sábado, 28 de noviembre de 2009

Lugares Mágicos de Madrid: el Templo de Debod


Longevo, no en vano tengo una edad aproximada de 2200 años, he de reconocer que poca o ninguna sorpresa, para ser precisos, me produce ya la estúpida frivolidad humana. Creo, y correjidme si me equivoco, que por mucho agradecimiento que pueda haber entre dos países, no deja de ser un auténtico sacrilegio y una aberrante insensatez, regalar un templo. Tal vez hubiera sido mejor descansar en ese lecho de limo y agua, al que estaba destinado, cuando se construyó la presa de Asuán.

En efecto, allí nací, en el sur de mi Egipto amado, cerca de donde el Nilo corta al Tropico de Cáncer, recibiendo el amparo de los benéficos rayos de Ra, mi adorado dios del Sol, en un pequeño oasis, protegido por las doradas, ondulantes y ardientes dunas del desierto. A Amón y a Isis me consagraron, y en el ínterin de los siglos, mi sagrada estructura fue visitada, entre otros y por diversas razones, por egipcios, nubios, nómadas y romanos. Incluso me visitó, aunque dejara breves reseñas, ese al que os referís como el padre de los jeroglíficos, Jean-François Champollion. Desde luego, eran otros tiempos...

Cuando me desmontaron, mis piedras fueron despositadas en la isla de Elefantina. Posteriormente, me trasladaron al puerto de Alejandría, en cuyas aguas, los submarinistas al mando del arquéologo Frank Goddio continúan buscando los restos del Faro, aquél que en su momento constituyera, con toda justicias, una de las grandes maravillas del Mundo Antiguo. Fue precisamente en Alejandría, donde me embarcaron en la oscura bodega de un buque de carga, llegando al puerto de Valencia a finales de los años sesenta, en un periodo convulso en las relaciones entre España y Gran Bretaña. El motivo, aparte de una rivalidad ancestral que se remonta a los tiempos de Felipe II, el Peñón de Gibraltar. Y es que, ¡resulta tan difícil recuperar aquello que se ha perdido por la insensatez de la guerra!.
Sin demasiado fasto, me colocaron en el lugar en el que me contempláis ahora, muy cerca de la Plaza de España, en lo que antaño fuera el Cuartel de la Montaña. Fui oficialmente inaugurado -¡qué palabra más soez, para referirse a la apertura pública de un templo inmemorial!- el día 20 de julio de 1972, aunque me declararon Bien de Interés Cultural hace poco más de un año, en abril de 2008, dado mi pésimo estado de salud.

Languidezco, pues, en una ciudad que, aunque reconozco la admiración de muchos de sus habitantes, su clima, después de todo, me afecta y me hace estremecer. A veces, cuando la luna se refleja e las tranquilas aguas del estanque, sueño con las antiguas ceremonias -los sacerdotes y sacerdotisas purificándose en el uabet, el pasillo central por el que ahora entra todo el mundo como si nada- mientras se dirigen, entonando cánticos, hacia el mammisi, el lugar más sagrado, donde se produce el renacimiento de la Diosa.

Es evidente que el tiempo pasa; que los imperios, sean estos más grandes o más pequeños, nacen, se desarrollan, envejecen y mueren; que la luna, el sol e incluso las estrellas resultan muy diferentes, dependiendo del lugar desde el que se miren. Pero si algo han aprendido por encima de cualquier otra consideración, éstas, mis ahora tristes y enfermas piedras, es que sólo una permanece para siempre inalterable: el amor.

En el fondo, no dejo de ser cómplice, al fin y al cabo, de éste, pues si bien durante el día recibo a numerosos visitantes, es no obstante, por la noche, cuando al amparo de mi hermética mole, vuelvo a escuchar los viejos susurros, los promesas y los inmortales proyectos de amor.