domingo, 4 de marzo de 2012

Un monasterio en el Camino de la Vía Láctea: Santa María de Carracedo


'Los antiguos, gentes de medio mundo, sorprendidos de tantas estrellas en forma de neblina, inventaron bellos mitos explicativos, de los que sacaron nombres, como Galaxiay Vía Láctea, los primeros y más conocidos en nuestro ámbito; pero ninguno de ellos, ni aún los más doctos, como Ptolomeo, adivinaron el servicio y la finalidad de aquél hermoso cinturón, de tenue brillo, que envolvía la redondez de los cielos. Fueron los peregrinos medievales, buscando en las alturas la dirección perdida, los primeros en advertir que, siguiendo siempre al Oeste, llegaban a Compostela...' (1).

Es así, de un modo tan simple y a la vez tan complejo como, dejando atrás Ponferrada y siguiendo siempre hacia el Oeste por esa interminable nacional VI en dirección a La Coruña, que el viajero no tarda en decubrir, a su derecha, una curiosa edificación, cuyas piedras, atrapadas en el tiempo, descansan silenciosas al amparo de la Vía Láctea. Es el monasterio, arcano y misterioso, de Santa María de Carracedo.
Parada obligatoria para el peregrino que está a punto de afrontar una complicada etapa que ha de llevarle por la vega del río Valcarce hasta Villafranca del Bierzo, Piedrafita y la difícil ascensión hasta el alto de O Cebreiro, no encontrará solaz en ese solar a techo descubierto que fue una vez su hospedería. Tampoco podrá meditar, a la sombra de las arcadas de su claustro, ni aspirar el vaporoso aroma de las flores de su jardín. Sí sentirá, sin embargo, la lluvia traspasar la débil muralla de sus ruinas interiores y refrescar, no obstante sin la gracia de Pentecostés, una cabeza en la pronto bullen cientos de preguntas sin aparente respuesta. Son los enigmas de Carracedo; sus espíritus atrapados en la carne inerme de las piedras; almas de canteros de diferentes épocas que, filosofando con el papel de la eternidad, tal vez no contaron con la facilidad del hombre para derribar lo hermoso a golpes de ira e incomprensión.
No verá a los monjes, celebrando consejo en su magnífica Sala Capitular; ni tampoco se sentirá embriagar por los aromas de la comida, escapando con el humo de la Cocina de la Reina; ningún hermano lego le abrirá la puerta, alertado por los golpes insistentes de su bordón, ni sus oídos se relajarán con el dulce susurro del agua deslizándose por los canales, revitalizando los frutos de huertos inexistentes. Ningún doctor mirabilis embadurnará con unguento sus encayecidos pies, ni el hermano cillerero proveerá de los alimentos necesarios para aliviar el estómago y reponer fuerzas en su todavía arduo camino.
Y aún así, cuando reinicie otra vez su camino hacia el Oeste, siempre hacia el Oeste, pensará que posiblemente, parte de su alma haya quedado atrapada también en un lugar que, después de todo, fue gloria mundi y hoy, rosa rosae, mustio pétalo que destila nostalgia a raudales. Porque, como decía José Saramago: en todas las almas, como en todas las casas, además de fachada, hay un interior escondido.




(1) Gonzalo Torrente Ballester: 'Compostela y su ángel', Ediciones Destino, S.A., 1ª edición, noviembre de 1984, página 93.