domingo, 30 de enero de 2011

Con su blanca palidez: retorno a San Juan de Duero


Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar...No erró el poeta, en absoluto, cuando escribió estos versos, probablemente pensando en un lugar tan especial, como no me cabe duda, es éste monasterio soriano de San Juan de Duero. Un lugar en el que, no bien se traspasa el umbral de su milenaria puerta, resulta difícil no experimentar la poco comprendida sensación de encontrarse inmerso en un auténtico dêja-vú; una sensación en la que, por alguna curiosa circunstancia espacio-temporal, se piensa en la posibilidad de haberlo vivido antes. O incluso, también, de haber vivido allí en otra época o en otro lugar.
Caían cabellos de ángel cuando llegamos allí, una vez dejado atrás el puente medieval que se alza sobre el taciturno Duero, y un manto, aterciopelado y blanco se extendía como una inmaculada mortaja por su claustro abierto siempre a las estrellas. Pero ahí estaba, incólume, abrazada a la perfección, misteriosa como la mujer del cuadro, ensimismada con la canción que el viento traía procedente del cercano Monte de las Ánimas. El oscuro cabello de una bruja se ensortijaba como los bucles salvajes de una divinidad pagana, acariciado también por ese viento de gélido aliento, mientras sus ojos, estoy seguro, se complacían contemplando el influjo oriental de unos arcos que nunca se han cansado de ser ventanas al infinito.
Fue una promesa, hecha con la sinceridad de un corazón becqueriano, unida a un deseo de compartir una lágrima de poesía con una persona especial. Ocurrió antes de ayer; y sin embargo, como diría Borges refiriéndose a la lluvia, tengo la sensación de que la nieve ocurre también en el pasado.
Pero de una forma u otra, siempre me consolorá refugiarme en esa alma noble que, a fin de cuentas, supo entender mejor que nadie, que todo pasa y todo queda, porque el destino del hombre es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar.
San Juan de Duero, 28 de Enero de 2011