domingo, 9 de noviembre de 2014

Nuestras Señoras de León


Proceden de santuarios, ermitas e iglesias de pequeñas parroquias que se extienden por infinitos montes, valles y llanuras. Algunas, quizás las menos, piensa el peregrino entristecido, aún conservan su antigua advocación. Pero la mayoría, ese grueso general que rompe y rasga con su sola presencia los velos isíacos del misterio y la tradición, son anónimas. Tampoco todas están en las mismas condiciones de conservación, pero en su mayoría, en especial aquellas que pertenecen a los siglos XII y XIII, conservan, cuando menos, un detalle en común: su excepcional hieratismo. Sus atributos, también salvo excepciones, portan un objeto que, al fin y al cabo, sonríe el peregrino, ofrece una singular pista sobre su milenario origen: la bola. La bola o esfera que define la esencia y a la vez la presencia, nunca eliminada del todo, de los primigenios cultos matriarcales a la figura de la Gran Diosa Madre. O a la Triple Diosa, posteriormente camuflada bajo la forma de las Tres Madres Celtas o las Tres Marías Cristianas, cuyos santuarios se encontraban cercanos entre sí, formando un signo púbico perfecto: el triángulo con el vértice invertido. Aquél símbolo primordial, al que en tiempos de Salomón se añadió otro triángulo superpuesto, con el vértice hacia arriba, que simbolizaba el falo fecundador del Padre. O lo que hubiera sido un equilibrio perfecto, como perfecto fue el equilibrio entre los dioses y diosas griegos del Olimpo, antes de que el iracundo Zeus diera un golpe de estado, haciéndose con el mando supremo y el poder. Revolución divina, que posteriormente ocurrió con el Yahvé de los judíos y el Dios de los cristianos. Alguna de ellas, simplemente con su advocación, por ejemplo, de la Blanca, hacen que el peregrino piense en esos Montes Albos o esos Montes Albanes, tan abundantes en los caminos y en cuyas inmediaciones, casual o causalmente, solía establecer posiciones una orden religioso-militar, que sentía una más que ferviente devoción por aquélla figura, Nuestra Señora, cuyo término ya comenzara a acuñar San Bernardo, su padrino espiritual: los templarios. En otras, anónimas, salvo una escueta numeración que al peregrino se le antoja una completa burla, se vislumbran símbolos de heterodoxa trascendencia, como las serpientes -o esas wouivres celtas, que a la vez definían las cualidades telúricas del lugar- dibujadas en el manto, que a la vez explicaría el por qué de la tenacidad legendaria de algunas imágenes a ser trasladadas del lugar donde, generalmente de forma milagrosa, fueron encontradas. Tal vez, incluso, la florida tradición atribuya al propio San Lucas la creación de alguna de ellas, o incluso al propio Santiago, que tan poco éxito, según la Leyenda Dorada, tuvo en sus primeras peregrinaciones a esta Hesperia donde el propio Hércules, milenios antes, triunfó en algunos de sus trabajos.