás de esa esquina en la que un portero, de nombre Jano, espera impertérrito el momento para abrir la puerta del solsticio de invierno.
Hay otros mundos, como dijo el filósofo Paul Elouard, pero ahora están todos con el Otoño. Feliz Otoño, peregrino.
(1) Paulo Coelho: 'El peregrino de Compostela. Diario de un Mago', licencia editorial para Círculo de Lectores por cortesía de Editorial Planeta, S.A., 1998, página 270.