jueves, 4 de mayo de 2017

Hinojosa: la enigmática ermita de Santa Catalina


El Camino se torna más críptico y misterioso, a medida que nos vamos adentrando en una región, que aun teniendo muchas cosas que decir, parece enmudecer irremisiblemente, herido su corazón por la pérdida de ese nevero fantástico a donde se supone que fueron a parar la mayor parte de sus nieves de antaño, si por tales –y admito que no es la primera vez, ni será la última que parafraseo a François Villon-, entendemos una riqueza patrimonial, que en muchos casos –demasiados, bajo mi punto de vista-, se ha perdido en esos comparativos campos de Flandes que históricamente se tragaron la mayor parte de esa enorme riqueza que supuestamente saturaba las bodegas de los galeones que arribaban al puerto de Sevilla procedentes del Nuevo Mundo. Un Nuevo Mundo del que, si bien los historiadores modernos van admitiendo, siquiera a regañadientes la presencia, más allá de las costas de Labrador, de los aguerridos marinos escandinavos siglos antes de que Colón tropezara misteriosamente con sus mapas, se niegan a admitir –se siente, no ha lugar-, que tal hazaña pudieran haberla repetido los marinos de una orden de monjes guerreros, cuya flota, allá por los siglos XIII y XIV, formaba una pequeña potencia marítima: los caballeros templarios. Decía Antonio Herrera Casado, en su libro El románico de Guadalajara, publicado por Aache Ediciones, que la ermita de Santa Catalina en Hinojosa es, sin duda, uno de esos edificios más sorprendentes de todo el románico provincial de Guadalajara, y dejará en el visitante una evocación permanente de luz, de paz y de silencio. Es cierto. Pero aún hay más, si, parafraseando, no a Villon sino a otro inconmensurable poeta y dramaturgo, William Shakespeare, nos hacemos eco de las palabras que el triste Hamlet dedicara a su amigo Horacio, cuando meditabundo, allá en la torre de su castillo de Kronborg, le dice aquello de: hay más cosas en el cielo y en la tierra, de las que se pueden ver a simple vista. Y es que, aparte de la luz, de la paz y del silencio, como nos previene Herrera Casado, hay también numerosas claves. Claves que, si nos dejamos llevar por el fascinante poder de la intuición –condición indispensable, que todo peregrino debe de tener siempre en cuenta-, tal vez nos deparen alguna inesperada sorpresa, con o sin el beneplácito de una garantía documental.

Situada en las inmediaciones de dos interesantes poblaciones, Labros e Hinojosa, y parcialmente oculta por un pequeño bosque de sabinas por el que transcurre, como un feo tajo, la carretera que se dirige hacia Milmarcos, la ermita de Santa Catalina -¿deriva tal palabra de hermético y por lo tanto de Hermes, tal y como se dejaba caer Fernando Sánchez Dragó en su Gárgoris y Habidis?-, sorprende, en primer lugar, por su aceptable estado de conservación. Sin diferir de los edificios de su estilo, consta de un ábside o cabecera semicircular y nave rectangular, a las que imprime carácter y a la vez belleza una galería porticada que protege el lateral sur y por defecto, la portada principal de acceso al templo. La mano bernarda, austera pero sutil y ajena, por tanto, a los terribles bestiarios medievales parece estar presente, tendiendo la mano hacia universos foliáceos dirigidos al ideal de inmortal jardín, como demuestran los motivos de los capiteles de la galería, así como aquellos otros contenidos en la portada. Ajenos, así mismo al conjunto, y hasta es posible que sirviendo de argamasa de barros anteriores, dos piezas, empotradas en el muro, cerca de la portada, llaman poderosamente la atención: un león, de aspecto visigodo con la cabeza vuelta hacia la cola y una especie de rueda o disco solar, coronada y con motivos cristianos o cristianizantes en su interior, entre ellos las iniciales del nombre IHESUS, probablemente una referencia a la peculiar santa titular. Al otro extremo, prácticamente donde comienza la galería, una pequeña hornacina contiene una minúscula imagen, probablemente representativa también de la santa, que recuerda los antiguos altares mozárabes, tal y como se puede apreciar, por ejemplo, en una de las salas interiores del torreón de Fernán González, en Covarrubias. 

Menos pragmáticas en su dulce austeridad, las representaciones esculturales de los canecillos del ábside recobran ese aspecto mundo, en ocasiones desvergonzado pero generalmente no ajeno al mundo abstracto del simbolismo, que caracteriza a las edificaciones románicas: motivos geométricos, rollos de pergamino, rostros humanos, animales fantásticos, actitudes eróticas y destacando de todo el conjunto, un fenomenal ouroboros enroscado sobre sí mismo. Conviene reflexionar, en que ésta ermita de Santa Catalina formaba parte de un pueblo cuya existencia se remonta a la Edad Media, cuyo nombre, Torralbilla –por encima de la ermita, pueden verse algunos restos de edificios, aunque posiblemente sean muy posteriores-, sugiere interesantes connotaciones, dentro de las cuales, podría suponerse, en tal momento histórico y de repoblación, la presencia de aquellos que no en vano fueron considerados como los custodios del Camino, como sabía y agradecía el peregrino medieval, y cuyos asentamientos, en muchos casos, solían responder a ciertas nomenclaturas que también en muchos casos, no eran ajenas a sus consideraciones, intenciones y funciones: los templarios. Torre y alba o blanca –nombre, además, de interesantes santuarios marianos enclavados generalmente en lugares de difícil acceso, como el de Nª Sª del Alba, en las montañas asturianas del Concejo de Quirós-, suelen figurar entre ellos. He aquí un dato para meditar. Y no hay mejor sitio, dejándose llevar por la luz, la paz y el silencio que caracterizan a este fantástico lugar.