martes, 27 de marzo de 2012

Un lugar de la Maragatería llamado Castrillo de los Polvazares



'Del romance castellano

no busques la sal castiza;

mejor que romance viejo,

poeta, cantar de niñas.

Déjale lo que no puedes

quitarle: su melodía

de cantos que canta y cuenta

un ayer que es todavía'.

[Antonio Machado]



Su fama le precede. Simplemente mencionar el nombre de Castrillo de los Polvazares y mente y estómago se confabulan pensando socarronamente en lo mismo: el cocido maragato. Y no es para menos, y quizás sí para más, porque a la cantidad se une la calidad y cuando la mente se empalaga, perdida en esos mundos del olor y del sabor y el estómago toca desesperadamente a retirada, más que satisfecho, completamente lleno, ese espejo del alma que son los ojos observan con cierto disgusto -o pudiera ser tristeza- las exquisitas viandas que aún quedan en platos y bandejas, mientras los labios apuran de un trago un vasito de licor de hierbas -o de orujo, que tanto dá- como salutífera prescripción para facilitar la digestión.

Sea o no efecto de ese licor de hierbas o de ese orujo, templado a fuego vivo como el mejor acero toledano, o quizás teniendo parte de culpabilidad ese dulce sol de invierno que dora como madalenas la cantera multicolor que es el pueblo, o mejor aún, el humo que ciega los ojos de ese cigarrillo que uno se enciende con ganas después de comer y quedarse satisfecho, lo cierto es que durante un momento, los pensamientos obvian otro tema que no sea un errabundo deambular por el universo de los detalles; surgen así, visiones cotidianas, intranscendentes para algunos pero de realismo colorista para otros, como las familias de cigüeñas, reunidas en unos nidos que parecen desafiar las leyes de la gravedad allá, en el punto donde la espadaña de la iglesia se convierte en misil apuntando a las nubes; el perro negro, cuyo nombre se ignora pero que por su aspecto y también por esa astuta mirada que parece esconder una inteligencia segura que recuerda al Mefistófeles del Fausto de Goethe, haciéndose el encontradizo por los alrededores del ábside hexagonal de la parroquia, vigilando, no obstante interesado, las idas y venidas de lugareños y visitantes; la centenaria rueda apoyada contra la pared, recién pintada y suspirando por el eje de una carreta con la que volver a embadurnarse con el polvo de los caminos; las pequeñas cruces de piedra, desde luego menos en la actualidad de las que tradicionalmente le hicieron mención honoraria; el pequeño Cristo, imitación de aquél otro que despierta pasiones entre las multitudes que anualmente visitan una ciudad de naranjos, como es Córdoba, encerrado conmiserativamente en su farolillo de madera de ataúd; los cristales, inmaculados, que reflejan con absoluta precisión sosias encantados que conservan los azules originales y universales de los cielos de la tarde; los viejos escudos, centinelas de una Historia que, como dijo el poeta, reflejan un ayer que es todavía; el pícaro mendicante, que extrae gemidos de una vieja guitarra, a la par que inventa versos, apoyado en la baranda de un puente que, como la esencia misma del lugar, no podía ser de otro material, sino de piedra y de cuyos labios, paradójicamente, nunca salió aquello de el arriero va.