martes, 12 de julio de 2011

Haciendo camino por la Sierra de Urbasa

'Las moradas de Mari son diversas y están estrechamente vinculadas con la tierra, destacándose los montes, las grutas y las cuevas. En algunas ocasiones se la puede ver cruzando el firmamento bajo el aspecto de una mujer de largos cabellos, con su cuerpo orlado de llamas y enarbolando una hoz...' (1)



Hay lugares que conservan una magia ancestral; lugares que, sumidos en un poderoso hechizo natural desde el alba de los tiempos, atraen las percepciones sensoriales de todos cuantos se acercan a ellos, desplegando un magnetismo tan fuerte, que resulta difícil, cuando no imposible, rebelarse ante tan singular fascinación. Uno de estos lugares es, bajo mi punto de vista, esa atrayente Sierra de Urbasa, en cuyo entorno, y a la vera de sus pinturescos pueblecitos, es imposible no dejarse influenciar por el universo fantástico de cuantos mitos y leyendas conforman el rico folklore vasco-navarro.

Posiblemente, el personaje principal de esta milenaria mitología, sea la figura omnipotente de Mari, personificación de la Gran Diosa Madre paleolítica o esa Gran Conciencia que anida detrás de la Naturaleza: Mari-Gaia. Como Matrona incuestionable, a su servicio tiene innumerable cantidades de seres fantásticos, cuyas acciones están más allá del simple y humano concepto de Bien y Mal, y que, siguiendo sus designios, premian o castigan a discreción, las acciones de los hombres. Hidras, dragones, culebras, lamias, sorguiñas son parte de sus representantes. Representantes que, bien mirado, se podría decir que no son otra cosa que la manera que ésta tiene de manifestarse. Junto a ellos, dos mitos claramente diferenciados: los Baxajaun -los hombres salvajes de los Pirineos, que en algún caso podrían haber quedado representados en algunos capiteles románicos- y los gigantes Jentilak.

Los Jentilaks, gigantes constructores de dólmenes y megalitos, cuyo recuerdo aún perdura en la memoria de las gentes, convertido en multitud de leyendas. Como aquélla, por ejemplo, interesante donde las haya, que relaciona a un maestro cantero del Temple y a un misterioso Jentilak, con las portadas gemelas de las iglesias de Eunate y Olcoz; los Jentilaks, habitantes, por lo general, de lugares como ésta Sierra de Urbasa, haciendo su hogar en lo más abrupto de los montes, evitando, en lo posible, todo contacto con los hombres. Lugares donde el Cristianismo no tuvo una fácil penetración, y donde, detrás del simbolismo de los numerosos cruceros góticos que se observan en poblaciones como Monera o Aramendi, se esconden, en el fondo, medidas de protección contra estos mitos, sincretizando parte de ambas religiones.

Más allá de éstas poblaciones, son dignos de mención, también, pueblos como Eulate -su similitud con Eunate es sorprendente- con sus queserías abiertas al público y su iglesia de San Miguel, totalmente reformada, pero que bien pudiera tener un claro origen prerrománico; Larraona, con el mayo dispuesto, incluido el gallo negro en lo más alto, sus enigmáticas estelas funerarias, las partes de lápidas romanas insertadas en la fachada de su parroquial y algún que otro secretillo de lo más interesante, cuya mención me reservo por el momento.

Sierra de Urbasa: un viaje natural por el Universo de los Mitos.







(1) 'Mitos y leyendas vascos', Jamkana Libros, 2ª edición, julio de 1986, prólogo y epílogo de Andrés Ortiz-Osés.

martes, 5 de julio de 2011

Aberin

Resulta difícil imaginar que el peregrino que encamina sus pasos en dirección a Estella, presentando previamente sus respetos a San Veremundo, o colocando su piedra o milladoiro en el altar de la ermita de San Miguel, allá, en Villatuerta, no se deje caer, unos kilómetros más adelante, por Aberin. Sobre todo, si durante su recorrido, siguiendo ese mágico e imaginario camino de estrellas, es consciente, en todo momento, de que sus botas van dejando huellas en tierra templaria, emulando los pasos de miles de peregrinos que antes que él se detenían en el albergue-hospital de su encomienda.

Porque aquí, en Aberin, bien se podría decir que la historia gira en torno a uno de los escasos ejemplos de encomienda templaria que han sobrevivido hasta nuestros días, más o menos intactos. Una estructura amurallada que, unida a la iglesia de San Juan Bautista, ofrece una generosa visión del nivel organizativo de una Orden de caballería, religioso-militar, cuyas vicisitudes continúan despertando interés y admiración en pleno siglo XXI.

No resulta difícil, por tanto, imaginar la historia de una comunidad rural que fue creándose alrededor de la supervisión y protección de unos freires que tuvieron un especial protagonismo en las tareas de repoblación de territorios a medida que la Reconquista iba arrebatándoselos al invasor musulmán. Una organización perfecta, la de las encomiendas templarias, bajo cuya excelente labor y control se contribuía de manera decisiva a sostener la acción de sus hermanos milites en Tierra Santa.

Independientemente de la curiosa simbología desplegada en los capiteles del pórtico de entrada a la iglesia de San Juan, y de la criptografía cincelada en los sillares por los canteros, no resulta difícil, tampoco, tener una visión netamente romántica de Aberin y su entorno: un entorno constituído, sobre todo, por campos de labor y generosas extensiones de olivos. Unos campos que, vistos en primavera, deslumbran con matices esmeraldinos y algún que otro dorado, que se acrecienta cuando declina la tarde y los rayos del sol dibujan fugaces adioses sobre la tierra, antes de perderse por un horizonte lejano, inalcanzable como los idus de una Historia que aún tiene muchas cosas que contar.

En uno de los extremos de la vieja encomienda, un labriego sacude la tierra de un pequeño huerto con su azadón. Las arrugas de su frente, ennegrecida por laboriosas jornadas al sol, son como los anillos de los árboles: indican una longeva edad. Cuando se vuelve, sus ojos, pardos como la tierra que está removiendo, se posan por un instante sobre la figura de un hombre delgado, que lleva un pequeño bolso de color negro en bandolera y no deja de sacar fotos del recinto amurallado desde todos los ángulos y perspectivas imaginables:

- Interesante, ¿verdad?, -dice, mientras una sonrisa se dibuja en su cara, adquiriendo la forma de una media luna.

Si no fuera por el ruido monótono de su azadón, alguien podría llegar a pensar que el viento, singular y burlón, repite con nostálgica intensidad la antigua divisa templaria: Non nobis, Domine, non nobis sed Nomini tua da gloriam...

Aberin: toda una experiencia.