miércoles, 16 de marzo de 2011

In illia tempore: Santa María del Naranco

Cronológicamente hablando, conocí antes ésta iglesia de Santa María del Naranco, que la de Santa Cristina de Lena que he comentado en la anterior entrada. Y no obstante, los recuerdos, en ocasiones caprichosos, se han conjurado para que reviva mis emociones en segundo lugar. No se trata, pues, de una cuestión de preferencias y mucho menos de una selección prioritaria y al gusto, como pudiera interpretarse en un principio.
In illia tempore o en aquél tiempo, junio se presentaba caluroso. Y sin embargo, en aquélla latitud desde la que se divisa la ciudad de Oviedo como una piña alrededor de la catedral de San Salvador, una leve, agradable brisa agitaba las hojas de los árboles. Ramos de campanillas, diría mi mente subconsciente, agitadas por el vuelo invisible de las hadas encantadas, la brisa traía también, ocasionalmente, el mugido de las vacas que pastaban plácidamente en las laderas, ajenas, cuando no indiferentes, a la vieja reliquia del rey Ramiro.
Semejando una gran arca de piedra mecida por Eolo en unas aguas primordiales de intenso color esmeralda, la iglesia de Santa María de Naranco recién acababa de despedir a un grupo de visitantes, mientras otros aguardaban turno para presentarle sus respetos. Yo aguardaba con estos últimos, cansado de viaje que había comenzado en Madrid a las cinco y media de la mañana, cuando en el cielo de la noche aún brillaba alguna estrella peregrina, cuando no fugaz y el lucero del alba no había hecho ni siquiera intención de prorrumpir el primer bostezo, por una línea del horizonte que apenas se vislumbraba.
Como arca, comparativa y ensoñadoramente hablando, no dejaba de preguntarme si quizás de aquí habían salido, como en la de Noé, los animales más emblemáticos de la región: el oso, el lobo, la raposa (1), la coruxa (2), y con ellos, la gran cantidad de espíritus elementales que pueblan estas montañas, habitan sus tupidos bosques y retozan como niños en las aguas cristalinas de sus manantiales y riachuelos. Leones y grifos, no obstante, quedaron petrifricados en su interior, víctimas, seguramente, del sortilegio de alguna xana sobre el martillo y el cincel de un anónimo cantero, que los encerró para siempre en el interior de un círculo mágico. Pero de estos detalles, por supuesto, se percata uno previo pago de la entrada, una vez que la guía termina con el primer grupo y regresa de la iglesia de San Miguel de Lillo, situada a apenas trescientos metros más arriba.
Curiosamente, cuando se accede al interior de este navío milenario, en el que apenas se diferencian proa y popa, apenas se tiene la impresión de hallarse en un templo; o mejor dícho, en una iglesia. Y no resulta estraño, pues su utilidada y su diseño iniciales, fueron de residencia palaciega. Una villa a las afueras de ese Ovietum urbanita, que aún hallándose en pleno corazón del reino astur, de sobra conocía las contínuas y terribles razzias musulmanas. Imagino que desde ésta posición, y atisbando a través de los pesados cortinajes que protegían sus interiores de la lluvia y de las frías noches de invierno, el rey Ramiro veía arder la capital del reino en alguna ocasión.


Pero los designios de los reyes, como los designios de Dios, suelen ser a veces inescrutables, y probablemente, nunca se sabrá, con severa certeza, por qué la decisión de transformar el palacio inicial en templo.

Fue Jovellanos, según creo, el primero en hablar del Arte Asturiano, al referirse a estos soberbios testigos, producto, en mi opinión, de la desintegración de antiguos imperios y la formación de otros nuevos que, sin olvidar la antigua sabiduría sagrada, aplicaban ésta a nuevas concepciones de pensamiento que, siglos después, desembocarían en dos estilos fundamentales: el románico y el gótico.

Sea como sea, entrar en un edificio de las características de éste de Santa María del Naranco, no deja de ser una singular experiencia; una experiencia, que actúa de forma particular con las percepciones de cada uno. En mi caso, poco importaban, en realidad, las explicaciones de la guía, a cuyo alrededor nos agolpábamos como palomas esperando unas migajas de pan. Reconozco, y no me avergüenza confesarlo, que no sentí ninguna vibración especial por hallarme en un lugar sacro, aunque sí un atisbo de emoción, intentando pensar con mente matemática, que al fin y al cabo, dentro de aquél rectángulo perfecto -que bien pudiera haber pasado por la residencia de un patricio romano- se conjugaban unas proporciones exquisitamente áureas, que hacían de aquél, al menos, un lugar de culto geométricamente sagrado.

Eso sí, me impresionó bastante, por qué no decirlo también, la pequeña aventura de la bajada a la cripta, que se realiza por mediación de unos estrechos escalones de piedra, que desembocan en un pozo cuadrangular, donde llega un momento en el que la oscuridad prevalece de tal manera, que uno piensa que está en lo más profundo de la tierra.

Toda una experiencia recomendable para todo aquél que quiera poner a prueba la agudeza de sus sentidos.

(1) El zorro.

(2) La lechuza.